(Fragmento del capìtulo tercero)
No hablaste más. Contemplaba el nacimiento de aquel
nuevo día, de aquel día de mi nueva vida. Las golondrinas gritaban en los
tejados. Un hombre cruzaba el patio arrastrando los zuecos. Todo lo que escucho
ahora, desde hace cuarenta y cinco años, lo escuchaba entonces: los gallos, las
campanas, un tren de mercancías al cruzar el puente... Y todo lo que respiraba
lo respiro aún: ese perfume que amo, ese olor de cenizas que trae el viento por
la parte del mar, desde los eriales incendiados. De pronto, me incorporé a
medias.
- Isa, la noche en que lloraste, la noche en que nos
hallábamos sentados en un recodo de Superbagnéres, ¿lloraste por él?
Como no me contestabas, cogí tu brazo, que retiraste
con un gruñido casi animal. Te volviste de espaldas. Dormías bajo tus largos
cabellos. Al sentir el frescor del alba, echaste las sábanas en desorden sobre
tu cuerpo encogido, aovillado, como duermen los animales jóvenes. ¿Por qué
despertarte de ese sueño de niño? Lo que yo quería saber por ti misma, ¿no lo
sabía ya?
Me levanté sin ruido. Fui descalzo hasta el espejo del
armario, donde me contemplé como si hubiese sido otro, o, mejor dicho, como si hubiera
vuelto a mí mismo: el hombre a quien no habían amado, aquel por quien nadie en
el mundo había sufrido. Tuve lástima de mi juventud; mi gruesa mano de
campesino resbaló a lo largo de mi mejilla sin afeitar, ya ensombrecida por una
barba dura de rojizos reflejos.
François Mauriac (Francia, 1885-1970).
Obtuvo el premio Nobel en 1952.
(Traducido al español por Fernando Gutièrrez).
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