"El oficial subió enseguida; y la sirvienta, arrojándose a sus pies, gritó: No quiere, señor, no quiere. Perdónela..."
(Fragmento)
Llegó la guerra; y, en los primeros días de diciembre, los prusianos entraron en Cor- meil.
Lo
recuerdo como si fuera ayer. Caía una helada de esas que resquebrajan las piedras;
yo mismo estaba tumbado en un sillón, inmovilizado por la gota, cuando oí el golpeteo
pesado y acompasado de sus pasos. Desde mi ventana, los vi pasar.
Era
un desfile interminable, todos iguales, con esos movimientos de muñecos que les
son peculiares. Después los jefes distribuyeron a sus hombres entre los
habitantes. Me tocaron diecisiete. Mi vecina, la loca, tenía doce, entre ellos
un comandante, un verdadero soldadote, violento y tosco.
Durante
los primeros días todo transcurrió normalmente. Al oficial de al lado le habían
dicho que la señora estaba enferma, y no se preocupó para nada. Pero pronto aquella
mujer a la que nunca veía empezó a irritarlo. Se informó sobre su enfermedad; le
respondieron que la anfitriona guardaba cama desde hacía quince años, a consecuencia
de una pena muy honda. No lo creyó, sin duda, e imaginó que la pobre loca no se
levantaba por orgullo, para no ver a los prusianos y no hablarles, para no rozarse
con ellos.
Exigió
que lo recibiera; lo llevaron a su habitación. Le pidió con un tono brusco:
«Zírvace
uzted, ceñora, lefantarce y bajar, para que la fearnoz.»
Ella
volvió hacia él sus ojos extraviados, sus ojos vacíos, y no respondió.
El
prosiguió:
«No
toleraré maz inzolencias. Ci uzted no ce lefanta por laz buenaz, lla me laz arreglaré
para que ce pacee zola.»
Ella
no hizo el menor gesto, siempre inmóvil, como si no lo hubiera visto.
El
rabiaba, tomando aquel silencio tranquilo por un signo de supremo desprecio. Y agregó:
«Ci
no baja mañana...»
Y
después salió.
Al
día siguiente, la anciana criada, aterrada, quiso vestirla; pero la loca empezó
a chillar, debatiéndose. El oficial subió en seguida; y la sirvienta,
arrojándose a sus pies, gritó:
«No
quiere, señor, no quiere. Perdónela; es muy desdichada.»
El
soldado se quedó turbado, sin atreverse, a pesar de su cólera, a hacer que sus hombres
la sacaran de la cama. Pero de pronto se echó a reír y dio unas órdenes en alemán.
Pronto
se vio partir un destacamento que sostenía un colchón, como quien lleva a un
herido. En aquella cama que nadie había deshecho, la loca, siempre silenciosa, permanecía
tranquila, indiferente a los acontecimientos con tal de que la dejaran acostada.
Detrás, un hombre llevaba un paquete de ropas femeninas.
Y el
oficial pronunció, frotándose las manos:
«Lla
veremoz ci puede o no festirce zola y dar un paceíto.»
Luego
se vio al cortejo alejarse en dirección al bosque de Imauville.
Dos
horas después los soldados regresaron solos.
Nadie
volvió a ver jamás a la loca. ¿Qué habían hecho con ella? ¿A dónde la habían llevado?
Nunca se supo.
Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893).
(Traducido al español por Augusto Riera).
La lectura del texto íntegro es posible en Ciudad Seva.
La ilustración es de Edouard Zier para La Vie Populaire correspondiente a diciembre de 1883.
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