(Fragmento)
Llegó el día de Año Nuevo. La tripulación de La Belle Pélagie desembarcó, se emborra- chó en casa de Barkis y
volvió con la noticia de que el misionero no volvería hasta mediados de
enero... o Saint-Glin-Glin.
Pierrot se estaba consumiendo visiblemente. Sus
labios azules cubiertos de ampollas solo dejaban pasar palabras incoherentes y
una falta de aliento que ya sonaba como un sonajero. La tristeza del
capitán Botte se convirtió en ira. No podía permitir que Dios, si lo había,
dejara morir a este pobre niño, lejos de su familia, en una isla per- dida.
- Capitán... ¡Pierrot está preguntando por
usted! Está muy mal, usted lo sabe.
Botte, que vagaba como un alma en pena por la
cubierta, dejó caer su pipa y subió corriendo. Encontró al grumete muy tranquilo, casi sonriente,
pero pálido como la tiza.
- Esta noche... el frijol... ¡los
Reyes! -susurró.
- ¡Ah, diablos!... -gruñó Botte-, lo había
olvidado. Hoy es 6 de enero... ¡Epifanía! Y le prometí…
Por el ojo de buey vio que el cielo se volvía malva,
anunciando la rápida noche del trópico, y murmuró una maldición entre dientes.
- Está bien, pequeño -dijo, volviéndose hacia el niño-, ¡esta noche celebraremos a los Reyes!
Pierrot le dio las gracias con un ligero movimiento de
cabeza y se durmió.
- ¡Aquí estoy yo teniendo que pedirles a estas
momias que me echen una mano! -se quejó Botte-. Qué trabajo...
Fue a pedirle a Lou un panqueque con un
frijol. Gracias a Dios no era la harina lo que faltaba a bordo. Pero, ¿y los Reyes...?
El capitán y la imaginación nunca habían deambulado juntos por la vida, y Botte se sentía muy apesadumbrado cuando de repente sus
ojos se posaron en los marineros Manders, Ridge y Apeka, quienes jugaban a las
cartas en cubierta.
- Por mi primera pipa, aquí están mis
Reyes..."-exclamó, con gran alegría en su corazón. Manders, que era el más
inteligente de los tres, recibió instrucciones muy concretas: ir a Barkis,
pedirle que alquilara un oropel adecuado para los Tres Reyes Magos y volver a
bordo para desempeñar ese papel.
Un momento después, Botte los oyó alejarse por el
muelle, gritando una tonta salmodia marinera.
Había llegado la noche; una enorme estrella fugaz
se desprendió de la bóveda celeste y se perdió en el mar.
- La estrella… -murmuró Botte-, ¡Bah,
momias!
Bajó a la habitación del enfermo.
No hacía falta ser un erudito para darse cuenta de que
la fiebre isleña pronto vencería a Pierrot.
***
Botte se impacientó porque sus tres marineros no
regresaron.
- Los encadenaré -se quejó.
Lou había colocado un panqueque espeso y humeante
junto a la cama del paciente, pero Pierrot no le prestó atención. Sus ojos
abiertos de par en par parecían fijos, más allá de las cosas, en imágenes
temibles.
Botte, furioso, volvió a cubierta y de repente su
rostro se iluminó. En el muelle, los Reyes avanzaron, vestidos de oro y
púrpura, majestuosos bajo la luna creciente. ¡Ah, Barkis lo había hecho muy bien!
Mientras se felicitaba a sí mismo, Botte se preguntó
de dónde había sacado el cantinero unos abrigos tan magníficos. Tampoco
podía dejar de ver a sus marineros tan dignos, tan solemnes, tan llenos de
majestad.
- ¡Vamos, Manders, Ridge, Apeka! -susurró-. "¡Vengan rápidos!
Literalmente los empujó hasta la habitación de
Pierrot.
- ¡Hola, Pierrot!... Aquí están tus Reyes... ¡Mira qué
hermosos son!
El grumete se incorporó y soltó un gran grito de
alegría.
Los Reyes Magos se arrodillaron junto a su litera.
***
- Una serpiente en una botella... oh...
oh!
Las voces de borrachos subieron desde el muelle,
repitiendo la canción inepta.
Botte, que ya no entendía nada, corrió hacia el
puente. Tres tipos ridículos, blandien- do una estrella de oropel en la
punta de un palo, se tambalearon hacia La Belle Pélagie, vestidos
con sucios harapos rojos y verdes.
- Manders... Ridge... ¡qué
significa esto! -tartamudeó Boot.
Manders se derrumbó borracho en el muelle, arrastrando
a sus dos compañeros con él. La estrella cayó al agua.
- ¡Entonces, los Reyes! -hipó el capitán.
Abrió la puerta del dormitorio. Los Reyes ya no
estaban allí, pero la luz de la lámpara suspendida del cardán, caía sobre el
rostro sonriente y apacible de Pierrot.
- Dios mío, qué guapo es... -sollozó el viejo
marinero.
De repente creyó entender.
- Los Reyes... los verdaderos Magos... mi dulce
Señor, ¡vinieron por él!
Entonces el
capitán, ese incrédulo, cayó de rodillas.
John Flanders:
Jean Raymond Marie de Kremer (Bélgica, 1867-1964).
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