"... ese resto sin dueño de las estaciones que se extiende desde el solsticio de invierno al Año Nuevo."
(Fragmento del capítulo 3: Por la alta Alemania)
El sol, como un enorme globo
carmesí, estaba a punto de hundirse en el pálido paisaje. Me evocaba, y aún
sigue haciéndolo, la primera vez que vi ese portento invernal. Vestía un
trajecito de marinero, con el letrero H. M. S. Indomitable en la
cinta de la gorra, y, a través de Regent’s Park, me apresuraban hacia casa para
tomar el té, mientras los guardianes avisaban al público que era hora de
cerrar. Vivíamos tan cerca del zoo que de noche oíamos rugir a los leones.
Aquel sol palatino fue el pabilo
moribundo de 1933, el último vestigio de ese resto sin dueño de las estaciones
que se extiende desde el solsticio de invierno al Año Nuevo. «Es la medianoche
del año… la vitalidad del mundo se ha debilitado.» En el camino de regreso
pasamos ante un grupo de jóvenes que estaban sentados en un muro bajo y
entrechocaban los tacones mientras silbaban la Horst Wessel Lied entre
dientes. «Me parece haber oído antes esa tonada…», dijo Fritz.
Aquella noche, en la hostería, vi
que un joven cuyo cabello parecía de lino y que fijaba en mí sus ojos de mirada
glacial. Con excepción de los ojos azul claro, tan separados que parecían los
de una liebre, podría haber sido albino. Se levantó de improviso y se me acercó
tambaleándose.
- So? Ein Engländer? («¿Cómo? ¿Un
inglés?») -me dijo con una sonrisa sardónica-. Wunderbar! («¡Extraordinario!»).
Entonces su semblante sufrió un
cambio, se transformó en una máscara de odio. ¿Por qué habíamos robado las
colonias de Alemania? ¿Por qué Alemania no debía tener una flota y un ejército
apropiados? ¿Creía yo que Alemania iba a obedecer las órdenes de un país
gobernado por los judíos? Siguió un catálogo de acusaciones, que no expresó en
voz demasiado alta, pero sí con claridad y vehemencia. Su cara estaba muy cerca
de la mía, y el aliento le olía a schnapps.
- Adolf Hitler cambiará todo eso
—-concluyó-. ¿Has oído por casualidad ese nombre?
Fritz cerró los ojos, emitió un
gruñido de hastío y murmuró: «Um Gottes willen!» («¡Si Dios quiere!»). Entonces
le tomó del codo, diciéndole: «Komm, Franzi!» («¡Ven, Fran!»), y, de una manera
bastante sorprendente, mi acusador se dejó conducir a la puerta.
Fritz volvió a sentarse y me dijo:
«Lo siento, ya ves cómo están las cosas». Por suerte, ninguno de los clientes
sentados a las otras mesas se había dado cuenta de nada, y el detestable
momento fue pronto sustituido por el jolgorio, la conversación, el vino y, más
tarde, por canciones anunciadoras de la vigilia de san Silvestre. Cuando las
primeras campanadas de 1934 sonaban en el exterior, todo se había mezclado en
una luminosa confusión de música, brindis y felicitaciones.
Patrick Leigh Fermor (Inglaterra, 1915-2011).
(Traducido al español por Jordi Fibla).
(Traducido al español por Jordi Fibla).
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