Con la muerte de Liv, ha llegado el solsticio, y con el solsticio, una
oscuridad que no es oscuridad, sino una noche inacabada, parcial, que tiñe el
perfil de las casas de un azul hojaldrado. Los balancines del parque Vesteberg,
las canastas de baloncesto, incluso los neones de la lavandería de Laa Ingham
parecen velados, irreales, como vistos a través de una película de celuloide
envejecido. Por Dramsvein bajan dos trabajadores cabizbajos, presurosos. Llevan
gorros tipo chapska, gruesas pellizas que casi arrastran por la nieve. Liv ha
muerto, pero todo sigue obscenamente igual, la serrería, el patio iluminado. Lo
más indignante es esa indiferencia de todo y de todos, los horarios que siguen
su curso, las rutinas que sin vacilar ya se han olvidado de ella o que nunca la
tuvieron en cuenta. Miro el termómetro. La temperatura es de veinte grados bajo
cero. No hay ventisca. Se escucha con claridad el crujido de los tejados, de
los canalones macizados por el hielo. Dentro los radiadores desprenden un calor
humano, tumefacto, casi asfixiante. Un accidente, oigo que dicen unos; morir
así, dicen otros. La función comienza o termina, no se sabe.
Ignacio Ferrando (España, 1972).
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