Capítulo XII
La Queen Conch, lancha
de Freddy Wallace, de treinta y cuatro pies de eslora, número V de Tampa,
estaba pintada de blanco; la cubierta de proa era verde, y el interior del
sollado estaba también pintado de verde. La cubierta de la cabina tenía el
mismo color. En la proa tenía pintados en negro el nombre y el puerto de
matrícula, Cayo Hueso, Florida. No estaba equipada con puntal de tope ni tenía
mástil. Tenía parabrisas, y uno de ellos, el correspondiente al volante, estaba
roto. En las planchas del casco, recién pintado, se observaban a ambos lados
agujeros astillados. Casi a la altura de la línea de flotación había a babor
otros agujeros cerca del puntal que sostenía la cabina o toldo de mando. Del
agujero más bajo había goteado algo oscuro que dejó unos trazos irregulares en
la nueva pintura del casco.
Iba a la deriva
empujada por el suave viento norte y a unas diez millas de distancia de la ruta
de los petroleros que se dirigían hacia el norte. Blanca y verde contra el agua
oscura de la Corriente del Golfo, tenía un aire alegre. En el agua flotaban
cerca de la canoa manchas amarillas de algas sargazo que la pasaban lentamente
en la corriente que las llevaba hacia el norte y hacia el este. El viento
empujaba cada vez más a la lancha hacia el centro de la corriente. No había en
la Queen Conch señales de vida, pero por encima de la regala, tendido sobre un
banco encima del tanque de babor se veía el cuerpo de un hombre que parecía
hinchado, y, desde el barco que corría a lo largo de la regala de estribor, otro
hombre parecía inclinarse hacia el agua y meter en ella los dedos. Su cabeza y
sus brazos estaban al sol, y en el punto en que sus dedos casi tocaban el agua
había un banco de pececillos ovalados, de unas dos pulgadas de largo y color
dorado con unas tenues franjas moradas, que habían abandonado las hierbas del
golfo para refugiarse en la sombra que hacía la lancha a la deriva, y cada vez
que algo goteaba al agua se precipitaban y tironeaban y forcejaban hasta que lo
hacían desaparecer. Dos rémoras grises de unas dieciocho pulgadas de longitud
nadaban dando vueltas y vueltas en torno a la lancha y abriendo y cerrando sus
bocas rasgadas, pero no parecían comprender la regularidad con que caían las
gotas que atraían a los pececillos, y cuando caían lo mismo podían estar lejos
que cerca de ellas. Hacía tiempo que meneando sus feas cabezas y sus largos e
inquietos cuerpos de cola fina habían tragado los deshilachados cuajarones de
color carmín y los hilos que desde los agujeros más bajos de la canoa se
escurrieron hasta el agua. Y se resistían a abandonar un lugar donde tan bien y
tan inesperadamente se habían alimentado.
En el sollado de la
lancha había otros tres hombres. Uno muerto, yacía de espaldas donde había
caído bajo el taburete del volante. Otro, muerto también, estaba acurrucado
contra el imbornal y al lado del puntal delantero de estribor. El otro, aún
vivo, pero inconsciente, estaba tendido de costado y con la cabeza reclinada en
un brazo.
El pantoque de la
lancha estaba lleno de gasolina, y en cuanto la lancha se balanceaba un poco se
oía el chapoteo. Al hombre todavía vivo, Harry Morgan, le parecía que el ruido
lo hacía su barriga, y que la tenía tan grande como un lago donde el agua batía
en las dos orillas a la vez. Eso le sucedía porque estaba de espaldas con las
rodillas encogidas y la cabeza caía hacia atrás. El agua del lago que era su
barriga estaba muy fría, tan fría que cuando se encaramó en el borde quedó
entumecido. Sentía un frío terrible y en todo notaba gusto a gasolina, como si
hubiera aspirado en un tubo de goma para hacer sifón desde un tanque. Sabía que
no existía ningún tanque allí, aunque sentía como que le había entrado por la
boca un frío tubo de goma que se le retorcía fría y pesadamente por todo el
cuerpo. Cada vez que aspiraba aire se le retorcía el tubo con más firmeza en el
abdomen y lo sentía allí dentro como una gran serpiente que se movía
suavemente entre el chapoteo del lago. El tubo le daba miedo y, aunque lo tenía
dentro, le parecía que estaba muy lejos y que lo que le importaba era el frío.
Estaba traspasado por
el frío, por un frío doloroso que no se amortiguaba. Se había quedado quieto y
lo sentía intensamente. Durante un rato pensó que si conseguía cubrirse consigo
mismo se calentaría como con una manta, y llegó a creer que lo había conseguido
y que empezaba a calentarse. Pero el calor no fue más que la hemorragia
provocada al levantar las rodillas, y en cuanto le cesó comprendió que uno no
puede cubrirse consigo mismo y que lo único que le quedaba era aguantar el
frío. Mucho después de ser incapaz de pensar siguió procurando con todas sus
fuerzas no morir. Había quedado a la sombra al ir la lancha a la deriva, y el
frío era cada vez mayor.
La lancha había estado
yendo a la deriva desde las diez de la noche de la víspera, y ya iba avanzando
la tarde. En la superficie de la Corriente del Golfo no se veían más que algas,
las sonrosadas, hinchadas y membranosas burbujas de unos cuantos «acorazados
portugueses» jactanciosamente inclinados a flote, y el humo lejano de un
petrolero con rumbo a Tampico.
Ernest Hemingway (Estados Unidos, 1899-1961).
(Traducido al español por Pedro Ibarzába).
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