Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 3 de junio de 2023

Tampico: TENER Y NO TENER, de Ernest Hemingway

"... y el humo lejano de un petrolero con rumbo a Tampico."

Capítulo XII

La Queen Conch, lancha de Freddy Wallace, de treinta y cuatro pies de eslora, número V de Tampa, estaba pintada de blanco; la cubierta de proa era verde, y el interior del sollado estaba también pintado de verde. La cubierta de la cabina tenía el mismo color. En la proa tenía pintados en negro el nombre y el puerto de matrícula, Cayo Hueso, Florida. No estaba equipada con puntal de tope ni tenía mástil. Tenía parabrisas, y uno de ellos, el correspondiente al volante, estaba roto. En las planchas del casco, recién pintado, se observaban a ambos lados agujeros astillados. Casi a la altura de la línea de flotación había a babor otros agujeros cerca del puntal que sostenía la cabina o toldo de mando. Del agujero más bajo había goteado algo oscuro que dejó unos trazos irregulares en la nueva pintura del casco.

Iba a la deriva empujada por el suave viento norte y a unas diez millas de distancia de la ruta de los petroleros que se dirigían hacia el norte. Blanca y verde contra el agua oscura de la Corriente del Golfo, tenía un aire alegre. En el agua flotaban cerca de la canoa manchas amarillas de algas sargazo que la pasaban lentamente en la corriente que las llevaba hacia el norte y hacia el este. El viento empujaba cada vez más a la lancha hacia el centro de la corriente. No había en la Queen Conch señales de vida, pero por encima de la regala, tendido sobre un banco encima del tanque de babor se veía el cuerpo de un hombre que parecía hinchado, y, desde el barco que corría a lo largo de la regala de estribor, otro hombre parecía inclinarse hacia el agua y meter en ella los dedos. Su cabeza y sus brazos estaban al sol, y en el punto en que sus dedos casi tocaban el agua había un banco de pececillos ovalados, de unas dos pulgadas de largo y color dorado con unas tenues franjas moradas, que habían abandonado las hierbas del golfo para refugiarse en la sombra que hacía la lancha a la deriva, y cada vez que algo goteaba al agua se precipitaban y tironeaban y forcejaban hasta que lo hacían desaparecer. Dos rémoras grises de unas dieciocho pulgadas de longitud nadaban dando vueltas y vueltas en torno a la lancha y abriendo y cerrando sus bocas rasgadas, pero no parecían comprender la regularidad con que caían las gotas que atraían a los pececillos, y cuando caían lo mismo podían estar lejos que cerca de ellas. Hacía tiempo que meneando sus feas cabezas y sus largos e inquietos cuerpos de cola fina habían tragado los deshilachados cuajarones de color carmín y los hilos que desde los agujeros más bajos de la canoa se escurrieron hasta el agua. Y se resistían a abandonar un lugar donde tan bien y tan inesperadamente se habían alimentado.

En el sollado de la lancha había otros tres hombres. Uno muerto, yacía de espaldas donde había caído bajo el taburete del volante. Otro, muerto también, estaba acurrucado contra el imbornal y al lado del puntal delantero de estribor. El otro, aún vivo, pero inconsciente, estaba tendido de costado y con la cabeza reclinada en un brazo.

El pantoque de la lancha estaba lleno de gasolina, y en cuanto la lancha se balanceaba un poco se oía el chapoteo. Al hombre todavía vivo, Harry Morgan, le parecía que el ruido lo hacía su barriga, y que la tenía tan grande como un lago donde el agua batía en las dos orillas a la vez. Eso le sucedía porque estaba de espaldas con las rodillas encogidas y la cabeza caía hacia atrás. El agua del lago que era su barriga estaba muy fría, tan fría que cuando se encaramó en el borde quedó entumecido. Sentía un frío terrible y en todo notaba gusto a gasolina, como si hubiera aspirado en un tubo de goma para hacer sifón desde un tanque. Sabía que no existía ningún tanque allí, aunque sentía como que le había entrado por la boca un frío tubo de goma que se le retorcía fría y pesadamente por todo el cuerpo. Cada vez que aspiraba aire se le retorcía el tubo con más firmeza en el abdomen y lo sentía allí dentro como una gran serpiente que se movía suavemente entre el chapoteo del lago. El tubo le daba miedo y, aunque lo tenía dentro, le parecía que estaba muy lejos y que lo que le importaba era el frío.

Estaba traspasado por el frío, por un frío doloroso que no se amortiguaba. Se había quedado quieto y lo sentía intensamente. Durante un rato pensó que si conseguía cubrirse consigo mismo se calentaría como con una manta, y llegó a creer que lo había conseguido y que empezaba a calentarse. Pero el calor no fue más que la hemorragia provocada al levantar las rodillas, y en cuanto le cesó comprendió que uno no puede cubrirse consigo mismo y que lo único que le quedaba era aguantar el frío. Mucho después de ser incapaz de pensar siguió procurando con todas sus fuerzas no morir. Había quedado a la sombra al ir la lancha a la deriva, y el frío era cada vez mayor.

La lancha había estado yendo a la deriva desde las diez de la noche de la víspera, y ya iba avanzando la tarde. En la superficie de la Corriente del Golfo no se veían más que algas, las sonrosadas, hinchadas y membranosas burbujas de unos cuantos «acorazados portugueses» jactanciosamente inclinados a flote, y el humo lejano de un petrolero con rumbo a Tampico.

Ernest Hemingway (Estados Unidos, 1899-1961).

(Traducido al español por Pedro Ibarzába).

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