Regresa la primavera a Vancouver.

lunes, 4 de mayo de 2020

Epidemias: EL ENANO, de Pär Lagerkvist

"Sobre la plaza del mercado se habían levantado grandes hogueras en la que se quemaban pilas de cadáveres..."

(Fragmento)

Fue contra toda mi voluntad que me dirigí a la ciudad, donde no había estado desde que empezaron los estragos de la peste. No porque tuviese temor alguno de la enfermedad, sino porque ciertos espectáculos me son tan desagradables que casi me asusta verlos. Mi repugnancia está justificada porque lo que yo estuve obligado a ver es verdaderamente horrible, pero a la vez me llena de una exaltación sombría y del sentimiento de la vanidad de todas las cosas, y de su caída. Enfermos y moribundos bordeaban mi camino, y los muertos eran recogidos por los Hermanos enterradores cuyos capuchones negros tienen unos agujeros impresionantes en el lugar de los ojos. Sus siluetas surgían por todas partes y daban a todo un aspecto fantasmal. Tenía la impresión de estar recorriendo el reino de la muerte.

Hasta los sanos estaban marcados por la muerte. Se deslizaban por las calles, descarnados, los ojos hundidos, como fantasmas de un tiempo en que la vida existía aún sobre la tierra. Era sobrecogedor comprobar la seguridad de sonámbulos con que evitaban caminar sobre los paquetes de andrajos que había por todas partes, y de los que frecuentemente no podía saberse cuáles estaban vivos y cuáles no. Es difícil poder imaginar nada más lamentable que esas víctimas de la peste; tanto, que a menudo me veía obligado a dar vuelta la cara para no descomponerme. Algunas veces sus cuerpos estaban cubiertos con míseros guiñapos a través de los cuales podía entreverse los más repugnantes abscesos o una piel azulada anunciando que el fin estaba próximo. Otros daban gritos salvajes para señalar que aún pertenecían a la vida, y los había que permanecían inconscientes, con continuos movimientos convulsivos en los miembros, de los que no eran ya dueños. Jamás había visto semejante degradación humana. En algunos brillaba la mirada sin fondo de la locura y, a pesar de su agotamiento, se lanzaban sobre los que habían ido a sacar agua de las fuentes, para los enfermos, y les arrancaban tan violentamente las escudillas de las manos que casi todo el líquido caía a tierra. Otros se arrastraban por las calles como animales, para llegar hasta las fuentes que buscaban, lo cual parecía ser la intención de todos esos desdichados. Los había también que por aferrarse a una existencia sin valor, dejaban de conducirse como seres humanos y habían perdido todo sentimiento de dignidad. De su pestilencia, cuyo sólo recuerdo me provoca náuseas, prefiero no hablar.

Sobre la plaza del mercado se habían levantado grandes hogueras en las que se quemaban pilas de cadáveres, y el olor acre que de ellos se desprendía se sentía por todas partes. En el blanco humo dormido sobre la ciudad, sonaban a muerte las campanas de las iglesias.

Pär Lagerkvist (Suecia, 1891-1974).
Obtuvo el premio Nobel en 1951.

(Traducido al español por Fausto de Tezanos Pinto).

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