Grupos de
destrozonas en alegres comparsas recorren el salón del Prado con escobas y
latas en algarabía goyesca. Nuevas coplas del Chíbiri surgen espontáneas
sobre los moderados, el fracaso de Istúriz, el Motín de La Granja y los
múltiples sucesos políticos del año 1836. El sol poniente del 13 de febrero no
calienta los guijarros, ocultos bajo la nevada, de la Carrera de la Virgen de
Atocha, por la que suben perezosamente las carretas con bueyes hacia la plaza
de Antón Martín. Las tabernas de la calle del Ave María y de Lavapiés no dan
abasto a despachar tanta clara con limón como trasiegan las resecas gargantas
de los castizos que, solos con su borrachera amorosamente cultivada para que
dure los tres días de carnaval, recorren calles, callejas y plazuelas golpeando
con la mano del almirez el bombo improvisado o sacando roncos sonidos a la
zambomba enjaezada que lucen con orgullo. Todo Madrid bulle alocándose bajo el
fugaz imperio del dios Momo. No se siente el frío, ni se teme al carlista.
Embromadas
constantemente por las pandillas de destrozonas que las rodean y bailan en
remedo de danzas litúrgicas, dos damas logran alcanzar la calle de Santa Clara
y ganar un portal de no mal aspecto.
- ¡Por fin!
-exclama la más joven de las dos-. Creí que no llegábamos, Dolores.
- Era preciso
hacerlo, hijita. Perdóname, pero hoy ha de quedar resuelto de una vez lo mío
con Mariano.
Van a dar las
ocho de la noche cuando del portal salen de nuevo Dolores y su amiga. Apenas en
la calle, cuatro máscaras sin reparar en las huellas de sufrimiento impresas en
el rostro de Dolores, les hacen coro y acompañan su Chíbiri con grandes
saltos. Ellas tratan de escabullirse, pero los del coro, girando con rapidez mientras
cantan, se lo impiden. Va a terminar la canción:
Ay chíbiri, chíbiri, chíbiri,
ay chíbiri, chíbiri, pum.
Y un eco que viene del primer piso repite dominándolo todo: ¡Pum!
Dolores y su amiga palidecen y salen corriendo; los borrachos se miran un instante y sin explicarse tan rápida huida, se agarran del brazo y siguen su ronda por Villa y Corte.
Arriba en el despacho de Fígaro, Adelita Larra se abraza al cuerpo exánime de su padre que yace junto a la pistola con la que, mirándose ante el espejo, se ha levantado la tapa de los sesos.
José de Benito (España).
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