"... tantas mujeres de mi profesión se emplastan de tal modo la cara y van de un lado a otro que parecen máscaras de Carnaval."
(Fragmento del capítulo VII)
El día siguiente, para que no me
molestara mi madre, que ya se mostraba suspicaz, fingí tener
una cita con Gino y estuve fuera de casa toda la tarde. Para la
boda me había hecho un vestido nuevo, un traje sastre gris, que pensaba ponerme
después de la ceremonia. Era mi mejor vestido y vacilé antes de ponérmelo. Pero
después pensé que algún día tendría que llevarlo y no sería un día
más puro ni más feliz que aquél y que, por otra parte, los hombres juzgaban por
las apariencias y me convenía presentarme con mi mejor
aspecto para obtener dinero. Y dejé a un lado los escrúpulos. Me puse, por lo
tanto, y no sin algún remordimiento, mi hermoso vestido que hoy, cuando de
nuevo pienso en él, me parece tan feo y modesto como todas mis cosas de
entonces; me peiné con cuidado y me pinté la cara, pero no más de lo que
acostumbraba. A propósito de este último detalle, quiero decir que nunca he entendido
por qué tantas mujeres de mi profesión se emplastan de tal modo la cara y van de
un lado a otro que parecen máscaras de Carnaval. Tal vez porque con la
vida que hacen estarían muy pálidas o porque temen, si no se pintan de aquella
manera tan violenta, no atraer la atención de los hombres y no darles a
entender lo suficiente que están dispuestas a dejarse abordar.
Yo, en cambio, por más que me canse y ajetree, conservo
siempre mis colores sanos y bronceados y, sin modestia, puedo
decir que mi belleza ha sido siempre suficiente, sin ayuda de pinturas y cremas,
para hacer que los hombres volvieran la cabeza en la calle al pasar yo. No
atraigo a los hombres por el carmín o el negro en las cejas, o un falso color rubio
pajizo, sino por el porte majestuoso (así por lo menos me lo han asegurado muchos),
por la serenidad y la dulzura del rostro, por los dientes perfectos al reír
y por la abundancia y la juventud del cabello ondulado y oscuro.
Las mujeres que se tiñen el pelo y se
emborronan la cara no comprenden que los hombres,
juzgándolas desde el principio por lo que son, experimentan una
especie de decepción anticipada. Pero yo, tan natural y tan sobria, siempre los
he dejado en duda acerca de mi verdadera naturaleza, proporcionándoles así
la ilusión de la aventura, cosa que ellos, en el fondo, buscan mucho más que
la mera satisfacción de los sentidos.
Alberto Moravia (Italia, 1907-1990)
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