"En Río de Janeiro, un edicto militar impuso un carnaval perpetuo..."
Varias décadas transcurrieron entre 1962 y 2005, años en que aparecieron las primeras ediciones de La muerte de Artemio Cruz y La silla del águila. En ambas novelas Fuentes se refiere al carnaval de la política:
Pero sobrevivió. Seguía aquí, tratando de cumplir desde
el lecho revuelto los ademanes de la joven hermosa y blanca que abrió las
puertas de Cocuya al largo desfile de prelados españoles, comerciantes
franceses, ingenieros escoceses, británicos vendedores de bonos, agiotistas y
filibusteros que por aquí pasaron en su marcha hacia la ciudad de México y las
oportunidades del país joven, anárquico: sus catedrales barrocas, sus minas de
oro y plata, sus palacios de tezontle y piedra labrada, su clero negociante, su
perpetuo carnaval político y su gobierno en deuda permanente, sus fáciles
concesiones aduanales para el extranjero de habla insinuante.
Para encontrarnos más de cuarenta años después con
que:
Desde el momento en que me dijo usted esto, señor
Presidente, ambos –usted y yo– entendimos que me había llamado a su lado para
hablarle con franqueza, para aconsejarlo con desinterés, para ayudarle a
disimular el gesto de estupor que le produjo saberse arrojado al vacío por la
empinada cuesta de esa atracción de carnaval llamada "La Presidencia de la
República”.
Y en la prolija exploración verbal de Terra Nostra se propone, entre otras cosas, un carnaval perpetuo:
Y en la prolija exploración verbal de Terra Nostra se propone, entre otras cosas, un carnaval perpetuo:
México recurrió a sacrificios humanos, consagrado religiosamente, justificado políticamente y ofrecido deportivamente en espectáculos de televisión; el espectador pudo escoger: ciertos programas fueron dedicados a escenificaciones de la guerra florida. En Río de Janeiro, un edicto militar impuso un carnaval perpetuo, sin límite de calendario, hasta que la población muriese de pura alegría: baile, alcohol, comparsas, sexo. En Buenos Aires se fomentó un machismo arrabalero, una urdimbre de celos, desplantes, dramas personales instigada por tangos y poemas gauchescos: brillaron los cuchillos de la venganza, millones de suicidaron.
En
su única incursión por el género detectivesco, La cabeza de la hidra,
también se encuentra una breve referencia: "Es muy difícil distinguir a
un tanquero de otro. Nosotros no nos vestimos para ir al carnaval, como los cruceros
del Caribe y todas esas canoas mariconas."
Otra
alusión al carnaval aunque de naturaleza muy diferente, es la que expresa en Diana
o la cazadora solitaria:
En
todo caso, detrás de ella se abrían las fauces de un monstruo devorador, colmilludo,
que en realidad era la entrada a un circo. De esa boca abierta salían, volando,
murciélagos y demonios, ánimas en pena, súcubos e íncubos: todo un carnaval del
sueño maligno, una pesadilla que convertía el asesinato de una elegante señora
vestida de negro por otra que podría ser su doble, en una carnestolenda de la
enfermedad, la muerte, la risa, el juego, la noticia, todo mezclado...
Por
último, los párrafos siguientes pertenecen a su novela póstuma, Federico en
su balcón, que fue publicada
apenas unos meses después de su muerte:
Gala (1)
Conocí a Gala en una fiesta. No sé quien me la presentó. Ni siquiera sé si fuimos presentados. En el barullo de esa recepción anual, sólo había dos actitudes posibles. Una era participar plenamente, darse por conocido y hacer el juego a una euforia que, como en todas las fiestas de Carnaval, era ficticia. Otra era aislarse totalmente y ser ciego observador o activo transeúnte. Creo que entre ese centenar de invitados, sólo Gala y yo optamos por la segunda solución y por eso nos encontramos. Los dos lo entendimos; habían logrado arrinconarnos y ella balanceaba una copa en la mano y soplaba con la boca, de una manera muy graciosa, para apartar el fleco de los ojos. Se dio cuenta de que la miraba y eso le dio risa, igual que a mí. De manera que nos conocimos riendo, sin recordar o saber si alguien nos había presentado.
Gala (1)
Conocí a Gala en una fiesta. No sé quien me la presentó. Ni siquiera sé si fuimos presentados. En el barullo de esa recepción anual, sólo había dos actitudes posibles. Una era participar plenamente, darse por conocido y hacer el juego a una euforia que, como en todas las fiestas de Carnaval, era ficticia. Otra era aislarse totalmente y ser ciego observador o activo transeúnte. Creo que entre ese centenar de invitados, sólo Gala y yo optamos por la segunda solución y por eso nos encontramos. Los dos lo entendimos; habían logrado arrinconarnos y ella balanceaba una copa en la mano y soplaba con la boca, de una manera muy graciosa, para apartar el fleco de los ojos. Se dio cuenta de que la miraba y eso le dio risa, igual que a mí. De manera que nos conocimos riendo, sin recordar o saber si alguien nos había presentado.
No
sé, sin embargo, por qué motivo su risa me inquietó, como si fuese la máscara
de otra mujer. Gala también, pero otra. No sé.
-
¿Viste lo del japonés? -me dijo porque sí, para iniciar la conversación, porque
parece que la noticia apareció ese día en la prensa, porque quizás ella conocía
el hecho y podría proseguir la plática.
-
No. No sé.
-
Ah. Era un estudiante becado. Muy serio. Muy encerrado en su casa y en sus
estudios. La víspera del Carnaval -ayer- tocaron a su puerta. Se incomodó de
que le interrumpieran el estudio. Estaba cortando las páginas de un libro con
un cuchillo. Fue a atender el llamado. Abrió la puerta.
Hice
un silencio táctico. Gala me miraba con interés, esperando mi reacción. Me dio
gusto. Ella proseguía.
-
Abrió la puerta. Un monstruo le gritó. Un monstruo con máscara de calavera y
sombrero de copa, gritando y agitando las manos. Vestido con un ropón negro,
agitado, amenazante. El estudiante japonés no dudó. Él era un chico entrenado
en la autodefensa y con un cuchillo en la mano. No quiso averiguar. Le clavó su
cuchillo en el vientre al monstruo. Éste cayó gritando, agonizando. El japonés
sabía dónde enterrar un cuchillo. El monstruo expiró. El japonés llamó a la
policía. Ésta llegó. Le quitaron la máscara al muerto. Era un muchacho muy
joven. ¿Lo leíste?
-
No, no lo sabía.
Crucé
una mirada de falsa inteligencia con Gala.
-
Era un estudiante disfrazado para el Carnaval. Que iba asustando de mentira, de
puerta en puerta, como parte de una celebración desconocida por el japonés.
-
Como el estudiante desconocía las costumbres del japonés -dije-. ¡Qué manera de
empezar el Carnaval! -exclamé enseguida con risa social.
Gala
no me devolvió la sonrisa.
El
saldo, tal y como lo hemos podido constatar, es que el carnaval, con
su vasta riqueza metafórica, encontró un autor: Carlos Fuentes.
Jules Etienne
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