Vancouver: el invierno a plenitud en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne)

domingo, 20 de abril de 2014

Páginas ajenas: CAMBIO DE PIEL, de Carlos Fuentes


(Fragmento correspondiente al domingo de resurrección)

El día de la resurrección, los indios llenan el inmenso atrio. Avanzan lentamente con las ofrendas dobladas: mantas de algodón y pelo de conejo, los nombres de Jesús y María bordados, caireles y labores a la redonda, rosas y flores tejidas, crucifijos tejidos a dos haces. Frente a las gradas, extienden las mantas y se hincan; levantan las ofrendas hasta sus frentes e inclinan la cabeza. Rezan calladamente. En seguida impulsan a los niños para que ellos también muestren sus ofrendas y les enseñan a hincarse. Una multitud espera el tumo, con las ofrendas entre las manos. Por toda la explanada se levantan los humores del copal y el olor de las rosas, mientras la multitud espera en silencio, con los rostros oscuros y los restos de los trajes ceremoniales, cuando no las propias ropas de labor, cuidadosamente lavadas y zurcidas, y los pies descalzos.

Encendí un cigarrillo y seguí sus movimientos; Isabel trataba de evitar mi mirada; recorría con ustedes las tres capillas pozas, pintadas de amarillo, a lo largo de la muralla de la fortaleza. La simplicidad de las capillas contrasta con el ornamento de la puerta lateral de la iglesia. Novedad impuesta a la severa construcción del siglo XVI, puerta renacentista de columnas empotradas y vides suntuosas, de espíritu prolongado en las tumbas románticas que los ricos de Cholula mandaron colocar, hace un siglo, en este terreno sagrado: cruces de piedra con simulación de madera, ramos de piedra, cartas de piedra dirigidas al ausente y detrás los contrafuertes oscuros y las altas ventanas enrejadas y los niños descalzos que pasan en fila con sus catequistas armados de varas para pegar sobre las manos de los olvidadizos y las voces agudas que repiten. Tres personas distintas y un solo Dios verdadero.

Los niños aprenden a hincarse. Ofrecen copal y candelas, cruces cubiertas de oro y plata y pluma: ciriales labrados, con argentería colgando y pluma verde. Se reparte y ofrece la comida guisada, puesta en platos y escudillas. Los indios toman a sus animales entre los brazos cuando ascienden por las gradas a recibir la bendición, y se levanta una oleada de risas al ver los esfuerzos de un devoto por contener las patadas del cordero o sofocar los chillidos del marrano.

Avanzaron hacia la capilla real y yo apagué el cigarrillo en la suela del zapato. Isabel giró fingiendo que admiraba esa que originalmente fue una capilla árabe de arcadas abiertas en sus siete naves, en la que se representaban autos sacramentales frente al atrio lleno de indios que venían a aprender, deleitándose, los mitos de la nueva religión, y en realidad sólo querías ver si yo seguía allí y los dos nos escondimos detrás de las gafas negras. Ahora las naves habían sido tapiadas y la capilla tenía almenas, remates góticos y gárgolas de agua. Del viejo linaje arábigo sólo quedaban, por fuera, las cúpulas de hongo múltiples, con cuadros de cristal que dejaban pasar la luz al interior.

La larga capilla culminaba en una torre final, un campanario amarillo, y se penetraba en ella por un portón de madera con doble escudo: el de San Francisco, los brazos cruzados del indigente y el fraile; y el de las cinco llagas de Cristo, extraña rodela con cinco heridas estilizadas a la manera indígena, la mayor coronada de plumas y las gotas de sangre, siempre, como un puñado de moras silvestres.

Entraron en la capilla real.


Carlos Fuentes (México, 1928-2012)

La ilustración corresponde a la iglesia de nuestra señora de los Remedios en Cholula, Puebla.

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