Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

jueves, 24 de marzo de 2011

Sin táctica ni estrategia


A mediados de la década de los setenta, cuando me encontraba estudiando en la universidad, estaba de moda ser hippie o radical. No había lugar para los moderados -mucho menos para los conservadores-, y de inmediato se nos etiquetaba de revisionistas, como si fuera un insulto. En realidad esa fue la acusación con que Stalin emprendió al acoso de Trotsky. Hoy en día, casi cuarenta años después, lo vergonzoso sería simpatizar con el estalinismo.

Regresando al pasado, debió ser por iniciativa de uno de mis maestros que impartía alguna de las materias relacionadas con la literatura, tal vez René Avilés Fabila, que nos daba Literatura y Sociedad, el poeta Hugo Gutiérrez Vega con quien llevaba Literatura y Periodismo, o Gustavo Sáinz que tenía una adjunta llamada Lucy, y era lo mejor de su clase. No lo recuerdo con precisión puesto que a esa edad era lo que menos importaba, el caso es que una mañana suspendieron las clases para que pudiéramos acudir al salón más amplio de la facultad, porque habían invitado a Mario Benedetti a conversar con el alumnado.

Por entonces yo había leido los cuentos de La muerte y otras sorpresas, que era más o menos reciente (fue publicada en 1968) y Quién de nosotros, además de algunos poemas sueltos -todavía no había adquirido la costumbre de leer poesía con asiduidad-. Es decir, lejos de ser un experto en su obra, tampoco la desconocía. Por supuesto que no faltaron los que aprovecharon para evadir la charla y se fueron de pinta o a vagar por las llamadas islas, que se ubicaban en la zona posterior de la facultad.

Como no era una conferencia formal ni nada por el estilo, Benedetti improvisó algo, platicó un poco de lo que recién había escrito y nos propuso una sesión de preguntas y respuestas. De inmediato se apoderaron de la palabra aquellos que tenían mayor experiencia en asambleas y manejaban su típico lenguaje. Como era de suponerse, encaminaron lo que pudo ser un conversación sobre la experiencia de la creación literaria, las corrientes poéticas o las tendencias de la novela, para secuestrarla por los recovecos de lo que consideraban más importante: la situación política del tercer mundo (que entonces era un concepto recién acuñado), la explotación de América Latina, el imperialismo, el bloqueo a Cuba, y algunos disparates propios de la época. Los demás callamos respetuosos escuchando a Benedetti responderles lo que deseaban escuchar. Al salir del aula un reducido grupo a quienes nos interesaba más Benedetti el escritor, el poeta, nos quedamos a rumiar nuestra frustración. Una joven de la vecina facultad de Filosofía y Letras, de veras indignada, nos comentaba su rechazo. Cuando otro compañero muy arrogante de quien sólo recuerdo su apodo, la acusó, juzgó y condenó, en una misma frase: "¿Estudias Letras y todavía lees a Benedetti?".

Todo esto sucedió antes de que él apareciera en la película El lado oscuro del corazón, de Eliseo Subiela, o de que Serrat grabara un disco musicalizando algunos de sus poemas: "Una mujer desnuda y en lo oscuro tiene una claridad que nos alumbra". Hay quienes piensan que su obra es demasiado ligera, apropiada para adolescentes, por lo que cuando se incursiona en la lectura de autores más ambiciosos, se abandona a Benedetti de una vez por todas y para siempre. No ha sido mi caso. Hay cosas de él que me parecen disfrutables y otras que me siguen interesando. A menos que en el fondo siga siendo un adolescente, lo cual no me parece tan remoto.

Precisamente el poema con el que me permití formar el juego de palabras para dar su título al presente texto -considerando que a final de cuentas resultó una oportunidad malograda-, me sigue gustando: "Mi táctica es hablarte y escucharte, construir con palabras un puente indestructible..." Era, por cierto, el favorito de Jessica, a quien hace ya diez años que no veo -el tiempo es implacable, no cabe duda-.

Y pensar que platicamos con Benedetti de asuntos que ahora ni siquiera recuerdo pero que suponíamos trascendentes, pudiendo aprovechar la ocasión para ocuparnos de poemas y novelas. ¡Qué desperdicio!

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