Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

lunes, 28 de marzo de 2011

Juan Rulfo: páginas del purgatorio


Había leído por primera vez Pedro Páramo como una encomienda escolar durante mi adolescencia. No fue, sin duda, la mejor manera de ingresar al universo de ánimas atormentadas de Juan Rulfo. Recuerdo que por aquella época Javier Herrera, uno de mis compañeros y amigo inseparable, se quejaba no sólo de que no le había gustado, sino de que su lectura había sido una auténtica condena. Sería justo aclarar que Javier no era un mal lector -mucho menos si se toma en cuenta nuestra edad-, e ignoro si habrá mantenido su fobia hacia la obra o la habrá modificado con el tiempo, como me sucedió a mí, que había expresado mi solidaridad incondicional con su opinión.

Cuando la leí de nueva cuenta, bajo la perspectiva ávida de mi formación posterior, en la universidad, quedé deslumbrado. Claro, para entonces ya intentaba escribir mis primeros cuentos -incluso con uno de ellos había obtenido un premio en Argentina-, y estaba mucho más consciente de las dificultades que implicaba la creación literaria, con mayor razón una novela tan compleja con esa atmósfera onírica que oscila entre la realidad, la culpa y los empeños del olvido. Recuerdo que en alguna ocasión Hugo Gutiérrez Vega, en una de sus clases, nos señalaba que hay libros fáciles y libros difíciles. Se me quedó muy grabado. Creí comprenderlo y con el tiempo elaboré mi propia teoría al respecto suponiendo que dicha denominación tendría que referirse a los dos aspectos, tanto al proceso creativo como a su lectura posterior. Lo cual nos permitiría separar entre el concepto del esfuerzo que exigen a su autor o el que requieren de su correspondiente lector. Por ejemplo, Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, fue una obra muy difícil de escribir: las primeras versiones fueron rechazadas por los editores y le tomó alrededor de una década concluirla. Su correspondiente lectura resulta, a la vez, muy demandante. En cambio Pedro Páramo no me parece, a pesar de su intrincada naturaleza, una obra de lectura difícil. Tratar de analizarla, en cambio, sí lo es.

Sin embargo, una forma esquemática de abordarla sería considerando que sus personajes han muerto y son ánimas en el purgatorio de sus propios recuerdos. Fue precisamente esto lo que inspiró un párrafo de mi novela Decir adiós es morir un poco:

Otras mitologías como la griega y la alemana, están pobladas por personajes ficticios para explicar el génesis de su propia raza. Los mexicanos hemos poblado la nuestra con muertos reales: héroes sacrificados y villanos traidores. Morelos e Iturbide, Sierra y Díaz, Madero y Huerta, todos juntos por un solo boleto, con el deambular cotidiano de sus almas en pena entre los vivos, como páginas de Pedro Páramo en este purgatorio colectivo en que hemos convertido la patria. Somos un rencor vivo por el olvido en que nos tuvo... y todavía nos tiene. Olvidados. Los Olvidados ¿de Dios? ¿Un pueblo con tanta fe?

Lo dramático y a la vez exasperante de los personajes en la novela de Rulfo es que ya han perdido la fe:

- ¿Verdad que la noche está llena de pecados, Justina?

- Sí, Susana.

- ¿Y es verdad?

- Debe serlo, Susana.

- ¿Y qué crees que es la vida, Justina, sino un pecado? ¿No oyes? ¿No oyes cómo rechina la tierra?

- No, Susana, no alcanzo a oir nada. Mi suerte no es tan grande como la tuya.

Para más adelante concluir ese mismo diálogo:

- ¿Tú crees en el infierno, Justina?

- Sí, Susana. Y también en el cielo.

- Yo sólo creo en el infierno -dijo. Y cerró los ojos.

Tal vez el fragmento más explícito, es cuando Juan Preciado dice: "Por eso es que ustedes me encontraron muerto (...) Ya te lo dije desde un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi padre. Me trajo la ilusión." A lo que Dorotea le responde:

- ¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así, sino una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido para guardarlo me dio Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que tuve, llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de reojo, como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño...

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