Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 26 de octubre de 2022

Otoño: LA BROMA, de Milan Kundera


(Fragmento)
 
El otoño en octubre...

Como para escarnio, de pronto mejoró la temperatura, el cielo estaba azul y el mes de octubre se puso precioso. Las hojas de los árboles eran de colores y la naturaleza (la mísera naturaleza de Ostrava) festejaba la despedida del otoño con un éxtasis enloquecido. No podía dejar de considerarlo un escarnio porque no llegaba ninguna respuesta a mis desesperadas cartas y junto a la alambrada únicamente se detenían (bajo un sol provocativo) gentes horriblemente ajenas. Al cabo de unas dos semanas recibí devuelta una de mis cartas; la dirección estaba tachada y con un lápiz de tinta habían añadido: el destinatario cambió de domicilio.
 
Me quedé horrorizado. Desde mi último encuentro con Lucie me había repetido mil veces a mí mismo todo lo que entonces le dije y lo que ella me dijo a mí, cien veces me maldije y cien veces me justifiqué ante mí mismo, cien veces me convencí de que había perdido a Lucie para siempre y cien veces me convencí de que Lucie me com- prendería y sabría perdonarme. Pero la nota del sobre sonaba como una condena.
 
Era incapaz de controlar mi intranquilidad y al día siguiente hice una locura. Digo locura, pero en realidad no fue nada más peligroso que mi anterior huida del cuartel, de modo que el calificativo de locura es más bien producto de su posterior fracaso que del riesgo. Sabía que Honza lo había hecho antes que yo, cuando estuvo liado con una búlgara cuyo marido trabajaba por las mañanas. Así que lo imité: llegué por la mañana con los demás a la galería, cogí la contraseña, la lámpara, me manché la cara de hollín y me despisté disimuladamente, corrí al internado de Lucie y le pregunté a la portera. Me enteré de que Lucie se había ido hacía unos catorce días con un maletín en el que metió todas sus pertenencias; nadie sabe a dónde fue, no le dijo nada a nadie. Me asusté: ¿no le habrá pasado nada? La portera me miró e hizo un gesto despectivo con la mano: «Qué va, estas eventuales suelen hacerlo. Llegan, se van, no le dicen nada a nadie». Fui hasta su empresa y pregunté en el departamento de personal; pero no averigüé nada más. Anduve dando vueltas por Ostrava y regresé a la mina al final del turno, para mezclarme con mis compañeros que salían del pozo; pero seguramente se me escapó algo del método que empleaba Honza para este tipo de fugas; me descubrieron. A las dos semanas estaba ante un tribunal militar; me cayeron diez meses por deserción.
 
Sí, fue aquí, en el momento en que perdí a Lucie, donde en realidad comenzó esa larga época de desesperanza y vacío, en cuya imagen se me convirtió por un momento el turbio escenario periférico de mi ciudad natal, a la que he venido a hacer una breve visita. Sí, a partir de aquel instante comenzó todo: durante los diez meses que pasé en la cárcel se murió mi madre y yo ni siquiera pude asistir al entierro. Luego regresé a Ostrava con los negros y estuve otro año entero en el servicio. En esa época firmé el compromiso de quedarme, después de la mili, tres años trabajando en las minas, porque corrió la noticia de que los que no firmasen se quedarían en el cuartel algún año más. Así que seguí de minero otros tres años, ya de civil.
 
 
Milan Kundera (escritor checo nacionalizado francés, 1929).

La ilustración corresponde al parque Landek durante el otoño en Ostrava, República Checa.

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