(Fragmento del capítulo XIII: El camino a Silistra)
Tal era el nombre dado a un delicioso prado cubierto de hierba en el valle del monasterio, rodeado de ramificados sauces y altos nogales y olmos, aunque ya era finales de otoño, este dulce y umbrío lugar aún conservaba intacto todo su verdor y frescura, como la isla de Calipso donde reinaba la eterna primavera. se podían ver, al norte de este feliz valle, dos picos de los Montes Balcanes entre los que se extendía la cordillera principal, con sus agudos precipicios y rocas dentadas, debajo de las cuales murmuraba y centelleaba el riachuelo. La fresca brisa de la montaña avivaba suavemente las hojas y acercaba el olor de los Balcanes y el murmullo de los molinos. Al otro lado brillaban los lechos secos y blanquecinos de los torrentes que las inundaciones invernales habían excavado y vaciado. El sol estaba en su punto más alto y sus rayos, atravesando los árboles, llovían sobre la hierba una lluvia de copos temblorosos, redondos y dorados.
Una frescura y una quietud maravillosas reinaban en aquel lugar poético, que
sin embargo llevaba un nombre tan prosaico como inexacto. Porque ningún camino,
ni a Silistria ni a ninguna otra parte, había atravesado nunca el prado
solitario, que anidaba tan graciosamente bajo la inaccesible Stara
Planina. No debió su designación a su situación geográfica, sino a una
circunstancia totalmente diferente y, por así decirlo, histórica.
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