Regresa la primavera a Vancouver.

sábado, 10 de octubre de 2020

Epidemias: ANTONINA, o LA CAÍDA DE ROMA, de Wilkie Collins

"... cuando la hambruna desembocaba velozmente en epidemia y muerte."

(Fragmento del capítulo XXI: Padre e hija)

Aunque a primera vista parece abandonada en la mañana que ahora nos ocupa, la casa de Numeriano no está deshabitada. En uno de los dormitorios, tendido en su lecho sin nadie que vele a su lado, yace el amo de la pequeña vivienda. Lo vimos por última vez mezclado con la hambrienta congregación de la Basílica de San Juan de Letrán, buscando aún a su hija en medio de la confusión causada por la distribución pública de alimentos durante la primera etapa de los infortunios que asolaban a Roma. Desde entonces, se ha afanado y ha sufrido mucho, y ahora han llegado al fin las horas de desvalida soledad tan constantemente temidas, el día tan diferido de la postración.

Desde los primeros períodos del asedio, cuando todo a su alrededor en la ciudad sufría cambios cada vez más terribles; cuando la hambruna desembocaba velozmente en epidemia y muerte; cuando las esperanzas y los propósitos humanos menguaban y desfallecían gradualmente con cada día transcurrido, sólo él permanecía fiel a una sola labor, animado por un solo objetivo; era el único de sus conciudadanos al que ningún suceso externo podía influir para bien o para mal, para hacerle concebir esperanzas o inspirarle temor.

En cada calle de Roma, a todas horas, en medio de cualquier clase de personas, se le veía constantemente enfrascado en la misma búsqueda sin esperanzas. Cuando la multitud irrumpió furiosa en los graneros públicos para hacerse por la fuerza de las últimas reservas de grano acaparadas para consumo de los ricos, él estaba a sus puertas observando a los que salían. Cuando manzanas de casas fueron abandonadas por todos menos los muertos, se le vio adentro, de ventana en ventana, buscando en cada habitación su tesoro perdido. Cuando algunos, en los primeros días de la peste, unieron sus esfuerzos en un vano intento por arrojar al otro lado de las majestuosas murallas los cuerpos que cubrían las calles de la ciudad, se mezcló con ellos para escudriñar los rígidos rostros de los muertos. En parajes solitarios, donde el padre que aún no había sido privado de sus afectos se esforzaba por llevar a su hijo agonizante para que no muriera en el camino desierto, sino al amparo de un techo; donde la esposa, fiel aún a sus deberes, recogía el último aliento de su esposo con muda desesperación, se le veía pasar y mirar a todos por un breve instante con ojos atentos y tristes. Pero fuera donde fuera, y viera lo que viera, ni pedía consuelo ni recababa ayuda. Marchaba adelante, como un peregrino en su senda solitaria, como un observador a quien nadie observara, en busca de una dádiva que sólo él anhelaba.

Cuando la hambruna comenzó a hacerse sentir en la ciudad, pareció no advertir su llegada; no hizo ningún esfuerzo por procurarse de antemano las provisiones que le garantizaran el sustento durante unos días; si asistió a las primeras distribuciones públicas de comida, fue para proseguir la búsqueda de su hija entre la multitud que lo rodeaba. Habría sido una de las primeras víctimas del hambre, de no haberse encontrado en su deambular solitario con algunos miembros de la congregación que su piedad y su elocuencia reunieran antaño.

Esas personas, a cuyas súplicas de que suspendiera su búsqueda sin esperanzas siempre respondía con el mismo rechazo firme y paciente, vigilaron atentamente sus pasos y proveyeron preocupados sus necesidades. Le llevaron invariablemente a la casa una ración de las provisiones que conseguían. Se acordaban de su maestro en su hora de aflicción, como lo reverenciaran en los días de su vigor; se afanaban tanto por preservar su vida como lo hicieran para sacar provecho de la instrucción que les brindaba; si antes lo escuchaban como discípulos, ahora lo atendían como hijos.

Pero estaba escrito que sobre esa, al igual que sobre todas los demás acciones dictadas por la bondad humana, el hambre ejerciera gradual e ineluctablemente su dominio. La provisión de alimentos reunida por la congregación disminuía considerablemente con cada día que pasaba. Cuando la peste hizo su tenebrosa aparición, el número de los que visitaban al afligido maestro en su hogar o de los que lo seguían por las calles lúgubres comenzó a decrecer fatalmente. Y entonces, cuando los comestibles que lo sostuvieran y la atención dedicada a él disminuyeron, las energías del infeliz padre, sometidas a tan dura prueba, comenzaron a disminuir cada vez con mayor rapidez.

Wilkie Collins (Inglaterra, 1824-1889).

(Traducida al español por Esther Pérez).

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