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lunes, 5 de octubre de 2020

Epidemias: MEMORIAS DE ULTRA- TUMBA, de René de Chateaubriand

"... a encrucijadas, cuyo suelo estaba cubierto de enfermos y moribundos tendidos en colchones..."

Pestes

(Fragmento)

En la época de la peste de Atenas, el año 431 antes de nuestra era, habían ya asolado al mundo veinte y dos grandes pestes. Los atenienses se figuraron que habían sido envenenados los pozos; figuración popular renovada en todos los contagios. Tucícides nos ha dejado una descripción del azote de Ática, copiada entre los antiguos por Lucrecio, Ovidio, Virgilio, Lucano, y entre los modernos por Boccaccio y Manzoni. Es digno de notarse que con motivo de la peste de Atenas no habla Tucídides una palabra de Hipócrates, así como tampoco nombra a Sócrates hablando de Alcibiades. Aquella peste atacaba primero a la cabeza, bajaba al estómago, de allí a las entrañas, y por último a las piernas: si salía por los pies, después de haber recorrido todo el cuerpo como una larga serpiente, se sanaba. Hipócrates le llamó el mal divino, y Tucídides el fuego sagrado; ambos lo miraron como el fuego de la cólera celeste.

Una de las pestes más espantosas fue la de Constantinopla en el siglo V, bajo el reinado de Justiniano. El cristianismo había modificado ya la imaginación de los pueblos y dado nuevo carácter a una calamidad, así como había cambiado la poesía: los enfermos creían ver vagar espectros alrededor de ellos y oír voces amena- zadoras.

La peste negra del siglo XIV, conocida con el nombre de la muerte negra, tuvo su origen en la China: se creía que corría bajo la forma de un vapor de fuego, esparciendo un olor pestífero. Se llevó las cuatro quintas partes de los habitantes de Europa.

En 1575 cayó sobre Milán el contagio que hizo inmortal la caridad de San Carlos Borromeo. Cincuenta años después, en 1629, aquella infortunada ciudad fue nuevamente visitada por las calamidades de que Manzoni ha hecho una pintura muy superior al cuadro de Boccaccio.

En 1660 se renovó el azote en Europa, y en estas dos pestes, de 1629 y 1660, se reprodujeron los mismos síntomas de delirio de la peste de Constantinopla.

«Marsella -dice M. Lemontey- salía en 1720 del seno de las fiestas que habían señalado el paso de la señorita de Valois, casada con el duque de Módena. Al lado de aquellas galeras, adornadas todavía de guirnaldas y cargadas de músicos, flotaban algunos buques que traían de Siria la calamidad más terrible.»

El buque fatal de que habla M. Lemontey presentó una patente limpia, y fue admitido por un momento a plática. Ese momento bastó para infestar la atmósfera; una tempestad acrecentó el mal, y se difundió la peste entre truenos.

Se cerraron las puertas de la ciudad y las ventanas de las casas. En medio del silencio general se oía de vez en cuando abrirse una ventana y caer un cadáver: las paredes se manchaban con su sangre gangrenada, y los perros sin dueño lo aguardaban abajo para devorarlo. En un barrio en el que habían perecido todos sus habitantes fueron tapiados a domicilio, como para impedir a la muerte que saliese. De esas calles de grandes sepulcros de familias se pasaba a encrucijadas, cuyo suelo estaba cubierto de enfermos y moribundos tendidos en colchones y abandonados sin socorro. Esqueletos medio podridos yacían al lado de viejos harapos manchados de barro: otros cuerpos permanecían de pie, apoyados contra las paredes, en la misma actitud en que los había sorprendido la muerte. 

(…)

Cuando el contagio comenzó a ceder, M. de Belzunce, al frente de su clero, se trasladó a la iglesia de los Accoules: subido sobre una explanada, desde donde se veía a Marsella, los campos, los muertos y el mar, dio la bendición, como el Papa en Roma bendice la ciudad y el mundo. ¿Qué mano más poderosa ni más pura podía hacer bajar sobre tantas desgracias las bendiciones del cielo?


François René vizconde de Chateaubriand (Francia, 1768-1848).

La ilustración corresponde a La devoción de monseñor de Belzunce durante la peste de Marsella en 1720,
de Nicolas André Monsiau.

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