Regresa la primavera a Vancouver.

miércoles, 1 de julio de 2020

Epidemias: ¡VÁMONOS CON PANCHO VILLA!, de Rafael F. Muñoz


"... en torno del vagón 7121 se hacía un círculo de vacío y de silencio."

(Fragmentos del capítulo Una hoguera)

En un rincón, sobre un camastro de ramas y hojas cubierto con un cobertor rojo, Perea está acostado. Frente a él, sentado a distancia en un cajón de parque, el viejo Tiburcio le mira en silencio; de cuando en cuando se le acerca, toma un puñado de algodón y la limpia cuidadosamente la cara, quitándole un pus verdusco que le mana de centenares de vejigas que se le abren en la piel lívida.

- ¿Te sientes bien, Máximo?

Un quejido era la única respuesta. Perea ardía en calentura, repentinamente atacado de corrosiva viruela, en plena marcha, lejos de los carros del servicio sanitario, en que había todo lo bueno para curar una herida, mas no para combatir una epidemia, y de donde no pudieron enviar sino unos rollos de algodón y una botella de líquido desinfectante.

Ante el enfermo, el viejo Tiburcio se encorvaba, mirándolo fijamente, como si quisiera contar los puntos purulentos y saber si eran menos o más; dos días y dos noches había pasado cuidándolo, solos en el carro que los demás soldados abandonaron por miedo al contagio. Desde lejos se sabía cuál era el vagón en que la peste se había declarado, porque hasta el techo estaba desierto; sólo unos cuantos audaces habían permanecido en él, durante las primeras horas de la enfermedad de Perea, hasta que vino la orden de aislarlo. Durante los altos, y en las noches que la cadena de trenes se detenía, en torno del vagón 7121 se hacía un círculo de vacío y de silencio.

()

- No hay remedio para él, Tiburcio, y ahorita mismo vamos a tomar una medida…

El viejo se quedó mirando a Urbina con una expresión de impaciencia. La noche se había extendido sobre la llanura y los trenes quedaron prisioneros de la penumbra, débilmente iluminados por las fogatas de los vivaques, que formaban una sucesión de hogueras paralela a la línea férrea, y en las que crepitan las contorsionadas ramas de los mezquites.

El jefe, meditando, se pasaba la mano por la mejilla mal afeitada; luego se frotaba la nuca como si creyera así ayudar a su cerebro para encontrar una solución a tan serio conflicto. Se abrochó la cazadora, volvió a desabotonarla y metió los pulgares en el cinturón de la pistola. Y todos presentían de él una cruel orden.

- ¿Dicen que hay peligro de que a todos les den las viruelas?

- Indudablemente, mi general, pues el mal es de tal manera infeccioso que…

Con un ademán de su brazo torpe, Urbina indicó silenció. A la misma hora, las trompetas entonaban la retreta lánguida, ordenando a las tropas el descanso. En torno al carro donde Máximo Perea deliraba había un círculo de silencio y de sombra. Tiburcio, arrastrando los pies, se encaminó hacia uno de los médicos.

- ¿No tiene remedio?

- Con los elementos que tenemos aquí no hay esperanza.

El viejo se oprimió la frente con la diestra, sosteniendo una intensa batalla interior, titubeó un momento y dirigiéndose a Urbina en tono decidido, habló:

- General, comprendo que estamos en situación muy difícil… En plena campaña no es lo mismo que en cualquier otra parte. Usted es el jefe por órdenes de mi general Villa; disponga, pues, lo que debe hacerse, que seré yo mismo quien lo cumpla.

- Pues ya ve usted lo que dijo el doctor: Perea no tiene remedio. Lo mejor que podemos hacer es evitar que otro se enferme. Todo debe desaparecer, su ropa, sus cobijas, sus armas…

- ¿Desaparecer? No entiendo…

- El general indica la solución acertada: es necesario la cremación del cuerpo y de todos los objetos.

Tiburcio no entendió

.- ¿Qué dice?

- Hay que incinerar el cuerpo.

- ¡Quemarlo, hombre, quemarlo!

- ¿Así como está? ¿Vivo?

- En estos momentos debe de estar insensible, porque las altas temperaturas…

- Pero ¿quemarlo vivo? ¿Qué, se han vuelto ustedes locos? -Su carne se puso de color de tierra; agitó los brazos, como si quisiera disipar aquellas frases que aún escuchaba distintamente. De vez en cuando, el fogón de un vivac cercano le iluminaba la cara; su bigote blanco parecía de cristal, y sus ojos brillaban como carbones encendidos-. ¿Éste es el premio a un soldado de la Revolución? ¿Es éste un ejército de hombres o una tropa de perros? -Llegó a levantar la mano con el puño cerrado haciendo vibrar la más terrible de las amenazas. Entonces Urbina se paró frente a él, convertido en amo de hombres.

- ¡No se me discute! La vida de un hombre, quienquiera que sea, no vale nada si se salva el peligro de una epidemia. ¿No ves que a todos les va a entrar el miedo? Sobre todo, aquí mando yo, y si tú te me opones, me vienes muy flojo. ¿Oíste? ¿Qué te estás creyendo, que porque el compadre Villa te tolera que le hables de tú a tú, todos vamos a hacer lo mismo? Aquí no hay más pantalones que los míos, y por ellos me paso a media humanidad… Así es que véle jalando… ¡Vaya! ¡Cuádrese, y obedezca la orden!

Rafael Felipe Muñoz (México, 1899-1972).

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