"Cuando uno de ellos por fin alcanza a la abeja reina, ésta le arranca los órganos sexuales sin miramiento alguno."
Conforme una relación se torna obligatoria, adquiere visos de rutina para perder su original vocación erótica y sobreviene, sin paliativos, la infidelidad. Los cisnes son fieles porque desconocen otra condición. Su fidelidad es intuida, no deliberada. Nosotros, en cambio, debemos decidir en qué momento y a quién le seremos fieles. Es un acto racional y volitivo. Uno nunca "se enamora de alguien" como un mandato del corazón, sino que decide enamorarse cuando la razón abre la puerta y concede el margen para que esto suceda. Por eso la fidelidad se da pero no se debe impetrar. Es prerrogativa de quien ha decidido entregarla en tanto que resulta inútil exigirla. Sólo podrá recibir a cambio la promesa verbal sin su correspondiente anuencia epidérmica.
La única eternidad posible para la expresión amorosa se obtiene durante la efímera culminación del acto sexual. Por eso hay que gozarlo como si cada orgasmo fuera el último de nuestra vida, cual hipotéticos zánganos a los que la naturaleza sólo les confiere el instinto del placer pero nunca la experiencia del mismo. No hay sementales entre los de su especie, ni pueden ser testigos de su progenie, puesto que su ensayo procreativo es irrepetible, evocan aquella canción de Lara: "Solamente una vez". Cuando uno de ellos por fin alcanza a la abeja reina, ésta le arranca los órganos sexuales sin miramiento alguno. La crueldad de la campamocha, la rezadora, María Palito, llega aún más lejos: devora al macho, literalmente, en pleno acto sexual. "Doña campamocha -diría Octavio Paz- se come en escamocho el miembro mocho de don campamocho." Si las relaciones sexuales entre los seres humanos se merecieran un capítulo de Animal Planet, ¿cómo nos presentarían? ¿Asegurando que macho y hembra copulamos como cualquier mamífero? ¿O que ellas, cual voraces campamochas, nos devoran por completo? Hasta dejarnos exprimidos, vacíos. Sin fuerza ni energía, sin casa ni automóvil, porque después del divorcio cargan con todo. Como si por el sólo hecho de ser detentadoras del monopolio vaginal tuviéramos que recompensarlas aun a costa de lo que nos ha remunerado nuestro trabajo, el talento desplegado a lo largo de una trayectoria. Éramos antes de que aparecieran en nuestra vida y seguiremos siendo cuando se vayan. Entonces, ¿por qué pagar un precio tan alto por su ausencia?
Y todo este circunloquio para evadir una certeza sobre Diana: admites su infidelidad y tu falta de argumentos para impedirla. En el fondo, es porque tu peor enemigo, ese implacable católico que llevas en tu interior, ha expoliado un sentimiento de culpa por lo que todavía no sucede entre Karina y tú. No es motivo de orgullo, pero debes aceptar que el deseo sexual es lo que te mantiene vivo. Resulta tan claro, que cualquier sicoanalista freudiano te reconocería como paradigma de las teorías de su maestro.
Jules Etienne
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