Regresa la primavera a Vancouver.

jueves, 14 de abril de 2011

Eduardo Galeano, unos renglones sobre Tampico y ¡qué descaro de jurado!



Hace exactamente dos años, a mediados de abril de 2009, durante una reunión de mandatarios del continente, en la isla de Trinidad y Tobago, el controvertido Hugo Chávez le obsequió un libro a Barack Obama. Al día siguiente los cables noticiosos consignaban con sopresa que el citado libro había pasado del lugar 54,925 en ventas al sexto en un lapso de veinticuatro horas, lo cual le confiere una marca muy especial difícil de superar. Me recuerda, en cierta medida, lo acontecido en los años sesenta, cuando el presidente Kennedy, admitió en una entrevista que su lectura favorita eran las novelas de espionaje de Ian Fleming, protagonizadas por el entonces desconocido James Bond. Las consecuencias las podemos ver todavía en la actualidad. El regalo de Chávez fue una edición de La venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, que se publicó por primera vez en 1973. Ensayo que cuestiona de manera muy directa las consecuencias que la intervención, tanto estadounidense como europea, ha acarreado para dicha región. En mi época de estudiante era un libro de moda y lectura obligatoria.

Con el tiempo, a principios de la década de los noventa, me encontraba dirigiendo una revista de cine llamada Primer Plano, aventura en la que me acompañaba mi amigo Eduardo Marín Conde como subdirector. Como un paréntesis aprovecho para señalar que ha sido para mí un privilegio gozar de su amistad, el año pasado estuvo de visita en Vancouver -para definir de la manera más suscinta a Eduardo, puedo decir que es el amigo más leal que se pueda tener-. Durante nuestra experiencia con la revista, que no fue muy productiva en términos monetarios pero una de las más estimulantes y divertidas que he tenido a lo largo de mi vida, en alguna ocasión nos invitaron al festival de cine de Cartagena, Colombia. Como la revista no estaba en condiciones de costear el viaje de ambos, cada uno consiguió colocar colaboraciones en dos diarios: yo lo haría para el hoy desaparecido El Heraldo de México, gracias a mi amistad con Mauricio Peña, en tanto que Eduardo lo haría para el periódico deportivo Esto, aprovechando las relaciones de su padre, Fausto Marín, quien era un periodista muy respetado, director de El Sol de Hidalgo.

Una vez instalados en el hotel Caribe, de Cartagena, se nos unió Paul Lenti, un entrañable amigo, ya fallecido, quien radicaba en Nueva York y tenía a su cargo la sección latinoamericana para la influyente publicación de espectáculos Variety. Ahí nos enteramos de que se trataba de un festival al que acudían más escritores e intelectuales que estrellas de cine. Teníamos la oportunidad de desayunar en la mesa adjunta a la de Gabriel García Márquez, presidente honorario vitalicio del festival, y su amigo Carlos Fuentes. Con ellos se reunió en algunas ocasiones el presidente del jurado: Eduardo Galeano. Cuando el evento concluyó, no pudimos permanecer en el festejo de clausura por el horario de nuestro vuelo, ya que teníamos que hacer conexión en Bogotá para regresar a la ciudad de México. Recuerdo que Eduardo iba bastante indignado porque se le había otorgado el premio principal, la India Catalina de Oro, a la película cubana Mascaró, que a ambos nos había parecido un trabajo más bien mediocre. Cada uno entregó en sus repectivos periódicos la nota final comentando los premios y Eduardo manifestaba su desacuerdo con la decisión del jurado presidido por su tocayo Galeano. En el diario Esto, la persona responsable de asignar los encabezados a las notas, "el cabeceador" en la jerga periodística, tituló su artículo con un contundente y llamativo: "¡Qué descaro de jurado!". Eduardo se reía mucho de eso pero el caso es que nunca más nos volvieron a invitar al festival. Lo cual fue una lástima porque Cartagena es un lugar que disfruté de veras.

Para regresar con Las venas abiertas de América Latina y sus referencias a Tampico, que son el verdadero pretexto para justificar los párrafos anteriores, en sus páginas se reproduce el testimonio de Smedley D. Butler, un comandante de los marines en el retiro, quien admitía: "Y durante toda ese período me pasé la mayor parte del tiempo en funciones de pistolero de primera clase para los Grandes Negocios, para Wall Street y los banqueros. En una palabra, fui un pistolero de primera clase... Así, por ejemplo, en 1914 ayudé a hacer que México y en especial Tampico, resultasen una presa fácil para los intereses petroleros norteamericanos." Y más adelante, Galeano se vuelve a ocupar del asunto, con motivo de la expropiación petrolera: "El presidente Lázaro Cárdenas había nacionalizado las empresas, Nelson Rockefeller, que en 1930 se había graduado de economista escribiendo una tesis sobre las virtudes de su Standard Oil, viajó a México para negociar un acuerdo, pero Lázaro Cárdenas no dio marcha atrás. La Standard y la Shell, que se habían repartido el territorio mexicano atribuyéndole a la primera el norte y a la segunda el sur, no sólo se negaban a aceptar las resoluciones de la Suprema Corte en la aplicación de las leyes laborales mexicanas, sino que además habían arrasado los yacimientos de la famosa Faja de Oro a una velocidad vertiginosa, y obligaban a los mexicanos a pagar, por su propio petróleo, precios más altos que los que cobraban en Estados Unidos y en Europa por ese mismo petróleo. En muy pocos meses, la fiebre exportadora había agotado brutalmente muchos pozos que hubieran podido seguir produciendo durante treinta o cuarenta años. Le habían quitado a México -escribe O'Connor- sus depósitos más ricos, y sólo le habían dejado una colección de refinerías anticuadas, campos exhaustos, las pobrerías de la ciudad de Tampico y recuerdos amargos."

Este antecedente me permitirá ocuparme, más adelante, de un par de novelas de autores estadounidenses que mencionan a Tampico durante la época del auge petrolero: Paralelo 42, de John Dos Passos y Tampico, de Joseph Hergesheimer.



La ilustración corresponde a una fotografía de Eduardo Galeano en su casa de Montevideo.

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