Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

sábado, 14 de agosto de 2010

Payasos: EL HOMBRE ATADO, de Ilse Aichinger


(Fragmento)
 
Bajo la luz matinal, el domador de fieras que acampaba con su circo en las afueras del pueblo, observó al maniatado, que venía por el camino con la mirada reflexiva dirigida hacia el suelo. Vio que se detuvo y extendió la mano hacia algo. Dobló las rodillas, extendió un brazo para mantener el equilibrio, levantó del suelo con el otro una botella de vino vacía, se enderezó y la puso en alto. Se movía con lentitud para evitar que la cuerda lo volviera a cortar, pero al dueño del circo le parecía una constricción voluntaria de una gran velocidad. La gracia inconcebible de los movimientos lo fascinaron, y mientras el maniatado todavía buscaba con la mirada una piedra con qué romper la botella para cortar la cuerda con el gollete roto, el dueño del circo se acercó a él cruzando la pradera.  Ni los saltos de sus panteras más jóvenes lo habían cautivado de tal manera. “¡He ahí al maniatado!”.
 
Ya sus primeros movimientos provocaron tal aplauso que de la excitación se le subió la sangre a las mejillas al domador de fieras apostado en la orilla de la arena. El maniatado se irguió. Su propia sorpresa era siempre de nuevo la de un cuadrúpedo que se levanta. Se arrodillaba, se ponía de pie, saltaba y hacía la rueda. La admiración de los espectadores se debía al parecido con un ave que se queda voluntariamente en la tierra y se limita a prepararse para el vuelo. Los que iban, lo hacían por el maniatado: sus ejercicios de escolar, sus pasos y saltos ridículos hicieron que se pudiera prescindir de los acróbatas. Su fama creció de pueblo en pueblo, pero sus movimientos eran siempre los mismos, pocos movimientos, en el fondo corrientes, los cuales tenía que practicar una y otra vez de día dentro de la carpa en penumbra para conservar la ligereza dentro de la atadura. Como se quedaba totalmente dentro de ella, se liberaba también de ella, y como no lo encerraba, le daba alas y orientaba sus saltos, como los golpes de ala de las aves de paso cuando emprenden el vuelo durante el calor del verano y, titubeando, aun trazan pequeños círculos en el cielo.
 
Los niños de los alrededores ya sólo jugaban “El Maniatado”. Se amarraban unos a otros, y una vez la gente del circo encontró en una zanja a una niñita que estaba maniatada hasta el cuello y no podía respirar. La liberaron, y esa noche el maniatado les habló a los espectadores después de la función. Explicó brevemente que una atadura que no permitía saltos, no tenía sentido. De ahí en adelante, también hizo de payaso.
 
 Ilse Aichinger (Alemania, 1921)

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