"... el payaso filarmónico que tocaba Jimmy the Tiger con botellas y dirigía un grupo de liliputienses."
"Nadie en el mundo entiende a un payaso, ni siquiera otro payaso."
Heinrich Böll
Oskar Matzerath, protagonista de El tambor de hojalata, de Günter Grass, mantiene un extenso vínculo con los payasos a lo largo de la novela: "Mi deuda con el circo es por el gusto con que vi las representaciones infantiles y por el encuentro, para mí tan importante, con Bebra, el payaso filarmónico que tocaba Jimmy the Tiger con botellas y dirigía un grupo de liliputienses." Incluso Bebra se refiere a él como un colega de profesión, cuando le dice: "Excelente Óscar, haga caso a un colega experimentado. Nosotros no debemos estar nunca entre los espectadores. Nuestro lugar está en el escenario o en la arena. Nosotros somos los que hemos de llevar el juego y determinar la acción, pues en otro caso son ellos los que nos manejan, y suelen tratarnos muy mal."
Termina por integrarse al grupo circense y con ellos tiene la oportunidad de viajar por primera ocasión en tren:
"- ¡Al fin llegó nuestro virtuoso del tambor! -exclamó el capitán y payaso musical. Y luego, recomendándonos mutuamente cuidado, hicimos a tientas el camino sobre los rieles y agujas, nos extraviamos entre los vagones de carga de un tren en formación hasta que encontramos, finalmente, el tren que traía del frente a los soldados con licencia, y en el que se había reservado un compartimiento especial al Teatro de Campaña de Bebra. Óscar tenía ya en su haber varios viajes en tranvía, y ahora iba a viajar en el tren. Al introducirme Bebra en el compartimiento, la Raguna levantó la vista de una labor cualquiera de aguja, me sonrió y me besó, sonriendo, la mejilla. Y sin dejar de sonreír y sin apartar por ello los dedos de su labor, me presentó a los miembros restantes del Teatro de Campaña, los acróbatas Félix y Kitty. La rubia Kitty, de un rubio color de miel y de piel algo gris, no estaba desprovista de en- cantos y tendría aproximadamente la talla de la Signora. Su acento ligeramente sajón aumentaba todavía su encanto. El acróbata Félix era sin duda alguna el más alto de la compañía. Medía por lo menos sus buenos ciento treinta y ocho centímetros. El pobre se acongojaba por su talla excesiva, y la aparición de mis noventa y cuatro centímetros no hizo sino aumentar su complejo."
Hans Schnier, el payaso de la novela de Heinrich Böll, no sólo también viaja en tren, sino que constituye una de sus rutinas cómicas:
"Soy un payaso de profesión designada oficialmente como «cómico», no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida; puesto que frecuentemente vuelvo a ensayar dicho número en el tren (consta de más de seiscientos mutis, cuya coreografía debo tener naturalmente presente), es evidente que de vez en cuando cedo a mi propia fantasía: entro de manera precipitada en un hotel, busco con la vista el cuadro de salida de trenes, lo descubro al fin, subo o bajo corriendo las escaleras, para no perder mi tren..."
Opiniones de un payaso concluye precisamente en la estación del tren. Su protagonista, desencantado y cínico, afirma que la filosofía de Kierkegaard resulta muy "útil para para un payaso en ciernes", y aborda el tema de las religiones con un sarcasmo implacable:
"- Los católicos me ponen nervioso -dije-, porque juegan sucio.
- ¿Y los protestantes? -preguntó riendo.
- Me irritan con su manoseo de las conciencias.
- ¿Y los ateos? -seguía riéndose.
- Me aburren porque siempre hablan de Dios.
- ¿Y qué es usted, pues?
- Soy un payaso -dije-, de momento, superior a mi fama..."
Respecto a su propio rostro, oculto por su caracterización cotidiana, hay un párrafo en el que queda expuesto:
"Desde el balcón fui cojeando al cuarto de baño para maquillarme. Fue un error encararme con papá sin maquillaje, pero su visita era lo que menos esperaba. Leo estaba siempre tan ávido por saber mi verdadera opinión, por ver mi verdadero rostro, mi verdadero yo. Esta vez lo vería. Él siempre tuvo miedo de mi «máscara, de mi frivolidad, de lo que él llamaba «no serio», cuando yo no llevaba maquillaje."
El contraste entre los payasos de la ficción -tanto el de Böll como los enanos del Teatro de Campaña de Grass- con Payaso de agosto, estriba en su amarga autenticidad. Günter Grass reunió sus poemas bajo este título como una catarsis necesaria. En Insomne, por ejemplo, dice: "Contaba mis enemigos/ y me quedé dormido contando./ Al despertar,/ conté mis amigos,/ entre ellos los muertos,/ que contaban por dos."
"¿Por qué decidió hablar ahora?", se preguntaba Mario Vargas Llosa: "Seguramente para limpiar su conciencia de algo que debía atormentarlo y también, sin duda, porque sabía que tarde o temprano aquel remoto episodio de su juventud llegaría a conocerse y su silencio echaría alguna sombra sobre su nombre y su reputación de escritor comprometido, y, como suele llamársele, de conciencia moral y cívica de Alemania. En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo."
Grass pareció olvidar lo que afirmaba Hans Schnier, el personaje de Böll: "El silencio es un arma eficaz; en la escuela, cuando tenía que comparecer ante el director o ante los profesores, me obstiné siempre en callar." De esa manera se habría evitado el episodio que tuvo que sufrir. De nuevo recurro a la novela de Böll: "Un triste color para una cosa triste, en la cual quizá había lugar para un payaso que se había hecho culpable del peor de los pecados en un payaso: despertar compasión". El mismo Heinrich Böll quien, por cierto, vistió el uniforme de la Wehrmacht durante más de seis años, resultó herido hasta en cuatro ocasiones y en abril de 1945 fue hecho prisionero por el ejército de los aliados tras una batalla en Renania del norte. Aunque desatendiendo lo que aconsejaba su propio personaje, nunca lo ocultó. Tal vez ese haya sido el verdadero pecado de Grass, por el que se le ha satanizado tanto.
El contraste entre los payasos de la ficción -tanto el de Böll como los enanos del Teatro de Campaña de Grass- con Payaso de agosto, estriba en su amarga autenticidad. Günter Grass reunió sus poemas bajo este título como una catarsis necesaria. En Insomne, por ejemplo, dice: "Contaba mis enemigos/ y me quedé dormido contando./ Al despertar,/ conté mis amigos,/ entre ellos los muertos,/ que contaban por dos."
"¿Por qué decidió hablar ahora?", se preguntaba Mario Vargas Llosa: "Seguramente para limpiar su conciencia de algo que debía atormentarlo y también, sin duda, porque sabía que tarde o temprano aquel remoto episodio de su juventud llegaría a conocerse y su silencio echaría alguna sombra sobre su nombre y su reputación de escritor comprometido, y, como suele llamársele, de conciencia moral y cívica de Alemania. En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo."
Grass pareció olvidar lo que afirmaba Hans Schnier, el personaje de Böll: "El silencio es un arma eficaz; en la escuela, cuando tenía que comparecer ante el director o ante los profesores, me obstiné siempre en callar." De esa manera se habría evitado el episodio que tuvo que sufrir. De nuevo recurro a la novela de Böll: "Un triste color para una cosa triste, en la cual quizá había lugar para un payaso que se había hecho culpable del peor de los pecados en un payaso: despertar compasión". El mismo Heinrich Böll quien, por cierto, vistió el uniforme de la Wehrmacht durante más de seis años, resultó herido hasta en cuatro ocasiones y en abril de 1945 fue hecho prisionero por el ejército de los aliados tras una batalla en Renania del norte. Aunque desatendiendo lo que aconsejaba su propio personaje, nunca lo ocultó. Tal vez ese haya sido el verdadero pecado de Grass, por el que se le ha satanizado tanto.
Jules Etienne
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