"... una historia llena de gritos y de horrores, la que les ha contado el gran rey Herodes, y que es (...) la historia de un reinado feliz y próspero..."
(Fragmento del capítulo Herodes el grande)
Se fueron. Se adentraron en el profundo valle de
Gihon, y ascendieron las abruptas pendientes de la montaña del Mal Consejo.
Saludaron a su paso la tumba de Raquel. Anduvieron hacia la estrella que se
eriza de agujas de luz en el aire glacial. Avanza- ron con paso sideral, y cada
uno poseía un secreto y una manera de caminar. Está el que se deja mecer por la
tranquila ambladura de su camello, y que sólo ve en el cielo negro la cara y
los cabellos de la mujer que ama. Está el que inscribe en la arena la huella
diagonal del trote de su yegua, y que sólo ve en el horizonte el aleteo de un
gran insecto centelleante. También hay el que va a pie porque lo ha perdido
todo, y sueña con un imposible reino celestial. En los oídos de los tres
resuena todavía una historia llena de gritos y de horrores, la que les ha
contado el gran rey Herodes, y que es su historia, la historia de un reinado
feliz y próspero, bendecido por el bajo pueblo de los campesinos y de los
artesanos.
¿O sea que el poder es eso?, se pregunta Melchor. Ese
infecto magma de torturas y de incestos, ¿es el precio que hay que pagar para
ser un gran soberano que va a ocupar para siempre un lugar en la historia?
¿O sea que el amor es eso?, piensa Gaspar. Herodes sólo
ha amado a una mujer, Mariamna, con un amor total, absoluto, indestructible,
pero, ay, no correspondido. Porque Mariamna, la asmonea, no era de la raza de
Herodes, el idumeo, y la desdi- cha no ha dejado de ensañarse con esa pareja
maldita, una desdicha que se repite con monótona ferocidad en todas y cada una
de las generaciones que han salido de ellos. Y el negro Gaspar se estremece al
medir el abismo lleno de amenazas que le separa de Biltina, la rubia fenicia.
¿Es eso el amor al arte?, se interroga Baltasar, con
los ojos fijos en el abanderado celeste, que agita sus alas de fuego. En su
mente se confunden dos revueltas, la de Nippur que destruyó su Balchazareum, y
la de Jerusalén que abatió el águila de oro del Templo. Pero mientras Herodes
respondió a los sublevados a su manera, con una matanza, él, Baltasar, cedió.
El Balthazareum no fue ni vengado ni reconstruido. Porque el viejo rey de
Nippur es presa de una duda. La hermosura de las estatuas griegas, de las
pinturas romanas, de los mosaicos púnicos o de las miniaturas etruscas, cuando
toda la tradición religiosa la condena, ¿no será porque contiene realmente algo
de maldito? Piensa en su joven amigo, Asur el babilonio, que orienta sus
búsquedas hacia una celebración de las humildes realidades humanas. Pero ¿cómo
exaltar lo que por su naturaleza está condenado a ser irrisorio, efímero?
Y los tres tratan de imaginar, cada uno a su manera, al
pequeño rey de los judíos hacia el cual Herodes les ha delegado tras de su
pájaro blanco. Pero todo se hace confuso en su mente, porque aquel Heredero del
Reino mezcla atributos incompa- tibles, la grandeza y la pequeñez, el poder y la
inocencia, la plenitud y la pobreza.
Hay que seguir andando. Ir a ver. Abrir los ojos y el
corazón a verdades desconoci- das, prestar oído a palabras inauditas. Andan,
presintiendo con conmovido gozo que tal vez una era nueva va a abrirse ante sus
pasos.
Michel Tournier (Francia, 1924-2016).
La ilustración corresponde a la reproducción del palacio de Herodes en Jerusalén.
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