Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

miércoles, 31 de julio de 2024

Mirándolas dormir: MEMORIAL DEL CONVENTO, de José Saramago

"Blimunda estaba allí, en la puerta, con un cesto lleno de cerezas, y respondía, Hay un tiempo para construir y un tiempo para destruir..."

Érase una vez un soldado manco y una mujer que tenía poderes

(Fragmentos)

Baltasar y el padre Bartolomeu Lourenço se miraron perplejos, y luego hacia fuera. Blimunda estaba allí, en la puerta, con un cesto lleno de cerezas, y respondía, Hay un tiempo para construir y un tiempo para destruir, unas manos asentaron las tejas de este tejado, otras lo echarán abajo, y todas las paredes si es preciso. Ésta es Blimunda, dijo el cura, Sietelunas, añadió el músico. Llevaba ella pendientes de cerezas, las traía así para que lo viera Baltasar, y por eso se acercó a él sonriendo y tendiéndole el cesto, Es Venus y Vulcano, pensó el músico, perdonemos la obvia comparación clásica, qué sabe él cómo es el cuerpo de Blimunda bajo las ropas groseras que viste, y Baltasar no es sólo el tizón negro que parece, aparte de no ser cojo, como Vulcano, sino manco, pero eso también lo es Dios. Y qué más quisiera Venus que tener los ojos que Blimunda tiene, vería así fácilmente en los corazones de los amantes, que en algo ha de prevalecer un simple mortal sobre las divinidades. Y eso sin contar que hay algo en lo que también Baltasar gana a Vulcano, porque si el dios perdió a la diosa, este hombre no perderá a su mujer.

(...)

La noche iba refrescando. Blimunda se había quedado dormida con la cabeza apoyada en el hombro de Baltasar. Más tarde, él la llevó adentro, se acostaron. El cura salió al patio, estuvo allí toda la noche, de pie, mirando al cielo y murmurando en tentación.
(...)

Todas las noches, el cura, cuando volvía a la ciudad por caminos oscuros y senderos que bajaban hacia Santa Marta y Valverde, se ponía a desear, medio delirante, que le saliesen facinerosos al camino, quizá el mismo Baltasar, con la espada herrumbrosa y el espigón mortal, para vengar a Blimunda, y así acabaría todo. Pero Sietesoles, a esa hora, estaba ya acostado, cubría a Sietelunas con el brazo sano y murmuraba, Blimunda, y entonces el nombre atravesaba un ancho y oscuro desierto lleno de sombras, tardaba mucho tiempo en llegar a su destino, y luego, al regresar, las sombras penosamente apartadas, los labios se movían dificultosamente, Baltasar, allá fuera se oía el rumor de las ramas de los árboles, a veces el grito de un ave nocturna, bendita seas tú, noche, que cubres y proteges lo bello y lo feo con la misma capa indiferente, noche antiquísima e idéntica, ven. Cambiaba la cadencia de la respiración de Blimunda, señal de que se había quedado dormida, y Baltasar, extenuado por la ansiedad, podía también entrar en el sueño para reencontrar la risa de Blimunda, qué sería de nosotros si no soñásemos.

José Saramago
(Portugués fallecido en España, 1922-2010). Obtuvo el premio Nobel en 1988.

(Traducido al español por Basilio Losada).
La ilustración corresponde a una fotografía original de Natalia Ciobanu (de 2012),
modificada por la adición de las cerezas sin su autorización.

martes, 30 de julio de 2024

Mirándolas dormir: MATADERO 5, de Kurt Vonnegut

"Valencia no necesitaba que la acunasen para dormirse. Valencia roncaba como una motosierra."

(
Fragmento inicial del capítulo 4)

Billy Pilgrim no podía dormir aquella noche. Tenía cuarenta y cuatro años y su hija acababa de casarse.

La boda había tenido lugar bajo el cobijo de un alegre entoldado a rayas instalado en el jardín de Billy. Las rayas eran anaranjadas y negras.

El y su esposa, Valencia, estaban en su gran cama de matrimonio, encogidos como bebés. Los dedos mágicos les acunaban. Valencia no necesitaba que la acunasen para dormirse. Valencia roncaba como una motosierra.

Kurt Vonnegut (Estados Unidos, 1922-2007).

(Traducido al español por Margarita García de Miró).

lunes, 29 de julio de 2024

Mirándolas dormir: EL ARCHIVO DE EGIPTO, de Leonardo Sciascia

"Sólo dos elementos: una dormeuse y su propia desnudez. No era posible desear cuadro viviente más espléndido, ni Imitación más minuciosa."

(Fragmento del capítulo IX)

- Así!, así! está bien -dijo la condesa.

Con el rabillo del ojo se vela reflejada en el gran espejo. Ante ella, sobre el plano del escritorio trumeau, reducido a una vívida miniatura sobre la parte superior de una tabaquera, descansaba aquel cuadro de Francois Boucher que los casanovistas conocen como retrato de mademoiselle O'Murphy.

Estaban a la moda los cuadros vivientes y en la Intimidad de una cita de amor, en el pequefio pabellón de deliciosas boiseries donde solla retirarse, pretextando ante su marido tremendas jaquecas, la condesa componla uno extraordinario. Imitaba a la perfección el cuadro de Boucher, con ayuda de la poca luz que le permitía emparejar sus años con los de mademoiselle O'Murphy. Sólo dos elementos: una dormeuse y su propia desnudez. No era posible desear cuadro viviente más espléndido, ni Imitación más minuciosa.

Di Blasi se acercó para observar la miniatura; luego volvió los ojos hacia el cuadro viviente. Se inclinó para besar la nuca, los hombros. Ligera, su mano recorrió aquel cuerpo cálido y suave, con movimientos ascendentes y descendentes que se demoraban en cada una de las mórbidas articulaciones, en cada pliegue, como si quisiera ejecutar una talla sobre una materia preciosa y dócil.

- Perfecto -dijo.

- Oh, eso no está en el cuadro -protestó la dama, pero se volvió para mirarlo, entreabiertos los labios, expuestos en totalidad los senos redondos, algo más grandes y pesados que los de mademoiselle O'Murphy, por cierto.

Una vez más estaban juntos sobre la dormeuse. Cuando emergía nuevamente a esa luz de laca y de oro, la condesa preguntó:

- El pintor, ¿cómo se llama el pintor?

- Boucher, creo, François Boucher.

Leonardo Sciascia (Italia, 1921-1989).

La ilustración corresponde a La odalisca rubia (L'odalisque blonde, 1751), también conocido como
el retrato de mademoisille O'Murphy -quien era amante del rey Luis XV-, de François Boucher.

domingo, 28 de julio de 2024

Mirándolas dormir: LA INSOLACIÓN, de Carmen Laforet

"Una de aquellas noches abrí la puerta de tu cuarto y estabas dormida en tu cama sin enterarte de nada."

(Fragmento del capítulo XIV)

Carlos se acercó a su hermana.

- Ahora en serio, Ana. Dímelo. ¿No has subido nunca de noche a la torre? ¿No has oído los ruidos que yo he oído tantas veces? Una de aquellas noches abrí la puerta de tu cuarto y estabas dormida en tu cama sin enterarte de nada. Sin embargo, Ana, no eran carreras de ratas lo que yo he oído este verano. Una noche oí sobre mi cabeza un estornudo.

Carmen Laforet (España. 1921-2004). 

sábado, 27 de julio de 2024

Mirándolas dormir: LA CASA NEGRA, de Patricia Highsmith

"- No se mueve. ¡Si estuviera muerta, tendría los ojos abiertos! 
- ¡Lleva un traje de baño azul! -informó Chuck."

El sueño del Emma C
 
(Fragmentos)

Cuando Sam miró de nuevo, la gaviota blanca le pareció redonda, como una pelota de playa. No era una gaviota. Sam tenía buena vista y se concentró en aquel punto. ¡Era un nadador! ¡Y mar adentro, al menos a tres kilómetros de la costa! ¿Estaba muerto? ¿Flotaba y nada más?

- ¡Eh! -gritó Sam, mientras giraba el timón para que el Emma C se dirigiera hacia el punto blanco-.  ¡Eh, Louie! ¡Johnny!

Resonaron unos pasos pesados en cubierta y, a continuación, Chuck apareció por la puerta de babor del puente de mando.

- ¿Qué pasa?

- Hay alguien flotando allí. ¡Mira!

En segundos, todos estaban mirando. Bif tomó los prismáticos del pequeño armario que estaba detrás del timón. Declaró que se trataba de una muchacha.

- ¿Una muchacha?

Los prismáticos pasaron de mano en mano.

- ¡Le veo los ojos!

- No se mueve. ¡Si estuviera muerta, tendría los ojos abiertos!

- ¡Lleva un traje de baño azul! -informó Chuck.

Sam echó una mirada rápida, sosteniendo los prismáticos con una sola mano.

- Es una nadadora exhausta. ¡Preparen una manta!

(...)

A tientas, mojado hasta los muslos, Louie atrapó el brazo derecho de la muchacha por el codo. La oyeron gemir un poco. No cabía duda de que estaba viva, pero tan cansada que la cabeza se le fue hacia delante cuando Louie la levantó por los dos brazos. Johnny tiró de Louise. Varias manos bien dispuestas tomaron a su vez las de la muchacha, luego la cintura y los pies, y cuatro pares de manos la depositaron con cuidado sobre la áspera manta verde oliva que había sido desplegada sobre la cubierta.

Estaba pálida, apenas rosada en los hombros y los brazos; no era muy alta; y tenía los senos bien desarrollados y una cintura pequeña con caderas redondas como las de una sirena. Pero no se trataba de una sirena. Tenía sus piececitos agraciados lo mismo que las piernas y todo el resto.
(...)

- Mi litera -dijo Chuck-, la mía tiene sábanas limpias desde esta mañana.

Todos ofrecieron sus literas -solo había cuatro bajo la cubierta principal -pero se eligió la de Chuck por la sábana.

Chuck sonrió como si hubiera ganado una novia y siguió a Louie y Sam mientras llevaban a la muchacha hacia el camarote. Chuck miraba por encima del hombro como diciéndoles a los otros tres hombres, incluido el capitán, «no se vayan a acercar».

El camarote de techo bajo tenía una litera a cada lado. Los miembros de la tripulación a veces se turnaban para dormir un rato, pero casi nunca pasaban allí una noche entera. Cada tanto un hombre se daba el gusto de poner una sábana entre las mantas, y en ese momento quiso la casualidad que Chuck lo hubiera hecho, cosa que consideraba buena suerte. Con cuidado tapó los pies de la muchacha y se aseguró de cubrirle los hombros, porque tenía la piel fría.

- Como la bella durmiente -dijo Chuck en voz baja-. ¿No?

- ¿No deberíamos quitarle el traje de baño mojado, Chuck? -preguntó Sam. Chuck frunció el ceño, pensativo.

- Mmm…, sí, pero dejémoselo a ella, hasta dentro de un rato. ¿No crees?… ¿Va entrando en calor, señorita?

Los ojos de la muchacha estaban de nuevo abiertos. Separó apenas los labios pero no dijo nada. Sam salió y volvió con una botella de vino tapada y envuelta en una manta.

- Agua caliente de la cocina -le dijo a Chuck y puso la botella con cuidado a los pies de la muchacha, entre la sábana y la manta.

(...)

- Dejémosla tranquila un rato -dijo Chuck. Sam estaba cerca, y Chuck le dio un codazo tan fuerte en las costillas que lo hizo entrecerrar los ojos-. Nada de hacerse el listo, muchacho. Déjale en paz.

Sam fulminó al hombre mayor con la mirada.

- ¿Hacerme el listo, yo?

El Emma C avanzó hacia el norte por la Bahía de Massachusetts, pero con mayor lentitud que antes, en una especie de ensoñación, como si la presencia de la muchacha hubiera hechizado no solo a los seis hombres sino además al motor.

(...)

¿De dónde era la muchacha? ¿Cómo se llamaba? ¡Por cierto que era hermosa! ¡Era fantástico sacar algo así del agua! Era como un cuento chino, una leyenda divertida de oír pero que nadie creería.

(...)

Sam había viajado por la costa del Caribe y de Florida, y habían visto medusas fosforescentes por la noche, preciosas marsopas que saltaban en grupo, pero nada tan hermoso como esta muchacha tranquila que el mar les había regalado de la nada. Chuck estaba de pie junto a la escotilla del camarote cuando Bif se acercó con la intención de entrar.

- Se encuentra bien, Bif. Está dormida.

- Bien. Estaba pensando en afeitarme; no haré ruido. Dile a Filip que me traiga una olla de agua caliente, ¿sí, Chuck?

Bif no solía afeitarse a bordo. Chuck entornó un poco la escotilla, vio que la muchacha parecía dormida y se tocó los labios con el índice para indicarle a Bif que no hiciera ruido. Después fue en busca de Filip y lo halló en la cubierta trasera, barriendo pescaditos muertos. Le transmitió la orden de Bif y lo conminó a entrar al camarote en silencio, porque la muchacha dormía.

Patricia Highsmith
(Estadunidense fallecida en Suiza, 1921-1995).

viernes, 26 de julio de 2024

Mirándolas dormir: CORONA, de Paul Celan

"... nos amamos mutuamente como amapola y memoria, dormimos como vino en las conchas..."

De la mano me come el otoño su hoja: somos amigos.
Mondamos el tiempo de las nueces y le enseñamos a andar:
el tiempo retorna a la cáscara.

En el espejo es domingo,
en el sueño se duerme,
la boca habla verdad.

Mi ojo desciende hacia el sexo de la amada:
nos miramos,
nos decimos algo oscuro,
nos amamos mutuamente como amapola y memoria,
dormimos como vino en las conchas,
como el mar en el resplandor sanguíneo de la luna.

Estamos abrazados en la ventana, ellos nos ven desde la calle:
¡es tiempo de que se sepa!
Es tiempo de que la piedra consienta en florecer,
que a la inquietud le palpite un corazón.
Es tiempo de que llegue a ser tiempo.

Es tiempo.

Paul Celan
(Poeta francés en lengua alemana nacido en una región del entonces reino de Rumania, hoy Ucrania, 1920-1970).

(Traducido al español por  Pablo Oyarzún).

jueves, 25 de julio de 2024

Mirándolas dormir: EL HEREJE, de Miguel Delibes

"La imagen de la muchacha tendida descuidadamente en el lecho, le encalabrinaba."

(Fragmento del capítulo III)

Por las noches reflexionaba en la cama, excitado, sobre las posibilidades que un hombre rico tenía de llevar a la cama a una mujer pobre, pueblerina y quinceañera además. Creía que eran muchas pero él carecía de la agresividad del hombre rico y Minervina de la sumisión de la mujer pobre. La muchacha, sin grandes palabras ni gestos melodramáticos, le había tenido a raya hasta el momento. Pero, persuadido de que todas las ventajas estaban de su parte, don Bernardo Salcedo tomó un día una viril decisión: atacaría directamente y le haría ver a la chica la necesidad que tenía de sus favores.

Conforme a este plan, una noche de finales de septiembre, subió las escaleras del servicio en camisón, con una lamparita y los pies descalzos, procurando evitar los crujidos de la madera y se detuvo ante la puerta de Minervina. Los latidos de su corazón le sofocaban. La imagen de la muchacha tendida descuidadamente en el lecho, le encalabrinaba. Abrió lentamente la puerta con la luz en la mano y, entre las sombras distinguió al niño dormido en su cunita y a Minervina a su lado, dormida también, respirando pausadamente. Cuando él se sentó en el lecho, la chica se despertó. Sus ojos, muy redondos, estaban sorprendidos más que indignados:

- ¿Qué busca vuesa merced en mi habitación a estas horas?

Don Bernardo carraspeó hipócritamente:

- Me pareció oír llorar al niño. Minervina se cubría el escote con el embozo de la cama

- ¿Desde cuándo se preocupa vuesa merced por los llantos de Cipriano?

Con su mano libre, don Bernardo atrapó audazmente la de Minervina como si fuera una mariposa.

- Me gustas, pequeña, no lo puedo remediar. ¿Qué hay de malo en que tú y yo pasemos un rato juntos de vez en cuando? ¿Es que no puedes repartir tu cariño entre padre e hijo? Vivirás como una reina, Minervina; nada te va a faltar, te lo aseguro. Únicamente te pido que reserves para este pobre viudo un poco de tu calor.

La chica rescató su mano prisionera. La indignación brillaba en sus ojos lilas a la luz del candil:

- Vá-ya-se-de-a-quí -le dijo mordiendo las palabras-. Márchese ahora mismo, vuesa merced. Quiero a este niño más que a mi vida pero me iré de esta casa si vuesa merced se obstina en volver a poner los pies en este cuarto.

Cuando don Bernardo, con las orejas gachas, se incorporó para marcharse, el niño se despertó asustado. Pensó que los ojos de Cipriano le desenmascaraban y entonces interpuso el candil entre él y la cunita, abrió la puerta y salió al pasillo.

Miguel Delibes
(España, 1920-2010).

miércoles, 24 de julio de 2024

Mirándolas dormir: CRÓNICAS MARCIANAS, de Ray Bradbury

"... disolvió la niebla que había sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre el techo y el piso, flotando suavemente..."

Ylla

(Fragmento)

Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:

- ¿Qué?

El grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió

 - No - dijo Ylla firmemente -. Está decidido. No iré.

El señor K la miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.

Los pájaros volaban, como diez mil teas al viento.

Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que había sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre el techo y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma que brotaba de las paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda la noche en ese río callado, como un bote en una corriente silenciosa. Ahora el calor disipaba la niebla, y la bruma descendió hasta depositar a Ylla en la costa del despertar.

Abrió los ojos.

El señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil, durante horas y horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.

- Has soñado otra vez - dijo el señor K -. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creo realmente que debes ver a un médico.

- No será nada.

- Hablaste mucho mientras dormías.

- ¿Sí? - dijo Ylla, incorporándose.

Una luz gris le bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.

- ¿Qué soñaste?

Ylla reflexionó unos instantes y luego recordó.

- La nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me hablaba, bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.

El señor K, impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente brotaron del cristal. El frío desapareció de la habitación.

- Luego - dijo Ylla -, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que yo era hermosa y... y me besó.

- ¡Ah! - exclamó su marido, dándole la espalda.

- Sólo fue un sueño - dijo Ylla, divertida.

- ¡Guárdate entonces esos estúpidos sueños de mujer!

- No seas niño - replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química. Un momento después se echó a reír.

Ray Bradbury (Estados Unidos, 1920-2012).

martes, 23 de julio de 2024

Mirándolas dormir: LA ESPUMA DE LOS DÍAS, de Boris Vian


(
Párrafo inicial del capítulo 53)

Chloé dormía. Durante el día, el nenúfar le prestaba a su piel su bello color crema, pero durante el sueño no valía la pena y volvían las manchas rojas de sus mejillas. Sus ojos eran dos marcas azuladas bajo su frente y de lejos no se sabía si estaban abiertos. Colin estaba sentado en una silla en el comedor y esperaba. En torno de Chloé había muchas flores. Colin podía esperar todavía algunas horas antes de ir a buscar otro trabajo. Quería descansar para causar buena impresión y obtener un empleo verdaderamente remunerador. En la sala era casi de noche. La ventana se había cerrado hasta diez centímetros del alféizar y la luz ya no entraba más que en forma de una estrecha franja. Colin sólo tenía iluminados la frente y los ojos. El resto de su cara vivía en la sombra. Su tocadiscos ya no funcionaba; había que darle cuerda a mano para cada disco y eso le fatigaba. Además, también se desgastaban los discos. Ahora, en algunos apenas se reconocía la melodía. Él creía que si Chloé necesitara algo, el ratón vendría en seguida a avisarle.

Boris Vian (Francia, 1920-1959).

lunes, 22 de julio de 2024

Mirándolas dormir: ECHAR LAS CARTAS, de Mario Benedetti


Querida Andrea:

No sé por qué, pero hoy me dio por extrañarte; por echar de menos tu presencia. Será tal vez porque el primer amor le deja a uno más huellas que ningún otro. Lo cierto es que estaba en la cama, junto a Patricia plácidamente dormida, y de pronto rememoré otra noche del pasado, junto a vos, plácidamente dormida, y sentí una aguda nostalgia de aquel sosiego de anteayer. Alguien dijo que el olvido está lleno de memoria, pero también es cierto que la memoria no se rinde. Dos por tres suenan como campanitas en el ritmo cardíaco y una escena se hace presente en la conciencia como en una pantalla de televisión. Y aquel cuerpo que las manos casi habían olvidado vuelve a surgir como un destello hasta que otra vez suenan las campanitas y el destello se apaga. ¿Te ocurre a veces algo así? ¿O será que me estoy volviendo un poco loco? Puede ser. Mientras tanto este probable loco te envía un invulnerable abrazo.

Mario Benedetti (Uruguay, 2020-2009).

domingo, 21 de julio de 2024

Mirándolas dormir: UN DÍA PERFEC- TO PARA EL PEZ PLÁTANO, de J. D. Salinger

"Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica y apuntó..."
 
(
Fragmento final)

El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena blanda y caliente,hasta el hotel.

En el primer nivel de la planta baja -que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia- entró tambiénl en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

- Veo que me está mirando los pies -dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha

- ¿Cómo dice?-preguntó la mujer.

- Dije que veo que me está mirando los pies.

- Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo -dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

- Si quiere mirarme los pies, dígalo -reclamó el joven-. Pero, maldita sea, no trate de fingir con tanto disimulo.

- Déjeme salir, por favor -pidió la mujer a la ascensorista.

Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió apresurada sin siquiera mirar hacia atrás.

- Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos -dijo el joven-. Quinto piso, por favor.

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.

Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

Echó una ojeada a la chica que permanecía dormida en la otra cama gemela. Después se dirigió a una de las maletas, la abrió y extrajo de entre un montón de calzoncillos y camisetas, una pistola Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró de nuevo a la chica y apuntó, para dispararse un tiro en la sien derecha.

Jerome David Salinger
(Estados Unidos, 1919-2010).

sábado, 20 de julio de 2024

Mirándolas dormir: LA COSTUMBRE DE AMAR, de Doris Lessing

"Cuando tuvo la certeza de que estaba dormida, George se apoyó en un codo y la observó."

(Fragmentos)

Ahora se sentía feliz porque cuando las damas distinguidas y los caballeros del mundo del teatro o de las letras lo iban a ver, Bobby se mostraba distante, como una exquisita ama de llaves, y en el momento en que se iban su pilluela simpatía regresaba. Ello era prueba de su intimidad. A veces la llevaba a cenar o al teatro. Cuando se arreglaba, Bobby se vestía con ropas atrevidas y a la moda y se comportaba con la insolencia de una modelo. George iba a su lado, con una sonrisa cariñosa, a la espera de que llegara el momento en que aquellos negros, atrevidos y arrebatadores ojos volvieran a resplandecer, más allá de la lánguida mirada de la mujer que se exhibía para que la admiraran, mostrándole al mundo que se divertía con él, prometiéndole que pronto, cuando regresaran al piso, de nuevo solos, volvería a convertirse en aquella chiquilla encantadora o en la gallarda muchacha desampa- rada.
(...)

George le pidió que se casaran, y ella levantó su pequeña e impecable cara con un gesto de animal asustado y dijo:

- ¿Por qué quieres casarte conmigo?

- Porque me gusta estar contigo, querida. Me encanta estar contigo.

- Bueno, a mi también me gusta estar contigo. -Sonaba inquisitiva. ¿Se lo estaba preguntando a ella misma?-. Es raro -añadió en cockney, riéndose-. Raro pero cierto.

La boda iba a ser discreta, pero se difundió mucho en los periódicos. Poco antes, varios hombres de la generación de George habían contraído matrimonio con mujeres jóvenes. Uno de ellos había tenido un hijo a los setenta. Los diarios lisonjearon a George, y este le contó a Bobby una gran parte de su vida que no había traído a colación antes. Comentó, por ejemplo, que toda su generación había sido más exitosa en los asuntos de amor y sexo que la posterior.

(...)

George hizo el amor a Bobby; ella cerró los ojos y él notó que ella no se sentía en absoluto incómoda. Cuando terminaron la tomó entre sus brazos, y entonces sencillamente regresó, con un incrédulo e impresionante alivio del corazón, a una felicidad que -y ahora le parecía increíblemente ingrato que pudiera haberlo hecho- había dado por sentada durante muchos años. No era posible, pensó, con aquel cuerpo sumiso entre sus brazos, que hubiera podido estar solo durante tanto tiempo. Había sido intolerable. Abrazó el cuerpo silencioso que alentaba y le acarició la espalda y los muslos, y sus manos rememoraron los sentimientos de casi cincuenta años de amor. Podía sentir las emociones memorizadas a lo largo de su vida al recorrer el cuerpo de ella, y su corazón se colmó de un regocijo que le pareció que no había conocido antes, puesto que era el resultado de muchos amores.

Estaba a punto de apoderarse de sus últimos recuerdos cuando ella se apartó con brusquedad, se sentó y dijo:

- Me apetece un cigarrillo. ¿Y a ti?

- Sí, claro, querida, si tú quieres.

Fumaron. Se acabaron el cigarrillo, ella se tumbó boca arriba, con los brazos cruza- dos sobre el pecho, y dijo:

- Tengo sueño -cerró los ojos. Cuando tuvo la certeza de que estaba dormida, George se apoyó en un codo y la observó. Aún había luz, y la curva de su mejilla era amplia y delicada como la de un niño. La acarició con la palma de la mano, mientras ella seguía sumida en el sueño, pero se encogió como un puño; y la de ella, que era blanca e informe como la de un niño, estaba cerrada sobre la almohada, ante su cara.

George intentó abrazarla y ella se alejó hasta el borde de la cama. Estaba profun- damente dormida y su sueño era inalcanzable. No podía soportarlo. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana, en el aire frío de la noche primaveral, y contempló los blancos cerezos bajo la luna blanca, y pensó en la gélida chica que dormía en la cama.

Doris Lessing (Inglesa nacida en Irán, 1919-2013).
Obtuvo el premio Nobel en 2007.

viernes, 19 de julio de 2024

Mirándolas dormir: APUNTES DE UN RENCOROSO, de Juan José Arreola

"Deferente y sumiso, el esclavo fiel la desembarca de su purpúrea venera. La despega cuidadoso de su sueño de ostra."

Huyendo del espectáculo de su felicidad bochornosa, he caído de nuevo en la soledad. Acorralado entre cuatro paredes, lucho en vano contra la imagen repulsiva.

Apuesto contra su dicha y espío detalladamente su convivencia. Aquella noche salí disparado como tercero innecesario y estorboso. Ellos compusieron su pareja ante mis ojos. Se acoplaron en un gesto intenso y solapado. Lúbricos, en abrazo secreto y esponsal.

Cuando me despedí, les costaba trabajo disimular su prisa: temblaban en espera de la soledad henchida. Los dos me sacaron a empujones de su erróneo paraíso, como a un huésped incorrecto. Pero yo vuelvo siempre allí, arrastrándome. Y cuando adivine el primer gesto de hastío, el primer cansancio y la primer tristeza, me pondré en pie y echaré a reír. Sacudiré de mis hombros la carga insoportable de la felicidad ajena.

Llevo muchas noches esperando que esto se corrompa. La carne viva y fragante del amor se llena de gusanos sistemáticos. Pero todavía falta mucho por roer, para que ella se resuelva en polvo y un soplo cualquiera pueda aventarla de mi corazón.

Miré su espíritu en la resaca odiosa que mostró a la luz un fondo de detritus miserables. Y, sin embargo, todavía hoy puedo decirle: te conozco. Te conozco y te amo. Amo el fondo verdinoso de tu alma. En él sé hallar mil cosas pequeñas y turbias que de pronto resplandecen en mi espíritu.

Desde su falso lecho de Cleopatra implora y ordena. Una atmósfera espesa y tibia la rodea. Después de infinitas singladuras, la dormida encalla en la arena final del mediodía.

Deferente y sumiso, el esclavo fiel la desembarca de su purpúrea venera. La despega cuidadoso de su sueño de ostra. Acólito embriagado en ondas de tenue incienso respiratorio, el joven la asiste en los ritos monótonos de su pereza malsana. A veces, ella despierta en altamar y ve la silueta del joven en la playa, desdibujada por la sombra. Piensa que lo está soñando, y se sumerge otra vez en las sábanas. El apenas respira, sentado al borde de la cama. Cuando la amada duerme profundamente, el fantasma puntual se levanta y desaparece de veras, marchito y melancólico, por las desiertas calles del amanecer. Pero dos o tres horas más tarde, nuevamente está en servicio.


El joven desaparece melancólico por las desiertas calles, pero yo estoy aquí, caído en el insomnio, como sapo en lo profundo de un pozo. Me golpeo la frente contra el muro de la soledad, y distingo a lo lejos la disforme pareja inoperante. Ella navega horizon- tal por un sueño espesado de narcóticos. Y él va remando a la orilla, desvelado, silencioso, con tierna cautela, como quien lleva un tesoro en una barca que hace agua.

Yo estoy aquí, caído en la noche, como un ancla entre las rocas marinas, sin nave ya que me sostenga. Y sobre mí acumula el mar amargo su limo corrosivo, sus esponjas de sal verde, sus duros ramos de vegetación rencorosa.

Morosos, los dos detienen y aplazan el previsto final. El demonio de la pasividad se ha apoderado de ellos, y yo naufrago en la angustia. Han pasado muchas noches y en la atmósfera del cuarto cerrada, íntima y espesa, no se percibe el agudo olor de la lujuria. No hay más que la lenta emanación azucarada del anís, y un rancio aroma de aceitunas negras.

El joven languidece en su rincón, hasta nueva orden. Ella navega en su góndola, con un halo de anestesia. Se queja, interminablemente se queja. El joven médico de cabecera se inclina solícito y espía su corazón. Ella sonríe dulcísima, como una heroína en el tercer acto, agonizante. Su mano cae desmayada entre las manos del erótico galeno. Luego se recobra, enciende el braserillo de las fumigaciones aromáticas; manda abrir el guardarropa atestado de trajes y zapatos, y va eligiendo una por una, cavilosa, las prendas diurnas.

Yo, entretanto, hago señales desesperadas desde mi roca de náufrago. Giro en la espiral del insomnio. Clamo a la oscuridad. Lento como un buzo, recorro la noche interminable. Y ellos aplazan el acto decisivo, el previsto final.

Desde lejos, mi voz los acompaña. Repitiendo las letanías del amor inútil, el lívido amanecer me encuentra siempre exhausto y apagado, con la boca llena de palabras ciegas y envenenadas.

Juan José Arreola (México, 1918-2001).

jueves, 18 de julio de 2024

Mirándolas dormir: LA LUNA EN EL ARROYO*, de David Goodis

"Estaba profundamente dormida, recostada de lado (...) Bella no usaba ninguna prenda que la cubriera."

(Fragmento inicial del capítulo 13)

En la oscuridad del sueño alcoholizado, navegó a la deriva a través de un canal revestido de vidrio que tenía las etiquetas de las botellas de whisky en sus paredes. Las etiquetas eran de diversos colores y éstos parecían demasiados flotando ante sus ojos. Se dijo a sí mismo que debería dejar de mirar esas etiquetas, porque le provoca- rían dolor de cabeza. Pero después el cristal se convirtió en madera y ya no había ningún canal, sólo un callejón oscuro en el que la luz de la luna mostraba las esquinas de las chozas de madera, Siguió el sendero de la luz de luna que fluía sobre el pavi- mento lleno de baches y entonces vio las manchas de sangre seca.

- ¡Maldita sea! -dijo, al despertar.

Podía sentir una almohada bajo su cabeza y escuchó que alguien respiraba a su lado. Antes de mirar para cerciorarse quién era, se sentó, gimiendo y sosteniendo su cabeza a la vez que deseaba tener una bolsa de hielo. Parpadeó con fuerza varias veces, y de repente sus ojos se abrieron por completo cuando se dio cuenta de que era la habitación de Bella.

Giró su cabeza con parsimonia. Descubrió a Bella. Estaba profundamente dormida, recostada de lado. Hacía mucho calor creando una sensación pegajosa en la habita- ción. Bella no usaba ninguna prenda que la cubriera.

La ventana mostraba el oscuro rosa grisáceo de la madrugada. En el tocador, las manecillas del despertador señalaban las cuatro y cuarentaicinco. Comprendió que tenía que levantarse de la cama para regresar a su habitación. Se miró a sí mismo para percatarse de que sólo llevaba puestos los calzoncillos. Al observar el suelo buscando su ropa, vio la camisa, la chaqueta y su pantalón colgando en desorden sobre una silla, con el vestido de Bella encima del montón.

David Goodis
(Estados Unidos, 1917-1967).

(Traducido del inglés por Jules Etienne).

He respetado el título con el que se conoce a la novela en España, aunque en Hispanoamérica "arroyo" suele tener otra connotación que no está asociada con las calles. Su uso, por lo general, se refiera a un riachuelo, de tal manera que una traducción apegada a esa costumbre podría ser: La luna en el desagüe, o en la alcantarilla.

miércoles, 17 de julio de 2024

Mirándolas dormir: LA BALADA DE IZA, de Magda Szabó

"La contempló mientras dormía. Su rostro volvía a ser el de la joven Iza, la chica pálida, agotada de tanto estudiar..."

(
Fragmento)

La contempló mientras dormía. Su rostro volvía a ser el de la joven Iza, la chica pálida, agotada de tanto estudiar, dócil, triste y sufrida. La hermosa frente, las cejas, los ojos de Vince, y la nariz chata, los labios aniñados y la barbilla suave de la anciana, todo en un mismo marco.

Te amaba –pensó Antal-, te amaba como nunca he querido ni querré a nadie, te amaba sin condiciones, sin reproche alguno. Yo siempre fui tuyo y tú nunca fuiste mía, estabas lejos de mí incluso cuando te tenía entre mis brazos. Por las noches a veces me entraban ganas de sacudirte para que despertaras, gritarte para que me dijeras la palabra que te hiciera ser tu misma, que te salvara, y que me indicaras la dirección por donde ir para poder encontrarte. Cuando comprendí que simplemente eras egoísta y que a cada uno le dabas un trozo de ti misma para que no te molestara e interfiriera en tu trabajo, rompí a llorar. No me oíste, y si me oíste pensaste que sería un sueño, porque sentías amor y respeto por mí y, según tú, un hombre nunca debe llorar.

Magda Szabó (Hungría, 1917-2007).

La ilustración corresponde a un trabajo del fotógrafo francés
Émile Joachin Constant Puyo, conocido como El comandante Puyo.

martes, 16 de julio de 2024

Mirándolas dormir: PEDRO PÁRAMO, de Juan Rulfo

"Entonces su cuerpo se quedó desnudo, refrescado por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse dormida."

(Fragmento)

- Florencio ha muerto, señora.

¡Qué largo era aquel hombre! ¡Qué alto! Y su voz era dura. Seca como la tierra más seca. Y su figura era borrosa, ¿o se hizo borrosa después?, como si entre ella y él se interpusiera la lluvia. «¿Qué había dicho? ¿Florencio? ¿De cuál Florencio habla- ba? ¿Del mío? ¡Oh!, por qué no lloré y me anegué entonces en lágrimas para enjuagar mi angustia. ¡Señor, tú no existes! Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo. Desnudo y caliente de amor; hirviendo de deseos; estrujando el temblor de mis senos y de mis brazos. Mi cuerpo transparente suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano sostenido y suelto a sus fuerzas. ¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré de mis adoloridos labios?»

Mientras Susana San Juan se revolvía inquieta, de pie, junto a la puerta, Pedro Páramo la miraba y contaba los segundos de aquel nuevo sueño que ya duraba mucho. El aceite de la lámpara chisporroteaba y la llama hacía cada vez más débil su parpadeo. Pronto se apagaría.

"¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con que él la veía?"

Si al menos fuera dolor lo que sintiera ella, y no esos sue{os sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimien- tos. ¿Qué sucedería si ella también se apagara cuando se apagara la llama de aquella débil luz con que él la veía?

Después salió cerrando la puerta sin hacer ruido. Afuera, el limpio aire de la noche despegó de Pedro Páramo la imagen de Susana San Juan.

Ella despertó un poco antes del amanecer. Sudorosa. Tiró al suelo las pesadas cobijas y se deshizo hasta del calor de las sábanas. Entonces su cuerpo se quedó desnudo, refrescado por el viento de la madrugada. Suspiró y luego volvió a quedarse dormida.

Así fue como la encontró horas después el padre Rentería; desnuda y dormida.


Juan Rulfo (México, 1917-1986).

lunes, 15 de julio de 2024

Mirándolas dormir: REFLEJOS EN UN OJO DORADO, de Carson McCullers

"Leonora se había quedado dormida sobre la alfombra, al lado de la chimenea del cuarto de estar."

(
Fragmentos de la primera parte)

Leonora se había quedado dormida sobre la alfombra, al lado de la chimenea del cuarto de estar. El capitán se detuvo a mirarla, y rió para sus adentros. Estaba echada de costado y su marido le dio un ligero puntapié en las nalgas. Leonora gruñó algo acerca de cómo rellenar un pavo, pero no se despertó. El capitán se inclinó, la sacudió por un brazo, le habló a la cara y al fin la puso en pie. Pero, igual que un niño a quien levantan por la noche para que no moje la cama, Leonora tenía el don de seguir durmiendo aunque la pusieran de pie. Mientras el capitán la subía casi en vilo por la escalera, ella mantenía los ojos cerrados y seguía gruñendo algo sobre el pavo.

Que me cuelguen si crees que te voy a desnudar -dijo el capitán.

Pero Leonora estaba sentada en la cama tal como él la dejara, y, después de mirarla durante unos minutos, el capitán sonrió de nuevo y le quitó la ropa. No le puso camisón, porque los cajones estaban en tal desorden que no pudo encontrar ninguno. Además, Leonora prefería dormir «en cueros», como ella decía. Cuando estuvo acostada, el capitán se puso a mirar un cuadro de la pared que le había divertido siempre.
()

El capitán miró otra vez a su mujer dormida. Leonora siempre tenía calor, y ya había bajado la ropa de la cama dejando al descubierto sus pechos desnudos. Sonreía dormida y el capitán pensó que estaría comiéndose aquel pavo que había preparado en sueños.

"La mujer del capitán dormía tal como su marido la había dejado: su pelo suave le caía suelto sobre la almohada y tenía a medio cubrir el pecho..."

(Fragmento de la segunda parte)

El soldado Williams esperó fuera de la casa hasta que las luces llevaban dos horas apagadas. Las estrellas se estaban desvaneciendo y la negrura del firmamento había cambiado hasta tomar un color violeta profundo. Sin embargo, Orión se veía aún muy brillante y la Osa Mayor lucía de un modo maravilloso. El soldado dio la vuelta a la casa y empuñó el picaporte de la verja. Como suponía, estaba cerrado por dentro. Introdujo la hoja de su navaja y consiguió levantar el pestillo. La puerta posterior de la casa no estaba cerrada. Una vez dentro, el soldado esperó un momento. Todo estaba a oscuras y en silencio. Dirigió a su alrededor una mirada abierta e insegura hasta que se acostumbró a la oscuridad. Ya estaba familiarizado con la distribución de la casa: el largo vestíbulo delantero y la escalera dividían en dos el edificio, y a un lado quedaban el amplio cuarto de estar y, al fondo, la habitación del servicio. En el otro lado estaban el comedor, el despacho del capitán y la cocina. En el piso de arriba, a la derecha, había un dormitorio de dos camas y una alcoba pequeña. A la izquierda había dos dormitorios de tamaño mediano. El capitán ocupaba el dormitorio grande y su mujer uno de los cuartos al otro lado del recibidor. El soldado subió con cuidado la escalera alfombrada; se movía con una cautela premeditada. La puerta del cuarto de La Señora estaba abierta, y al llegar a ella el soldado no titubeó: entró en la habita- ción tan silenciosamente como un gato.

Un verdoso y tenue resplandor de luna llenaba la estancia. La mujer del capitán dormía tal como su marido la había dejado: su pelo suave le caía suelto sobre la almohada y tenía a medio cubrir el pecho, que se levantaba pausadamente al respirar. Sobre la cama había una colcha de seda amarilla, y un frasco de perfume abierto endulzaba el aire con aroma adormecedor. El soldado se acercó a la cama de puntillas, muy despacio, y se inclinó sobre la mujer del capitán. La luna iluminaba suavemente sus rostros, y estaban tan cerca uno del otro que el soldado sentía la respiración igual y caliente de la mujer. En los ojos serios del soldado hubo primero una mirada de curiosidad, pero, al cabo de unos minutos, en sus rasgos toscos se fue despertando una expresión de júbilo. El muchacho sentía nacerle dentro una dulzura extraña, aguda, que nunca hasta entonces había conocido.

Durante algún tiempo permaneció así, inclinado sobre la mujer del capitán, casi rozándola. Luego apoyó la mano en el marco de la ventana para mantenerse en equilibrio y se fue agachando muy despacio hasta quedar sentado sobre sus talones al lado de la cama. Se balanceaba sobre las anchas puntas de sus pies, con la espalda derecha y sus manos fuertes y delicadas apoyadas en las rodillas. Sus ojos estaban redondos como cuentas de ámbar y sobre la frente le caían los revueltos mechones del pelo.

Carson McCullers (Estados Unidos, 1917-1987).

(Traducido al español por María Campuzano).