Regresa la primavera a Vancouver.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Decir Adiós es morir un poco (páginas 187 y 188)


En el cuarto contiguo resuenan los gritos de tus captores. Es la carcajada del cinismo, de esos abortos de una sociedad que se ostenta igualitaria. Resentidos con su miseria como fenotipo compartido. Marginados sin futuro que se arriesgan, sin nada que perder, a vivir en el presente la aventura de lo que sea, llámense asaltabancos, asesinos a sueldo, traficantes de drogas o de seres humanos, violadores, secuestradores, aquello que sus circunstancias individuales hayan dispuesto como un oráculo perverso. Son los más fuertes, los que logran sobrevivir a su paso por las cloacas, primero como niños de la calle y más tarde como adolescentes de la calle, para convertirse en este remedo de adultos que fueron de la calle pero que por fin han adquirido su lugar en el mundo, una vida con sentido gregario a través de la banda. Ahora ya hay alguien, entre jefes y compinches, que los llama, que los necesita, que les asigna una misión, que lamentará su muerte, nunca prematura porque apostaron contra la ley de probabilidades. Tienen una identidad, la suya propia, aunque sólo sea a través de la seudonimia: El Tribilín, El Pichicuaz, El Tostón, El Cadáver, La Guanga y el inefable Chino. El camino al infierno, dijo el empresario, está empedrado por las malas compañías.

Y mientras tú, ustedes, caminan despreocupados por la acera de enfrente hasta que llega el momento de transformarse en víctimas de esta pesadilla de la sociedad: los hijos que no supo educar, las ovejas negras, los hermanos pobres, miembros de la familia de quienes todos se avergüenzan pero que no por ello dejan de ser parientes. Los escuchas reír y alburearse entre ellos mientras se embriagan. ¿Cómo les va a importar tu vida, si están tratando de borrar la suya?

Jules Etienne

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