Regresa la primavera a Vancouver.

sábado, 10 de septiembre de 2022

Septiembre: LOS SOÑADORES, de Isak Dinesen

"...  no había dama en Inglaterra que la venciese entonces; pero otras se ponía la capucha de lino de las italianas..."

(Fragmento)

Una vez había una fiesta en un pueblo, con farolillos alrededor de una fuente en el anochecer claro. La presenciamos desde un balcón. Varias veces, también, fuimos al mar. Todo esto fue en el mes de septiembre, un buen mes en Roma: el mundo empieza a ponerse marrón, pero el aire es transparente como el agua de montaña, y sorprende que se llene de alondras, y que canten allí, en esa época del año.

A Olalla le encantaba todo esto. Tenía un gran amor a Italia, y muchos conocimientos sobre la buena comida y el vino. A veces se emperifollaba, vistosa como un arco iris, con cachemires y plumas, como la amante de un príncipe, y no había dama en Inglaterra que la venciese entonces; pero otras se ponía la capucha de lino de las italianas, y bailaba en los pueblos al estilo rural. Entonces no había bailarina más fuerte ni más graciosa; aunque ella prefería mucho más sentarse conmigo a ver bailar. Estaba extraordinariamente viva a todas las impresiones. A donde íbamos, observaba muchas más cosas que yo, aunque he sido buen deportista toda mi vida. Pero al mismo tiempo no parecía haber para ella mucha diferencia entre la alegría y el dolor, o entre lo triste y lo agradable. Para ella, las dos cosas eran igualmente bienvenidas, como si considerase que en el fondo eran lo mismo.

Una tarde regresábamos a Roma, hacia la puesta de sol, y Olalla, con la cabeza descubierta, guiaba el caballo manteniéndolo al galope. La brisa le apartaba sus largos y oscuros rizos de la cara, revelándome otra vez la larga cicatriz de una quemadura que, como una pequeña serpiente blanca, le corría de la oreja izquierda a la clavícula. Le pregunté, aunque ya lo había hecho antes, cómo había llegado a quemarse de esa manera. No me contestó; en vez de eso, empezó a hablarme de los grandes prelados y mercaderes de Roma que estaban enamorados de ella; hasta que le dije, riendo, que no tenía corazón. Tras este comentario se quedó callada un rato, mientras seguíamos a gran velocidad, con la luz del sol dándonos de lleno en la cara.

- Sí -dijo por último-; sí tengo corazón. Pero está enterrado en el jardín de una pequeña villa blanca cerca de Milán.

- ¿Para siempre? -pregunté.

- Sí, para siempre -dijo-; porque es el lugar más bonito.

- ¿Qué hay allí -le pregunté, asaltado por los celos-, en esa pequeña villa blanca de Milán, que amerite guardar tu corazón para siempre?

- No lo sé -dijo-. No debe de haber mucho, ahora, ya que nadie limpia el jardín de malas hierbas ni toca el piano. Puede que vivan desconocidos allí, ahora. Pero también hay claridad lunar cuando la luna brilla en lo alto, y las almas de personas muertas.

A menudo hablaba de esa manera vaga y singular, y lo hacía de forma tan graciosa, afable y hasta humilde, que siempre me encantaba. Estaba deseosa de agradar, y se esforzaba todo lo posible; aunque no como la criada que se queda envarada por miedo a causar desagrado, sino como alguien muy rico que te colma de favores volcando sobre ti el cuerno de la abundancia. Como una leona domesticada, de dientes y garras fuertes, que se gana tu favor. A veces me parecía una niña; luego, a continuación, una vieja, como esos acueductos construidos hace mil años que se alzan en la campagna y proyectan sus largas sombras en el suelo, con sus muros majestuosos, antiguos y resquebrajados brillando al sol como el ámbar. Yo me sentía como un ser nuevo y torpe en el mundo, como un niño ridículo junto a ella, en esos momentos; y siempre le encontraba algo que me hacía verla más fuerte que yo. De haberme enterado de que podía volar, y alejarse de mí y del mundo cuando quisiese, me habría causado la misma impresión, creo.

Hasta finales de septiembre no empecé a pensar en el futuro. Entonces comprendí que no podía vivir sin Olalla. Si intentaba alejarme de ella, pensaba, mi corazón correría en su busca como corre el agua pendiente abajo. Así que pensé que debía casarme con ella y llevármela conmigo a Inglaterra.


Isak Dinesen: Karen Blixen (Dinamarca, 1885-1962).

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