Regresa la primavera a Vancouver.

miércoles, 16 de enero de 2019

ULTIMA THULE, de Vladimir Nabokov

 
"... su reino, entre las nieblas marítimas, en una isla remota y melancólica..."

(Fragmento)

Tú lo entiendes, desde luego. En la condición en la que yo me encontraba, la gente sin imaginación, quiero decir carente de su apoyo y de su espíritu inquisitivo, recurre a los reclamos de todo tipo de prodigios milagrosos; a los quirománticos de turbantes dramáticos que combinan sus destrezas mercantilistas en el mundo de la magia con los negocios de matarratas o de condones; a gordas y atezadas adivinas; pero especialmente a los espiritistas, que simulan una fuerza todavía sin identificar concediéndole los rasgos lechosos de un fantasma que consiguen que se manifieste en estúpidas formas físicas. Pero yo tengo mi cota de imaginación, y por lo tanto se abrían ante mí dos posibilidades: la primera era mi trabajo, mi arte, el consuelo que me proporciona mi arte; la segunda consistía en dar el salto y creer que una persona como Falter, bastante común en realidad, e incluso un tanto vulgar, a pesar de los juegos de salón de su ingeniosa mente, había llegado a conocer real y de modo concluyente aquello que ningún vidente, ningún brujo había alcanzado jamás.

¿Mi arte? Te acuerdas, ¿no es cierto?, de aquel extraño sueco o danés —o quizá islandés en lo que a mí respecta—, en cualquier caso aquel tipo rubio larguirucho, de tez anaranjada con pestañas de caballo viejo que se presentó como «un conocido escritor» y que, por un precio que te alegró (ya estabas confinada en la cama sin poder hablar, pero todavía me escribías notas divertidas con tiza en una pizarra, por ejemplo que las cosas que más te gustaban en la vida eran «los versos, las flores silvestres y la moneda extranjera»), me encargó que hiciera una serie de ilustraciones para el poema épico Ultima Thule, que acababa de componer en su lengua. Ni que decir tiene que no venía al caso que yo me familiarizara con su manuscrito porque el francés, idioma en el que nos comunicábamos con denodado esfuerzo, sólo lo conocía de oídas, y era incapaz de traducirme sus imágenes. Conseguí tan sólo entender que su héroe era algún rey nórdico, desgraciado y huraño; que su reino, entre las nieblas marítimas, en una isla remota y melancólica estaba infestado de intrigas políticas de algún tipo, de asesinatos, de insurrecciones y que un caballo blanco que había perdido a su jinete volaba por el páramo brumoso... Le gustó mi primer bosquejo en blanco y negro, y decidimos los temas de los otros dibujos. Cuando no volvió a la semana siguiente como me había prometido, llamé a su hotel, y me enteré de que se había ido a América.

Te oculté la desaparición de mi cliente, pero no seguí con los dibujos; luego, de nuevo, te pusiste tan enferma que no me apetecía ni pensar en mi pluma dorada ni en mis trazos de tinta china. Pero tras tu muerte, cuando las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde se hicieron especialmente insoportables, entonces, con febril y dolorosa avidez, cuya conciencia provocaba lágrimas en mis ojos, continué aquel trabajo que ya no tenía destinatario, y esa carencia, precisamente, era lo que concedía valor a mi tarea; su naturaleza intangible, espectral, la falta de objetivo o de remuneración me transportaban hasta regiones como aquella en la que tú, mi objetivo fantasma, existes, mi amada, una creación terrenal tan maravillosa y querida, que nadie vendrá nunca a reclamar; y como todo me distraía de mi tarea, engañándome con la pátina de la temporalidad en lugar de con el diseño gráfico de la eternidad, atormentándome con tus huellas en la playa, con las piedras de la playa, con tu sombra azul sobre la odiosa playa luminosa, decidí volver a nuestras habitaciones de París a instalarme a trabajar en serio. Ultima Thule, aquella isla nacida en el desolado mar gris de mi congoja ante tu muerte, ejercía ahora sobre mí la atracción de un hogar donde acoger mis pensamientos inefables.


 Vladimir Nabokov (Ruso nacionalizado estadounidense, 1899-1977).

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