Regresa la primavera a Vancouver.

lunes, 20 de agosto de 2018

Agosto: BILLAR A LAS NUEVE Y MEDIA, de Heinrich Böll

"... ciento cincuenta mil marcos. ¿No lleva fecha? Eso debió de ser en agosto de 1908."

(Fragmento del capítulo 4)

- Sí, Leonore, lo ha leído bien; el primer cobro de honorarios fue de ciento cincuenta mil marcos. ¿No lleva fecha? Eso debió de ser en agosto de 1908. Sí, estoy seguro, en agosto de 1908. ¿No ha comido usted jabalí alguna vez? No se ha perdido gran cosa, si quiere creerme a mí. Jamás me ha gustado. Caliente un poco de café, sacúdase el polvo y vaya a comprar pasteles si le apetecen. No diga tonterías, eso no engorda, no haga caso de lo que dicen. Sí, eso fue en 1913: una casita para el señar Kolger, camarero del café Kroner. No, no cobré honorarios. ¿Cuántos desayunos en el café Kroner? ¿Diez mil, veinte mil? Nunca lo calculé, iba allí todos los días, excepto aquellos en que me lo impidió una fuerza mayor.
 
Esa fuerza mayor, por cierto, la vi nacer: yo estaba al otro lado de la calle, en el terrado de la  casa número 8; oculto detrás de la pérgola, miraba a la calle y les vi dirigirse a la estación; muchos de ellos cantaban una canción patriótica, proferían el nombre de ese loco que todavía sigue montado en su corcel de bronce, cabalgando hacia Occidente; llevaban flores en sus gorras de obrero, en sus sombreros de copa, en sus bombines; flores en los ojales de sus chaquetas; llevaban prendas interiores normales sistema profesor Gustav Jäger envueltas en pequeños paquetes debajo del brazo; sus gritos llegaban hasta mí, e incluso las rameras de allá abajo en la Krämerzeile habían enviado a sus rufianes a la caja de reclutas, llevando debajo del brazo unas prendas interiores especialmente buenas y de abrigo... y yo esperaba en vano unos sentimientos que pudiera compartir con la gente que había en la calle; me sentía vacío y solo, envilecido, incapaz de entusiasmo y no comprendía por qué era incapaz; jamás había reflexionado acerca de ello; pensaba en mi uniforme de zapador, que olía a naftalina, que seguía cayéndome a la medida a pesar de que me lo había hecho cuando tenía veinte años y ahora había cumplido ya los treinta y seis; sólo esperaba que no me vería obligado a ponérmelo; quería seguir siendo solista, no convertirme en comparsa; aquellos que se dirigían cantando a la estación estaban locos; los que no podían desfilar eran considerados con compasión, y ellos setenían por unas víctimas porque no podían participar; yo, en cambio, estaba dispuesto a contarme de buena gana entre esas víctimas.
 
En el piso de abajo, mi suegra lloraba porque sus dos hijos habían tenido que marcharse con la primera quinta movilizada, a la esta- ción de mercancías donde se cargaban los caballos; gloriosos ulanos por los que mi suegra derramaba glo- riosas lágrimas; yo estaba detrás de la pérgola; toda- vía florecían las glicinas; y oía de boca de mi hijo de cuatro años, que estaba en la calle... quiero un fusil, quiero un fusil... y hubiera tenido que bajar a azotarle en presencia de mi gloriosa suegra; dejé que cantara, dejé que jugara con el chacó de ulano que le habían regalado sus tíos, dejé que arrastrara un sable, dejé que gritara: Francés muerto, inglés muerto, ruso muerto. Y permití que el comandante de la plaza me dijera con voz conmovida, casi entrecortada por un sollozo: lo siento muchísimo, Fähmel, siento muchísimo que todavía no podamos dejarle marchar, que todavía no pueda ir al frente, pero también en la retaguardia se necesita gente como usted.»

 
Heinrich Böll (Alemania, 1917-1985). Obtuvo el premio Nobel en 1972.

Las ilustraciones corresponden a un billete de cien marcos alemanes de 1908
y al paso del Zeppelin en agosto de ese mismo año.

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