Regresa la primavera a Vancouver.

viernes, 14 de agosto de 2020

Epidemias: LA CUARENTENA, de Jean-Marie Gustave Le Clézio


(Fragmento del diario del botánico, 28 de mayo)

Dos hombres habían sido desembarcados antes que nosotros y llevados directa- mente al edificio de la enfermería, situado cerca del dique, frente al islote Gabriel. Se trataba de un pasajero, monsieur Tournois, y de un miembro de la tripulación llamado Nicolas, ambos embarcados ilegalmente en Zanzíbar, y tan gravemente enfermos que las autoridades sanitarias de Port-Louis habían negado la libre plática al capitán Boileau. Jacques, que examinó de cerca al marinero Nicolas, me confesó que presentaba todos los síntomas de las viruelas confluentes.

Julius Véran es el prototipo del mal compañero de viaje, aquel que uno preferiría evitar. A bordo del Ava me cruzaba con él cada día en la cubierta, desde que zarpamos de Marsella. Es un hombre guapetón de unos cincuenta años, de espeso bigote y cabello negro y corto, con aspecto de suboficial de la guardia o de tratante de caballos. Su mala reputación se propagó por el barco y lo volvió caricaturesco. Jugador, mujeriego, fanfarrón y estafador, al parecer se había metido en una serie de sucios negocios, por lo que tenía mucha prisa por salir de Francia. Dice ser negociante de vinos, de viaje a Port Louis para montar un negocio de importación de vinos franceses. A Jacques, desde el primer momento, le dieron mala espina sus aires de grandeza, su exagerada obsequiosidad para con las señoras, su manera de besar la mano de Suzanne. Le puso el apodo de monsieur Véran el Verme: el gusano. El que se juntara con Bartoli -el hombre del que sospechábamos que era el espía de Correos que había informado de nuestra escala en Zanzíbar a las autoridades británicas- no contribuyó a que nos cayera simpático.

Ayer por la noche, cuando Jacques trataba de tranquilizar a Suzanne, oí a Véran el Verme reír con sarcasmo. Cuando le miré, se encogió de hombros y fue a echarse en el fondo de la barraca. A la luz de la lámpara punkah, su rostro blancuzco cruzado por el bigote parecía impasible, pero sus ojos vivaces brillaban con expresión malévola. Permanecí largo rato despierto, para vigilarlo. Había en el suelo una vibración incesante que no lograba reconocer, ora lenta y grave, ora aguda, que me perforaba el oído.

- ¿Escuchas? -pregunté a Jacques. Enderezó la cabeza, tratando de verme en la penumbra-. ¿Escuchas ese ruido? Hace una especie de chi, chi, o más bien, de chun, chun…

Se encogió de hombros. Llegó el sueño como un flujo irresistible que borra todas las miradas y acalla todos los ruidos.


J. M. G. Le Clézio: Jean-Marie Gustave Le Clézio (Francia, 1940).
Obtuvo el premio Nobel en 2008.

(Traducido al español por Thomas Kauf).
La novela completa puede leerse en Los libros de Mario.

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