Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

lunes, 9 de enero de 2023

Enero: LOS INVICTOS, de William Faulkner

"Era un enero claro y frío, con hielo en los surcos del camino; volvimos justo antes del oscurecer..."

(Fragmento del capítulo 3)

Después se marcharon, con el sombrero en la mano y andando de puntillas incluso en el terreno, por la suave y blanda tierra, como si en la casa hubiera alguien despierto que intentara dormir, o alguien dormido a quien pudieran despertar. Luego desaparecieron y Drusilla y yo nos volvimos y cruzamos el pórtico; su mano levemente posada en mi muñeca, pero descargando dentro de mí esa oscura y apasionada voracidad como con una sacudida eléctrica, su rostro a la altura de mi hombro, su pelo a trasquilones con un ramito de verbena en cada oreja, sus ojos mirándome fijamente con fiera exaltación. Entramos y atravesamos el vestíbulo, con su mano guiándome, sin apretar la mía, hasta llegar al salón. Entonces, me di cuenta por primera vez -el cambio que produce la muerte- no de que sólo era materia, sino de que yacía inerte. Pero no le miré todavía, porque cuando lo hiciera se me cortaría el aliento; me dirigí a tía Jenny, que acababa de levantase de una silla detrás de la cual se erguía Louvinia. Era la hermana de padre, más alta que Drusilla pero no mayor que ella; su marido resultó muerto, nada más empezar la guerra, por una granada de una fragata federal en Fort Moultrie; hacía seis años que había venido de Carolina a vivir con nosotros. Ringo y yo fuimos a buscarla en el carro al empalme de Tennessee. Era un enero claro y frío, con hielo en los surcos del camino; volvimos justo antes de oscurecer, con tía Jenny junto a mí en el pescante sosteniendo un parasol de encajes, y Ringo en la cama del carro, cuidando de un cesto que contenía dos botellas de jerez añejo, dos esquejes de jazmín que ahora eran arbustos en el jardín, y dos cristaleras de colores que había salvado de la casa de Carolina, donde habían nacido ella y padre y tío Bayard, y que padre le había colocado sobre una de las ventanas de la sala de visitas en forma de abanico; al subir por el camino de entrada, padre (que ya había vuelto del ferrocarril) descendió los escalones, la bajó en volandas del carro y dijo: «Hola, Jenny», y ella contestó: «Hola, Johnny», y se echó a llorar. Ella también se quedó de pie mirándome mientras me acercaba: el mismo pelo, la misma nariz arrogante, los mismos ojos de padre, salvo que eran atentos y muy juiciosos en vez de intolerantes. No dijo nada en absoluto; sólo me besó, con las manos suavemente apoyadas en mis hombros. Entonces habló Drusilla, como si hubiera aguardado a que acabase la vacía ceremonia con una especie de asombrosa paciencia, y una voz como de campana: nítida, insensible, monocorde, suave y triunfante:

- Ven, Bayard.

- ¿No será mejor que te acuestes ahora? -dijo tía Jenny.

- -dijo Drusilla, con su tono terso y arrobado-. ¡Oh, si! Habrá mucho tiempo para dormir.

William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962).
Obtuvo el premio Nobel en 1949.

(Traducido al español por Benito Gómez Ibáñez).

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