"Bailamos toda la noche. La primera afinidad fueron los tangos..."
Ya había cumplido
mis veintiún años cuando empecé una relación estable con una muchacha
estupenda. No sabría decir si éramos novios “o algo así”, como calificaba
Juliska a las que, según ella, eran uniones irregulares. Casi nunca nos veíamos
en casa, porque Mariana, que estudiaba Veterinaria, compartía un apartamento en
la Aguada con Ofelia, una compañera de estudios, y ésta se iba todos los fines
de semana a Maldonado, donde vivía su familia, de manera que el apartamento
quedaba a nuestra entera disposición.
A Mariana la
conocí en un baile del Club Banco Comercial. Bailamos toda la noche. La
primera afinidad fueron los tangos, algo infrecuente entre los jóvenes, pero
como entre cada tango y el siguiente transcurría a veces un cuarto de hora, nos
sentábamos, tomábamos unos tragos y nos contábamos las respectivas historias,
que no eran, vale reconocerlo, demasiado apasionantes. En realidad, no sé qué
tramos se dejó ella en el tintero, pero sí sé que yo omití mencionarle al
Dandy, mi iniciación con Natalia y mis encuentros con Rita.
Otra zona de
exploración mutua fue más importante. Es virtualmente imposible que, después de
varios tangos, dos cuerpos no empiecen a conocerse. En esa sabiduría, en ese
desarrollo del contacto se diferencia el tango de otros pasos de baile que
mantienen a los bailarines alejados entre sí o sólo les permiten roces fugaces
que no hacen historia. El abrazo del tango es sobre todo comunicación, y si
hubiera que adjetivarla diría comunicación erótica, un prólogo del cuerpo-a-cuerpo
que luego vendrá, o no, pero que en ese tramo figura en los bailarines como
proyecto verosímil. Y cuanto mejor se lleve en el baile la pareja, cuanto mejor
se amolde un cuerpo al otro, cuanto mejor se correspondan el hueso del uno con
la tierna carne de la otra, más patente se hará la condición erótica de una
danza que empezó siendo bailada por rameras y cafishos del novecientos y que
sigue siendo bailada por el cafisho y la ramera que unos y otras llevamos
dormidos en algún rincón de las respectivas almitas y que despiertan
alborozados y vibrantes cuando empiezan a sonar los acordes de El choclo o
Rodríguez Peña.
Así, los
sucesivos tangos de aquella noche, que no fue mágica sino muy terrestre,
permitieron que mi cuerpo y el de Mariana se conocieran y desearan, se
complementaran y necesitaran. Cuando, tres días después, nos despojamos de todo
ropaje y nos vimos tal cual éramos, el desnudo textual nos trajo pocas
novedades. Desde el quinto tango nos sabíamos de memoria. Algún detalle nuevo
(un lunar, siete pecas, el color de los vellos fundamentales) era poco menos
que subsidiario y no modificaba la imagen primera, la esencial, la que la
disponibilidad sensitiva de cada cuerpo había transmitido a los archivos de la
imaginación. La memoria del cuerpo no cae nunca en minucias. Cada cuerpo
recuerda del otro lo que le da placer, no aquello que lo disminuye. Es una
memoria entrañable, más, mucho más generosa que el tacto ya desgastado de las
manos, harto contaminadas de rutina cotidiana. El pecho que toca pechos, la
cintura que siente cintura, el sexo que roza sexo, toda esa sabrosa red de
contactos, aunque se verifique a través de sedas, casimires, algodones, hilos o
telas más bastas, aprenden rápida y definitivamente la geografía del otro
territorio, que llegará, o no, a ser amado, pero que por lo pronto es
fervorosamente deseado. Después de todo, el germen del amor tendrá mejor
pronóstico si se lo siembra en el surco del deseo. ¿Dónde habré leído esto? A
lo mejor es mío. Lo anoto para el tema de un cuadro (sin relojes): El surco del
deseo. Tal vez suene demasiado literario. Pero no. Debe mostrar a una pareja
que baila tango. Sólo eso. El surco del deseo. Nada más. Que el público
imagine. Ya queda dicho: entre Mariana y yo la primera alianza fue la de los
cuerpos. El suyo era sin duda una de las siete maravillas de mi mundo. El mío
era por lo menos un manojo de sensaciones nuevas. Los recorrimos,
disfrutándolos, confirmando palmo a palmo la información veraz que transmitiera
el tango. Durante varios encuentros seguimos fascinados por esa comunión. No
había pregunta de un cuerpo que no supiera o no pudiera responder el otro.
¡Hablábamos tan poco! Creo que teníamos miedo de que la palabra, al invadir
nuestro espacio, nos trajera querellas, fracturas, desconfianzas. ¡Y el
silencio era tan sabroso, era tan rico el tacto!
Así hasta que las
palabras, otras y lejanas palabras, irrumpieron. Una noche llegué a mi casa y
Juliska me esperaba con un sobre color crema. “Llegara con mucha perfuma”,
observó la yugo con toda la sonrisa de su boca campesina. El sobre llevaba
estampillas brasileñas y no había remitente. Esperé hasta llegar a mi cuarto y
allí lo abrí. Contenía una postal de Bahía: “Te felicito por la exposición. Me
gustó tu aporte a mis agujas de las 3 y 10. No te enjuiciaré por plagio. ¿Has
pensado en otra variante de la misma hora? ¿Que ella sea el minutero y él el
horario? Sería una buena innovación. Te regalo la idea. O mejor te la cambio
por un retrato. Eso sí, píntame con un relojito pulsera que marque las 3 y 10.
Ah, y gracias por el homenaje. Besos y besos de mi boca débil en tu boca
fuerte, todos de tu Rita".
Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009).