"Desde el Rialto miró Valentina los fastos del Canal Grande..."
(Fragmento)
Los primeros días en Venecia fueron grises y casi fríos, pero al tercero estalló el sol desde temprano y el calor vino enseguida, derramándose con los turistas que salían entusiastas de los hoteles y llenaban la piazza San Marco y la Mercería en un alegre desorden de colores y de lenguas.
A Valentina le agradó dejarse llevar por la cadenciosa serpiente que remontaba la Mercería rumbo al Rialto. Cada recodo, el puente dei Baretieri, San Salvatore, el oscuro recinto postal de la Fondamenta dei Tedeschi, la recibían con esa calma impersonal de Venecia para con sus turistas, tan diferente de la convulsa expectativa de Napóles o el ancho darse de los panoramas de Roma. Recogida, siempre secreta, Venecia jugaba una vez más a hurtar su verdadero rostro, sonriendo impersonal- mente a la espera de que en el día y la hora propicios su voluntad de mostrarse de verdad al buen viajero lo recompensaran de su fidelidad. Desde el Rialto miró Valentina los fastos del Canal Grande, y se asombró de la distancia inesperada entre ella y ese lujo de aguas y de góndolas. Penetró en las callejuelas que de campo en campo la llevaban a iglesias y museos, salió a los muelles desde donde podían enfrentarse las fachadas de los grandes palacios corroídos por un tiempo plomizo y verde. Todo lo veía, todo lo admiraba, sabiendo sin embargo que sus reacciones eran convencionales y casi forzadas, como el elogio repetido a las fotos que nos van mostrando en los álbumes de familia. Algo -sangre, ansiedad, o tan sólo ganas de vivir- parecía haber quedado atrás. Valentina odió de pronto el recuerdo de Adriano, le repugnó la petulancia de Adriano que había cometido la falta de enamorarse de ella. Su ausencia lo hacía aún más odioso porque su falta era de las que sólo se castigan o se perdonan en persona.
Julio Cortázar (Argentino nacido en Bruselas, Bélgica en 1914; y fallecido en París, Francia en 1984).