"... prohibir a los soldados aliados las zonas más infestadas de la ciudad. Sobre todas las paredes se leía Off limits…"
(Fragmento del capítulo primero: La peste)
La «peste» se había declarado en Nápoles el 1 de
octubre de 1943, el mismo día en que los ejércitos aliados habían entrado como
liberadores en la infortunada ciudad. El 1 de octubre de 1943 es una fecha
memorable en la historia de Nápoles, porque señala el comienzo de la liberación
de Italia y de Europa de la angustia, de la vergüenza y de los sufrimientos de
la esclavitud y de la guerra, y porque aquel mismo día se declaró la terrible
peste que de aquella infeliz ciudad se extendió poco a poco por toda Italia y
Europa.
La atroz sospecha de que el espantoso morbo hubiese sido llevado a
Nápoles por los mismos liberadores era ciertamente injusta; pero se convirtió
en certeza en el ánimo del pueblo cuando, con maravilla, mezclada de
supersticioso terror, se dio cuenta de que los soldados aliados permanecían extrañamente
inmunes al contagio. Éstos se movían tranquilos, sonrientes, sanos, en medio de
la muchedumbre de apestados, sin encontrar el repugnante morbo que elegía a sus
víctimas únicamente entre la población civil, no solamente en la ciudad, sino
del propio campo, extendiéndose como una mancha de aceite por el territorio
liberado a medida que los ejércitos aliados iban rechazando fatigosamente a los
alemanes hacia el Norte.
Pero estaba severamente prohibido, con amenaza de las
más graves penas, insinuar siquiera en público que el germen de la peste
hubiese sido llevado a Italia por los liberadores. Y era peligroso repetirlo en
privado, aun en voz baja, porque entre tantos y tan repugnantes efectos de
aquella peste el más repulsivo era la loca furia, la glotona voluptuosidad de
la delación. Apenas atacado por el morbo, cada uno se convertía en el espía del
padre y de la madre, de los hermanos, de los hijos, del esposo, del amante, del
cónyuge, de los amigos más caros; pero jamás de sí mismo. Una de las características
más sorprendentes y repulsivas de aquella extraordinaria peste, era, en
realidad, la de transformar la conciencia humana en un horrendo y fétido
bubón.
Para combatir el morbo, las autoridades militares inglesas y americanas
no habían encontrado otro remedio que prohibir a los soldados aliados las zonas
más infestadas de la ciudad. Sobre todas las paredes se leía Off limits, Out of
bounds coronados por el áulico emblema de la peste; un círculo negro dentro del
cual estaban inscritas dos barras negras cruzadas, similares a las dos tibias
cruzadas de las tapicerías y gual- drapas de los coches fúnebres.
En breve tiempo,
a excepción de algunas pocas calles del centro, la ciudad entera fue declarada
Off limits. Pero las zonas más frecuentadas por los liberadores eran
precisamente aquellas Off limits, es, decir, las más infestadas y por ello
prohibidas, porque está en la naturaleza del hombre, especialmente de los
soldados de todos los tiempos y de cualquier ejército, preferir las cosas
vedadas a las permitidas. Y así, el contagio, ya hubiese sido llevado a la
ciudad por los liberadores o transportada por éstos de la zona infestada a la
zona sana, alcanzó en poco tiempo una violencia terrible, a la cual daba un
carácter nefasto, casi diabólico, su macabro y obsceno aspecto de fiesta
popular, de kermés fúnebre, aquellas danzas de negros ebrios y mujeres casi
desnudas del todo, en las plazas y las calles, entre las ruinas de las casas
destruidas por los bombardeos; aquel furor de beber, comer, gozar, cantar, reír
y entregarse a la orgía en medio del hedor horrendo que exhalaban los
centenares y centenares de cadáveres sepultados bajo los escombros.
Era aquella
una peste totalmente distinta, pero no menos horrible, de las epidemias que
devastaron a Europa de vez en cuando durante el medievo. El extraordinario
carácter de aquel novísimo morbo era éste: que no corrompía el cuerpo, sino el
alma. Los miembros permanecían aparentemente intactos, pero dentro de la
envoltura de la carne el alma se pudría, se desmoronaba. Era una especie de
peste moral contra la cual no parecía haber defensa alguna. Las primeras en ser
contagiadas fueron las mujeres, que, en casi todas las naciones, son el
baluarte más débil contra el vicio y la puerta abierta a todo mal. Y esto
parecía una cosa maravillosa y dolorosísima, porque durante los años de la
esclavitud de la guerra hasta el día de la prometida y esperada liberación, las
mujeres, no sólo en Nápoles, sino en toda Italia, en toda Europa, habían dado
prueba, en medio de aquella miseria y aquel infortunio universal, de mayor
dignidad y mayor fuerza de carácter que los hombres. Ni en Nápoles, ni en los
demás países de Europa, las mujeres se entregaron a los alemanes. Tan sólo las
prostitutas habían consentido en el comercio con el enemigo; y ni siquiera
pública- mente, sino a hurtadillas, sea por no tener que sufrir la dura reacción
del sentimiento popular, sea porque tal comercio aparecía incluso ante ellas
como el delito de mayor oprobio que una mujer pudiese cometer durante aquellos
años.
Y he aquí que, por efecto de aquella repugnante peste, que como primera
manifesta- ción corrompía el sentido del honor y la dignidad femenina, la más
espantosa prostitución había llevado la vergüenza a cada tugurio y a cada
palacio. Pero ¿por qué decir vergüenza? Tanta era la inicua fuerza del
contagio, que prostituirse había llegado a ser un acto digno de alabanza, casi
una prueba de amor a la patria, y todos, hombres y mujeres, lejos de sonrojarse
por ello, parecían vanagloriarse de la propia y de la universal abyección.
Muchos, es cierto, a quienes la desesperación hacía injustos, casi excusaban la
peste; insinuaban que las mujeres tomaban el pretexto del morbo para
prostituirse, buscaban en la peste justificar su vergüenza. Pero un más
profundo conocimiento del morbo reveló en el acto que tal sospecha era maligna.
Porque las primeras en desesperarse de su suerte eran las mismas mujeres; y a
muchas he oído incluso llorar y maldecir aquella cruelísima peste que las
empujaba con irresistible violencia, contra la cual nada podía ser débil
virtud, a prostituirse como perras. Así están hechas desgraciadamente, las
mujeres. Tratan de comprar con sus lágrimas la justificación de su infamia y la
piedad Pero esta vez es necesario justifi- carlas y compadecerlas.
Curzio Malaparte: Curt Erich Suckert (Italia, 1898-1957).
(Traducido al español por Manuel Bosch Barrett).