"Después de una asamblea general de la aldea, los cosacos fueron a casa de Prokofi…"
(Fragmento del capítulo I de la primera parte)
Este misterio quedó esclarecido cuando la más audaz,
Mavra, cuyo marido estaba haciendo el servicio militar, se decidió a ir a casa
de Prokofi con el pretexto de pedir levadura fresca. Mientras Prokofi bajaba a
la cueva para buscársela, Mavra examinó a la turca y consideró que no valía
nada.
Minutos después, Mavra, muy arrebolada, con el pañuelo de la cabeza
torcido, coto- rreaba en la encrucijada, entre un grupo de mujeres.
- ¿Qué ha
podido encontrar en ella? ¡No lo entiendo! ¡Ni siquiera parece una mujer! Pero
¡quiá! ¡Está lisa por delante y por detrás! ¡Es una vergüenza! Hasta nuestras
chiquillas están más rollizas. La cintura es como la de una avispa; se la
podría partir en dos. Los ojos son negros y enormes, y ella los hace rodar como
un demonio. ¡Dios me perdone! A pesar de eso está embarazada.
- ¡No puede ser!
-exclamaron las mujeres.
- ¡Tal como lo digo! Entiendo algo de eso, no lo duden:
he tenido ya tres hijos.
- Y de cara, ¿cómo está?- ¿De cara? ¡Es, sencillamente,
amarilla! Sus ojos son tristes; es cierto que la vida no es alegre en un país
extraño. Además, amigas mías, olvidaba decirles que lleva los pantalones de
Prokofi.
- ¡No es posible! ¡Dios mío! ¡Qué vergüenza! -clamaron a coro las
mujeres, aterradas.
- ¡Lo he visto con mis ojos! Lleva los pantalones sin la
trenza roja, seguramente el pantalón de trabajo de Prokofi. Viste una camisa
larga y, sobre la camisa, el calzón de Prokofi, embutido en sus medias. ¡Al
verlo, el corazón me dio un vuelco!
Comenzaron a murmurar por el pueblo que la
mujer de Prokofi era una hechicera. La nuera de los Astakhov -vecinos más
cercanos de Prokofi- juró que había visto, el segundo día de Pentecostés, hacia
el alba, a la mujer de Prokofi con los cabellos sueltos y los pies descalzos,
ordeñar una vaca. A partir de este día, la ubre de la vaca se había secado,
achicándose como el puño de un niño; la vaca dejó de dar leche y acabó
reventando.
Una epidemia terrible cayó entonces sobre la región. Todos los días
aparecían los pastos cubiertos con los cadáveres de las vacas y los terneros. La
epidemia alcanzó en seguida a los caballos. Los rebaños de la aldea disminuían
a ojos vistas. Entonces un siniestro rumor comenzó a circular de casa en
casa.
Después de una asamblea general de la aldea, los cosacos fueron a casa de
Prokofi, quien salió a la puerta para saludarles.
- ¿Qué les trae por aquí,
cosacos?
La multitud rodea la puerta en silencio. Un anciano, un poco achispado,
gritó el prime- ro:
- ¡Tráenos a tu bruja, queremos juzgarla!
Prokofi se precipitó
en la casa, pero le dieron alcance en la antesala. Un fornido artillero,
apodado Luchnia, cogió a Prokofi por el cuello y, apretando su cabeza contra la
pared, dijo:
- ¡No hagas tonterías! La cosa no es para tanto. No te haremos
nada. A tu mujer la clavaremos con un palo al suelo. Más vale suprimirla que
dejar perecer toda la aldea por falta de sus bestias. Estate quieto, que, si
no, te romperé la cabeza contra el muro.
– Arrastren a esa perra hasta el patio
-aulló la muchedumbre.
Un camarada del regimiento de Prokofi cogió a la turca
por los cabellos con una mano, la amordazó con la otra y, arrastrándola hacia fuera,
la arrojó a los pies de la multitud.
Un grito agudísimo sobrepujó el alboroto,
Prokofi, derribando a los seis cosacos que intentaban sujetarle, corrió a su
cuarto y descolgó el sable, suspendido en la pared. Los cosacos se lanzaron
fuera, tropezando unos con otros. Prokofi franqueó de un salto los escalones de
la gradería, haciendo silbar el sable sobre su cabeza. La multitud, espantada,
se dispersó por el patio. Cerca de la alquería, Prokofi alcanzó al artillero
Luchnia, menos ligero que los demás, y le hendió hasta la cintura de un
sablazo. Entonces los cosacos, que se disponían a arrancar las estacas de la
cerca, huyeron por la estepa.
Media hora después, habiendo recobrado su valor,
la multitud se acerco al patio de Prokofi. Dos de ellos penetraron
cautelosamente, como exploradores, en la antesala. En el umbral de la cocina la
mujer de Prokofi yacía en un charco de sangre con la cabeza abatida y la lengua
apretada entre los dientes. Prokofi, ausente la mirada y la cabeza sacudida por
un temblor nervioso, abrazaba, arropándolo en una pelliza de piel de carnero,
un pedazo de carne roja que chillaba débilmente: era el hijo que acababa de
nacer antes de tiempo.
La mujer murió aquella tarde. La madre de Prokofi,
apiadada del niño, se lo llevó consigo. Lo instaló junto a su estufa de vapor,
alimentándole con leche de burra y, un mes más tarde, cuando no había duda de
que aquel chiquillo, atezado como un turco, estaba en salvo, lo llevó a la
iglesia, donde fue bautizado con el nombre de su abuelo: Pantelei.
Prokofi fue
condenado a presidio por la muerte de Luchnia y regresó doce años después. Con
la barba bermeja ya canosa recortada, vestido a la usanza moscovita, no parecía
un cosaco.
Recogió a su hijo y reemprendió las labores en la finca. Pantelei
crecía; tenía la piel atezada y la sangre ardiente. Se parecía a su madre por
la menguada estatura y la flexibilidad. Prokofi le casó con la hija de un
cosaco vecino. Desde entonces, la sangre turca fue mezclándose con la cosaca, y
de este modo se multiplicaron los cosacos de nariz aguileña, de belleza un
tanto salvaje, los Melekhov, a quienes se apodó los Turcos.
Mijaíl Shólojov (Rusia, 1905-1984). Obtuvo el premio Nobel en 1965.
La ilustración corresponde a pobladores de la aldea de Tymynski, a orillas del río Don, a finales del siglo XIX.