Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

martes, 31 de agosto de 2010

Páginas ajenas: LLUVIA DE AGOSTO, de Maruja Vieira


Otra vez tú me tiendes
tu lento cerco de diamantes.

contigo estaba escrito
el nombre del amor sobre la tierra.
contigo, lluvia de la media noche,
tierna raíz de astros.

Y caes
y me envuelves.
Eres música,
estás ciñéndome los pasos
y el mundo se me pierde,
porque lo borras tú con la mano invisible
con que cierras jazmines
y entreabres luciérnagas.
 
 
Maruja Vieira (Colombia, 1922)

lunes, 30 de agosto de 2010

Páginas ajenas: FINAL DE AGOSTO, de Cesare Pavese

"... me senté a fumar en la ventana olfateando el viento..."

(Fragmento inicial)

Una noche de agosto, de esas agitadas por un viento tibio y tempestuoso, caminábamos por la acera demorándonos e intercambiando escasas palabras. El viento que nos hacía caricias imprevistas me imprimió en mejillas y labios una oleada aromática, después continuó con sus torbellinos con las hojas ya secas de la avenida. Ahora bien, no sé si aquella tibieza sabía a mujer o a hojas estivales, pero el corazón me dio un vuelco repentino, hasta el punto de que me paré.

Clara esperó, medio volviéndose, que siguiera caminando. Cuando en la esquina nos embistió otra ráfaga, Clara hizo ademán de detenerse, sin levantar la mirada, otra vez a la espera. Delante del portal me preguntó si quería encender la luz o pasear un poco más. Me quedé un rato quieto en la acera -escuché el crujido de una hoja seca arrastrada sobre el asfalto- y le dije a Clara que subiese, la seguiría de inmediato.

Cuando, tras un cuarto de hora, llegué arriba, me senté a fumar en la ventana olfateando el viento, y Clara me preguntó a través de la puerta de la habitación si me había calmado. Le dije que la esperaba, y un instante después estuvo a mi lado en la estancia oscura, se apoyó en mi silla y disfrutaba de la tibieza del viento sin hablar. Aquel verano éramos casi felices, no recuerdo que nos hubiéramos peleado nunca y pasábamos muchas horas juntas antes de dormirnos. Clara lo comprende todo, y entonces me quería mucho; yo la quería a ella y no había necesidad de decírselo. Y, sin embargo, ahora sé que nuestras desgracias comenzaron esa noche.
 
¡Si al menos Clara se hubiera irritado por mi agitación y no me hubiera esperado con tanta docilidad! Podía preguntarme qué me había dado, podía tratar de adivinarlo ella misma, tanto más que lo había intuido, pero no callar, como hizo, llena de comprensión. Detesto a la gente segura de sí, y por primera vez detesté a Clara.
 
Aquella turbonada de viento nocturno me había traído inesperadamente, como suele ocurrir, a la piel y a la nariz un gozo remoto, uno de esos desnudos recuerdos secretos como nuestro cuerpo, que se diría que le son connaturales desde la infancia. La playa donde he nacido se poblaba en verano de bañistas y se cocía bajo el sol. Eran tres, cuatro meses de una vida siempre inesperada y distinta; agitada, desigual, como un viaje o una mudanza.
 
 
Cesare Pavese (Italia, 1908-1950)

sábado, 28 de agosto de 2010

Páginas ajenas: TIERRA ROJA, TIERRA NEGRA, de Cesare Pavese

 
Tierra roja, tierra negra,
tú vienes del mar,
del verde requemado
donde hay palabras
antiguas y fatiga rojiza
y geranios entre las piedras -
no sabes cuánto traes
del mar, voces y fatiga,
tú, rica como un recuerdo,
como la campiña desnuda,
tú, dura y dulcísima
palabra, antigua por sangre
recogida por los ojos;
joven, como un fruto
que es recuerdo y estación -
tu aliento reposa
bajo el cielo de agosto,
las olivas de tu mirada
endulzan el mar
y tú vives, revives
sin sorprender, segura
como la tierra, oscura
como la tierra, almazara
de estaciones y de sueños,
que a la luna se muestra
antiquísima, como
las manos de tu madre,
la cuenca del brasero.
 
 
Cesare Pavese (Italia, 1908-1950)
 
(Traducido del italiano por Jules Etienne)

jueves, 26 de agosto de 2010

Cinco cuentos peregrinos de García Márquez


¿Por qué cinco y no doce como lo indica el título original? Porque entre el total de relatos que integran el volumen Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez, sólo cinco acontecen durante el mes de agosto, y son a los que habré de referirme en esta breve reseña.
 
Su proceso de creación resultó tan peculiar, que el propio autor lo consigna en el prólogo de los mismos. Hay libros cuyo preámbulo ya de por sí justifica su lectura. Éste sería uno de ellos. Admite García Márquez al final de su exordio: "La escritura se me hizo entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación."
 
Respetando el orden con el que aparecen publicados, el primer relato sería Buen viaje, señor presidente. Apenas al inicio se establece que "El calor era insoportable en agosto, y él se quedaba en la hamaca hasta el medio día, leyendo al arrullo del ventilador de aspas del dormitorio." Más adelante, en esa misma página se lee:
 
"Uno de esos tantos agostos, mientras leía el periódico en la terraza, el presidente dio un salto de asombro.
 
- ¡Ah, caray! -dijo-. ¡He muerto en Estoril!"
 
En La Santa, de la que existe una versión fílmica titulada Milagro en Roma, desde su primer párrafo se disipa cualquier posible duda concerniente a la época del año en que transcurre: "Después del almuerzo Roma sucumbía en el calor de agosto. El sol de medio día se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma."
 
Espantos de agosto ya lleva implícito al mes en el propio título. "Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso..."

En Diecisiete ingleses envenenados, la protagonista, Plácida Linero, lleva ese nombre tan típico del universo garciamarquiano, que nada tiene que envidiarle a otros igual de rimbombantes como Fermina Daza o Ángela Vicario. "Era una mañana radiante de principios de agosto. Un domingo ejemplar, de aquellos veranos de después de la guerra en que la luz se comportaba como una revelación de cada día", principia, para indicar más adelante: "- Es inútil que siga rezando- dijo el oficial, sin la amabilidad de la primera vez-. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto."

La última referencia al mes de agosto corresponde a El verano de la señora Forbes, misma que, por cierto, también se adaptó al cine. "Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo."

Curioso predominio de elementos como la luminosidad, un sol ardiente y el inevitable calor que le acompaña, característicos de este mes en el hemisferio norte del planeta.
 
 
Jules Etienne

(La lectura de los Doce cuentos Peregrinos con su respectivo prólogo es posible en:

miércoles, 25 de agosto de 2010

Páginas ajenas: LOS CONVIDADOS DE AGOSTO, de Rosario Castellanos

"... en la feria de agosto pasaría ante los ojos de sus amigos..."

(Fragmento)

La anciana obedecía a regañadientes. ¿Por qué ese afán de arrojarla del paraíso de sus recuerdos felices a este presente hostil? Contempló a Mateo con expresión crítica.
 
- Deberías parecerte a Lisandro.
 
Mateo farfulló una disculpa ininteligible. Era tartamudo y prefería el silencio al ridículo.

A su turno, Ester lo examinó también sin indulgencia. Veía, en sus ojos inyectados, en sus labios resecos, los rastros de una parranda. Con una solicitud irónica, ofreció:
 
- ¿No prefieres un buen caldo con chile pastor? Dicen que revive las fuerzas.
 
Emelina rió hasta atragantarse.
 
- ¿Dónde aprendes esas cosas, Ester? Son recetas de casada.
 
Ester abatió los párpados con severidad.
 
- Cuando se tiene por hermano a un borracho es necesario saber de todo.
 
Mateo quiso defenderse. No era un borracho. ¿Por qué esta solterona estúpida era incapaz de comprender que en la feria de agosto pasaría ante los ojos de sus amigos como un apulismado, si no los acompañaba en sus diversiones? ¿Y dónde creía esta infeliz que se cerraban los tratos comerciales? En las cantinas, en los palenques, en...
 
La longitud de la réplica lo aterrorizó. No dijo una palabra.
 
Triunfante, Ester se sirvió un trozo más de cecina. La anciana continuaba hablando.
 
- Lisandro sí era un hombre de gabinete entero, no como los de ahora. Lo mismo domaba una yegua que componía unos versos. En mi álbum de soltera guardo los primeros que me dedicó. A unos ojos. Eran mi quedar bien. Todos me los piropeaban. Pero por modestia mis padres me enseñaron a tener la vista baja.
 
Ahora, en cambio, exhibía con impudicia la fealdad.
 
Emelina sintió una aguda punzada de angustia. Ella también llegaría a la vejez, pero sin haber estrechado entre sus brazos más que fantasmas, sin haber llevado en sus entrañas más que deseos y sobre su pecho la pesadumbre, no de un cuerpo amado, sino de un ansia insatisfecha.

Rosario Castellanos (México, 1925-1974)

martes, 24 de agosto de 2010

Páginas ajenas: PRESENTIMIENTO, de Emily Dickinson



Presentimiento es esa larga sombra
que poco a poco avanza sobre el césped
cuando el sol sus imperios abandona…
 
Presentimiento es el susurro tenue
que corre entre la hierba temerosa
para decirle que la noche viene.
 
 
Emily Dickinson (Estados Unidos, 1830-1886)
 
(Traducido al español por Carlos López Narváez)

sábado, 21 de agosto de 2010

Agosto: ÉL, de H. P. Lovecraft

"... cuando Greenwich era un pueblecito apacible aún no absorbido por la ciudad."

(Fragmento)

Entonces, durante uno de estos paseos noctámbulos, conocí al hombre. Fue en un patio tenebroso y oculto del barrio de Greenwich, donde me había instalado en mi ignorancia, ya que había oído decir que aquel sitio era el hogar natural de los poetas y los artistas. Efectivamente, me encantaron las arcaicas callejuelas y las inesperadas plazoletas y patios; y cuando descubrí que los poetas y los artistas eran unos pretenciosos vociferantes cuya originalidad es toda oropel y cuyas vidas son la negación de toda la pura belleza que es la poesía y el arte, seguí viviendo allí por amor a esas cosas venerables. Las imaginaba como fueron al principio, cuando Greenwich era un pueblecito apacible aún no absorbido por la ciudad; y en las horas previas al amanecer, cuando todos los trasnochadores se habían escabullido, solía vagar a solas por los rincones misteriosos y meditar sobre los curiosos arcanos que las generaciones debieron de depositar allí. Esto me mantenía viva el alma, y me proporcionaba algunos de esos sueños y visiones por los que clamaba el poeta que había en lo más profundo de mí.

El hombre me abordó hacia las dos, una nublada madrugada de agosto, cuando deambulaba yo por una serie de patios independientes, ahora accesibles sólo por unos pasajes oscuros que cruzaban los edificios que se interponían, aunque en otro tiempo formaron parte de una red continua de callejas pintorescas. Había oído hablar de esos patios vagamente, y comprendí que hoy no debían de figurar ya en ningún plano; pero el hecho de que hubieran sido olvidados sólo los hacía más atractivos para mí, de forma que los buscaba con redoblado interés. Y ahora que los había encontrado mi ansiedad aumentó aún más, pues su disposición indicaba de algún modo que quizá eran éstos sólo unos pocos de un conjunto más vasto, sus duplicados encajonados entre altas y lisas paredes y desiertas viviendas traseras, u ocultos y sin luces de algún arco, respetados por las hordas de lenguas extranjeras y protegidos por furtivos y reservados artistas cuyas actividades no invitan a la publicidad.

Me habló, sin que yo le hubiera dado pie para ello, al observar mi actitud y el interés con que miraba puertas con aldaba situadas en lo alto de las escaleras barandilla de hierro, iluminándome entonces la cara el pálido resplandor que salía por los dinteles ornamentales. La suya quedaba en la sombra, y llevaba un sombrero de ala ancha que, en cierto modo, armonizaba perfectamente con la anticuada capa que lucía; pero me sentí vagamente inquieto aun antes de que dijera nada. Su figura era muy delgada -de una delgadez casi cadavérica-, y su voz resultó ser excepcionalmente suave y cavernosa aunque no especialmente profunda. Dijo que me ha estado observando durante algunos de mis vagabundeos y había notado que amaba como él los vestigios de tiempos pasados. ¿No me gustaría que me guiara alguien muy experto en estas exploraciones, y con una información sobre tales lugares mucho mayor que la que un recién llegado podía conseguir.

Mientras hablaba, vi fugazmente su rostro a la luz amarillenta de una ventana solitaria que brillaba en una buhardilla. Era un semblante noble, incluso hermoso, anciano, y mostraba los signos distintivos de un linaje y refinamiento poco común en esa época y lugar. Sin embargo, tenía cierta calidad que me producía desasosiego casi en la misma medida en que me agradaba su semblante: quizá era demasiado pálido, o desentonaba excesivamente mente con la ciudad, para que yo me sintiera cómodo o a gusto. No obstante, le seguí, pues, en aquellos días monótonos, mi búsqueda de antiguas bellezas y misterios era lo único que mantenía viva mi alma, y me parecía un raro favor del Destino toparme con alguien cuyas excursiones parecían haber llegado mucho más allá que las mías. Hubo algo en la noche que obligó al hombre de la capa a guardar silencio, y durante una hora larga me guió sin conversaciones superfluas, haciendo tan sólo brevísimos comentarios sobre nombres antiguos y fechas y cambios, e invitándome a caminar con un gesto amplio al adentrarnos por estrechas aberturas. Cruzamos de puntillas algunas travesías, saltamos alguna tapia de ladrillo, hasta que nos internamos a gatas por un pasadizo de piedra bajo y abovedado, cuya inmensa longitud y tortuosas revueltas borraron al fin las referencias de situación geográfica que hasta ahora había procurado yo conservar. Las cosas que vimos eran muy viejas y maravillosas, o al menos lo parecían, iluminadas por los escasos rayos de luz que nos las hacían visibles; jamás olvidaré las vacilantes columnas góticas, las pilastras estriadas y postes de verja hechos de hierro fundido y rematados con urnas, las ventanas de amplios dinteles y decorativos montantes en abanico más originales y extraños cada vez a medida que nos internábamos en este interminable laberinto de desconocida antigüedad.


H. P.Lovecraft: Howard Phillips Lovecraft (Estados Unidos, 1890-1937).

viernes, 20 de agosto de 2010

Agosto: NOTAS SOBRE EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS FANTÁSTICOS


La razón por la cual escribo cuentos fantásticos es porque me producen una satisfacción personal y me acercan a la vaga, escurridiza, fragmentaria sensación de lo maravilloso, de lo bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas (escenas, arquitecturas, paisajes, atmósfera, etc.), ideas, ocurrencias e imágenes. Mi predilección por los relatos sobrenaturales se debe a que encajan perfectamente con mis inclinaciones personales; uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos rigen y frustran nuestros deseos de indagar en las infinitas regiones del cosmos, que por ahora se hallan más allá de nuestro alcance, más allá de nuestro punto de vista. Estos cuentos tratan de incrementar la sensación de miedo, ya que el miedo es nuestra más fuerte y profunda emoción y una de las que mejor se presta a desafiar los cánones de las leyes naturales. El terror y lo desconocido están siempre relacionados, tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen convincente de la destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica y de las presencias exteriores sin hacer énfasis en el sentimiento de miedo y horror. La razón por la cual el factor tiempo juega un papel tan importante en muchos de mis cuentos es debida a que es un elemento que vive en mi cerebro y al que considero como la cosa más profunda, dramática y terrible del universo. El conflicto con el tiempo es el tema más poderoso y prolífico de toda expresión humana.
 
Mi forma personal de escribir un cuento es evidentemente una manera particular de expresarme; quizá un poco limitada, pero tan antigua y permanente como la literatura en sí misma. Siempre existirá un número determinado de personas que tenga gran curiosidad por el desconocido espacio exterior, y un deseo ardiente por escapar de la morada-prisión de lo conocido y lo real, para deambular por las regiones encantadas llenas de aventuras y posibilidades infinitas a las que sólo los sueños pueden acercarse: las profundidades de los bosques añosos, la maravilla de fantásticas torres y las llameantes y asombrosas puestas de sol. Entre esta clase de personas apasionadas por los cuentos fantásticos se encuentran los grandes maestros -Poe, Dunsany, Arthur Machen, M. R. James, Algernon Blackwood, Walter de la Mare; verdaderos clásicos- e insignificantes aficionados, como yo mismo.
 
Sólo hay una forma de escribir un relato tal y como yo lo hago. Cada uno de mis cuentos tiene una trama diferente. Una o dos veces he escrito un sueño literalmente, pero por lo general me inspiro en un paisaje, idea o imagen que deseo expresar, y busco en mi cerebro una vía adecuada de crear una cadena de acontecimientos dramáticos capaces de ser expresados en términos concretos. Intento crear una lista mental de las situaciones mejor adaptadas al paisaje, idea, o imagen, y luego comienzo a conjeturar con las situaciones lógicas que pueden ser motivadas por la forma, imagen o idea elegida.
(...)
 
Considero cuatro tipos diferentes de cuentos sobrenaturales: uno expresa una aptitud o sentimiento, otro un concepto plástico, un tercer tipo comunica una situación general, condición, leyenda o concepto intelectual, y un cuarto muestra una imagen definitiva, o una situación específica de índole dramática. Por otra parte, las historias fantásticas pueden estar clasificadas en dos amplias categorías: aquellas en las que lo maravilloso o terrible está relacionado con algún tipo de condición o fenómeno, y aquéllas en las que esto concierne a la acción del personaje con un suceso o fenómeno grotesco.
 
Cada relato fantástico -hablando en particular de los cuentos de miedo- puede desarrollar cinco elementos críticos: a) lo que sirve de núcleo a un horror o anormalidad (condición, entidad, etc.); b) efectos o desarrollos típicos del horror, c) el modo de la manifestación de ese horror; d) la forma de reaccionar ante ese horror; e) los efectos específicos del horror en relación a lo condiciones dadas.
 
Al escribir un cuento sobrenatural, siempre pongo especial atención en la forma de crear una atmósfera idónea, aplicando el énfasis necesario en el momento adecuado. Nadie puede, excepto en las revistas populares, presentar un fenómeno imposible, improbable o inconcebible, como si fuera una narración de actos objetivos. Los cuentos sobre eventos extraordinarios tienen ciertas complejidades que deben ser superadas para lograr su credibilidad, y esto sólo puede conseguirse tratando el tema con cuidadoso realismo, excepto a la hora de abordar el hecho sobrenatural. Este elemento fantástico debe causar impresión y hay que poner gran cuidado en la construcción emocional; su aparición apenas debe sentirse, pero tiene que notarse. Si fuese la esencia primordial del cuento, eclipsaría todos los demás caracteres y acontecimientos, los cuales deben ser consistentes y naturales, excepto cuando se refieren al hecho extraordinario. Los acontecimientos espectrales deben ser narrados con la misma emoción con la que se narraría un suceso extraño en la vida real. Nunca debe darse por supuesto este suceso sobrenatural. Incluso cuando los personajes están acostumbrados a ello, hay que crear un ambiente de terror y angustia que se corresponda con el estado de ánimo del lector. Un descuidado estilo arruinaría cualquier intento de escribir fantasía seria.
 
La atmósfera y no la acción, es el gran desiderátum de la literatura fantástica. En realidad, todo relato fantástico debe ser una nítida pincelada de un cierto tipo de comportamiento humano. Si le damos cualquier otro tipo de prioridad, podría llegar a convertirse en una obra mediocre, pueril y poco convincente. El énfasis debe comunicarse con sutileza; indicaciones, sugerencias vagas que se asocien entre sí, creando una ilusión brumosa de la extraña realidad de lo irreal. Hay que evitar descripciones inútiles de sucesos increíbles que no sean significativos.
 
Éstas han sido las reglas o moldes que he seguido -consciente o inconscientemente- ya que siempre he considerado con bastante seriedad la creación fantástica. Que mis resultados puedan llegar a tener éxito es algo bastante discutible; pero de lo que sí estoy seguro es que, si hubiese ignorado las normas aquí arriba mencionadas, mis relatos habrían sido mucho peores de lo que son ahora.
 
 
H. P. Lovecraft: Howard Phillips Lovecraft (Estados Unidos, 1890-1937)
 
Nació el 20 de agosto de 1890. Precisamente hoy se cumplen 120 años.

jueves, 19 de agosto de 2010

Páginas ajenas: LA RISA, de Henri Bergson


(Fragmento inicial)

¿Qué significa la risa? ¿Qué hay en el fondo de lo risible? ¿Qué puede haber de común entre la mueca de un payaso, el retruécano de un vodevil y la primorosa escena de una comedia? ¿Cómo destilaríamos esa esencia única que comunica a tan diversos productos su olor indiscreto unas veces y otras su delicado perfume?

Los más grandes pensadores, a partir de Aristóteles, han estudiado este sutil problema. Todos lo han visto sustraerse a su esfuerzo. Se desliza y escapa a la investigación filosófica, o se yergue y la desafía altaneramente.

Nuestra temeridad al abordarlo también tiene la excusa de que no aspiramos a encerrar el concepto de lo cómico en los límites de una definición. Ante todo, como encontramos en él algo que vive, lo estudiaremos con la atención que merece la vida, por ligera que sea. Seguiremos su desarrollo, veremos cómo se abren sus flores, y así, forma tras forma, por insensibles gradaciones, se sucederán ante nuestros ojos las metamorfosis más extrañas. Nada de lo que veamos dejaremos de anotar. Es posible que con este contacto logremos algo más flexible que una definición teórica: un conocimiento práctico e íntimo como el que engendra un largo trato. Y acaso también resultará al final que habremos hecho sin saberlo, un conocimiento útil. La fantasía cómica, razonable a su modo, hasta en los mayores extravíos, metódica en su misma locura, quimérica, no lo niego, pero evocando en sus ensueños visiones que al punto acepta y comprende la sociedad entera, ¿cómo no habría de ilustrarnos sobre los procedimientos de la imaginación humana, y más particularmente sobre la imaginación social, colectiva y popular? Nacida de la vida y emparentada con el arte, ¿cómo no habría de decirnos también algo sobre el arte y sobre la vida?
 
 
Henri Bergson (Francia, 1859-1941) Obtuvo el premio Nobel en 1927.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Páginas ajenas: EL HOMBRE QUE RÍE, de J. D. Salinger

(Fragmento)

Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús -a puñetazos o a gritos estridentes- por los asientos más cercanos al Jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos adicionales -los mejores de todos- que llegaban hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio de "El hombre que ríe". Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. "El hombre que ríe" era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua de la bañera que se iba escurriendo.
 
Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el "hombre que ríe" había sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el "hombre que ríe" respiraba, la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no explicaba el sistema de respiración del "hombre que ríe" sino que lo demostraba prácticamente). Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general siempre que se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.
 
Todas las mañanas, en su extrema soledad, el "hombre que ríe" se iba sigilosamente (su andar era suave como el de un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite de los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos animales: perros, ratones blancos, águilas, leones, boas constrictor, lobos. Además, se quitaba la máscara y les hablaba dulce, melodiosamente, en su propia lengua. Ellos no lo consideraban feo. Al Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en adelante los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto de los comanches. El "hombre que ríe" era muy hábil para informarse de lo que pasaba a su alrededor, y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos profesionales más importantes de los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada estima y no tardó mucho en crear un sistema propio más eficaz. Empezó a trabajar por su cuenta. En pequeña escala, al principio -robando, secuestrando, asesinando sólo cuando era absolutamente necesario- se dedicó a devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos procedimientos criminales, junto con su especial afición al juego limpio, le valieron un lugar especialmente destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos (los bandidos que originalmente lo habían empujado al crimen) fueron los últimos en tener conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron tremendamente celosos. Uno a uno desfilaron una noche ante la cama del "hombre que ríe", creyendo que habían podido dormirlo profundamente con algunas drogas que le habían dado, y con sus machetes apuñalaron repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas. Pero la víctima resultó ser la madre del jefe de los bandidos, una de esas personas desagradables y pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed de venganza de los bandidos, y finalmente el "hombre que ríe" se vio obligado a encerrar a toda la banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De cuando en cuando se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se avenía a matarlos. (El "hombre que ríe" tenía una faceta compasiva que a mí me enloquecía.


J. D. Salinger: Jerome David Salinger (Estados Unidos, 1919-2010).

martes, 17 de agosto de 2010

Páginas ajenas: EL HOMBRE QUE RÍE, de Víctor Hugo


(Fragmento del capítulo II: Los comprachicos)

Los comprachicos hacían el negocio con niños; los compraban y los vendían, pero no los robaban. El robo de los niños era otra industria.
 
¿Y que hacían de esos niños? Monstruos. ¿Para qué? Para hacer reír.
 
El pueblo necesita reír, y los reyes también. En las plazas, hace falta el payaso y en los palacios necesitan el bufón: el primero se llama Turlupin, el segundo Triboulet. Los esfuerzos del hombre para proporcionarse goces, son a veces dignos de la atención del filósofo.
 
¿Qué bosquejamos en estas cuantas páginas preliminares? Un capítulo del más terrible de los libros que se podría titular: La explotación de los desdichados por los dichosos.
 
Un niño destinado a ser un juguete para los hombres, ha existido y existe todavía hoy. En las épocas cándidas y feroces, eso constituía una industria especial. El siglo XVII, llamado el gran siglo, fue una de esas épocas. Es un siglo muy bizantino. Tuvo la candidez corrompida y la ferocidad delicada, curiosa variedad de civilización. Un tigre con la boca pequeña, Mme. de Sévigné hacía melindres a propósito de la hoguera y de la rueda. Aquel siglo explotó mucho a los niños; los historiadores, aduladores de ese siglo, han ocultado la llaga, pero han dejado ver el remedio, a Vicente de Paúl.
 
Para conseguir hacer del hombre un juguete, es necesario trabajarlo cuando es tierno; el enano se forma cuando es pequeño. Un niño derecho no causa risa, pero jorobado sí.
 
De aquí nació un arte que tuvo cultivadores. Cogían al hombre, y le trocaban en un aborto; cogían una cara, y la convertían en un mascarón. Tasaban el crecimiento, y petrificaban el semblante. Esta producción artificial de casos teratológicos tenía sus reglas, era toda una ciencia. Imaginaos una ortopedia en sentido inverso. Donde Dios colocó la mirada, este arte ponía el estrabismo; donde Dios puso la armonía, establecíase la deformidad; donde Dios imprimió la perfección, se restablecía el bosquejo; pero para los inteligentes en tal arte, el bosquejo era la perfección.
 
También reformaban a los animales. La Naturaleza es nuestro cañamazo, y el hombre desea siempre añadir algo a la obra de Dios, y retoca la creación, unas veces para mejorarla y otras para empeorarla.
 
El bufón de la corte sólo era un ensayo para hacer retroceder al hombre hasta el mono; progreso retrospectivo. Al mismo tiempo trataban de transformar al mono en hombre.
 
 
Víctor Hugo (Francia, 1802-1885)

lunes, 16 de agosto de 2010

Páginas ajenas: EL REIDOR, de Heinrich Böll


Cuando me preguntan por mi oficio, siento gran confusión. Yo, al que todo el mundo considera un hombre de una gran seguridad, me pongo colorado y tartamudeo.
Envidio a las personas que pueden decir: soy albañil. Envidio a los peluqueros, contables y escritores por la simplicidad de su confesión, pues todos estos oficios se explican por sí mismos y no necesitan aclaraciones prolijas. Pero yo me siento obligado a responder: “Soy reidor.” Tal confesión implica otras preguntas, ya que a la segunda: “¿Puede usted vivir de ello?”, he de contestar con un sincero “”. Vivo de mi risa y vivo bien, pues mi risa -hablando comercialmente de ella- es muy cotizada. Soy un reidor bueno, experto; nadie ríe como yo, nadie domina como yo los matices de mi arte.
Durante mucho tiempo -y para prevenir preguntas enojosas- me he calificado de actor, sin embargo mis facultades mímicas y vocales son tan nimias que esta calificación no me parecía adecuada a la realidad. Amo la verdad, y la verdad es que soy reidor. No soy payaso ni cómico, no alegro a las gentes, sino que produzco hilaridad: río como un emperador romano o como un bachiller sensible, la risa del siglo XVII me es tan familiar como la del siglo XIX y si es preciso río como se ha hecho a través de todos los siglos, de todas las clases sociales, de todas las edades: lo he aprendido tal como se aprende a poner suelas a los zapatos. La risa de América descansa en mi pecho, la risa de África, risa blanca, roja, amarilla; y por un honorario decente la hago estallar, como mande el director artístico.
Me he hecho imprescindible, río en discos, río en cinta magnetofónica, y los directores de radionovelas me tratan con gran respeto. Río melancólicamente, moderadamente, histéricamente, río como un cobrador de tranvía o como un aprendiz del ramo alimenticio; produzco la risa mañanera, la vespertina, la nocturna y la risa del ocaso, en una palabra: allí donde haya necesidad de reír, allí estoy yo.
Créanme, este oficio es cansado, y lo es tanto más cuanto que -y esta es mi especialidad- domino la risa contagiosa. Por eso soy imprescindible para los cómicos de tercera y cuarta categoría, que con razón tiemblan por el efecto de sus chistes. Casi todas las tardes me siento en los locales de variedades para reír contagiosamente en los momentos débiles del programa, con lo que constituyo una especie de sutil claque. Este trabajo tiene que realizarse con gran exactitud: mi risa cordial y espontánea no ha de sonar demasiado pronto ni tampoco demasiado tarde, sino en el momento preciso. Entonces, según se ha programado, empiezo a soltar carcajadas y todos los asistentes se unen a mis risas, con lo que el chiste se ha salvado.
Después me dirijo, agotado, sigilosamente al camerino, me pongo el abrigo, feliz por haber terminado mi trabajo. En casa me esperan casi siempre telegramas con “Necesitamos urgentemente su risa. Grabación el martes” y, pocas horas más tarde, me acurruco en un expreso con demasiada calefacción y maldigo mi suerte.
Todo el mundo comprenderá que, terminada mi jornada o en vacaciones, tenga pocas ganas de reír: el ordeñador está contento si puede olvidarse de las vacas, el albañil feliz si puede olvidar el mortero y los carpinteros suelen tener en casa puertas que no funcionan o cajones muy difíciles de abrir. A los pasteleros les gustan los pepinillos en vinagre, a los carniceros el mazapán y los panaderos prefieren la carne al pan; a los toreros les encantan las palomas, los boxeadores se ponen pálidos si a sus hijos les sangra la nariz: lo comprendo muy bien, pues yo después del trabajo jamás me río. Soy un hombre super serio y la gente me considera -acaso con razón- pesimista.
En los primeros años de nuestro matrimonio, mi mujer solía decirme: “Ríete”, pero, mientras tanto, se ha dado cuenta de que no puedo satisfacer su deseo. Soy feliz cuando puedo relajar mis cansados músculos faciales, cuando puedo relajar mi cansado ánimo a base de una profunda seriedad. Sí, también la risa de los otros me pone nervioso, porque me recuerda demasiado mi oficio. El nuestro es, pues, un matrimonio tranquilo y pacífico, porque también mi mujer ha olvidado qué es reír. De vez en cuando la pillo con una sonrisa y entonces también yo sonrío. Hablamos sin levantar la voz, pues odio el ruido de las variedades, odio el ruido que puede reinar en los estudios de grabación. La gente que no me conoce me considera poco comunicativo. Tal vez lo sea porque he de abrir demasiado a menudo la boca para reír.
Sigo mi vida con rostro inmutable, sólo de vez en cuando me permito una leve sonrisa y a menudo me pregunto si habré reído alguna vez. Creo que no. Mis hermanos pueden decir que siempre he sido un muchacho serio.
Así pues, suelo reír de múltiples formas, pero desconozco mi propia risa.
 
 Heinrich Böll (Alemania, 1917-1996) Recibió el premio Nobel en 1972.
 (Traducido al español por José Moral Arroyo)

sábado, 14 de agosto de 2010

Payasos: EL HOMBRE ATADO, de Ilse Aichinger


(Fragmento)
 
Bajo la luz matinal, el domador de fieras que acampaba con su circo en las afueras del pueblo, observó al maniatado, que venía por el camino con la mirada reflexiva dirigida hacia el suelo. Vio que se detuvo y extendió la mano hacia algo. Dobló las rodillas, extendió un brazo para mantener el equilibrio, levantó del suelo con el otro una botella de vino vacía, se enderezó y la puso en alto. Se movía con lentitud para evitar que la cuerda lo volviera a cortar, pero al dueño del circo le parecía una constricción voluntaria de una gran velocidad. La gracia inconcebible de los movimientos lo fascinaron, y mientras el maniatado todavía buscaba con la mirada una piedra con qué romper la botella para cortar la cuerda con el gollete roto, el dueño del circo se acercó a él cruzando la pradera.  Ni los saltos de sus panteras más jóvenes lo habían cautivado de tal manera. “¡He ahí al maniatado!”.
 
Ya sus primeros movimientos provocaron tal aplauso que de la excitación se le subió la sangre a las mejillas al domador de fieras apostado en la orilla de la arena. El maniatado se irguió. Su propia sorpresa era siempre de nuevo la de un cuadrúpedo que se levanta. Se arrodillaba, se ponía de pie, saltaba y hacía la rueda. La admiración de los espectadores se debía al parecido con un ave que se queda voluntariamente en la tierra y se limita a prepararse para el vuelo. Los que iban, lo hacían por el maniatado: sus ejercicios de escolar, sus pasos y saltos ridículos hicieron que se pudiera prescindir de los acróbatas. Su fama creció de pueblo en pueblo, pero sus movimientos eran siempre los mismos, pocos movimientos, en el fondo corrientes, los cuales tenía que practicar una y otra vez de día dentro de la carpa en penumbra para conservar la ligereza dentro de la atadura. Como se quedaba totalmente dentro de ella, se liberaba también de ella, y como no lo encerraba, le daba alas y orientaba sus saltos, como los golpes de ala de las aves de paso cuando emprenden el vuelo durante el calor del verano y, titubeando, aun trazan pequeños círculos en el cielo.
 
Los niños de los alrededores ya sólo jugaban “El Maniatado”. Se amarraban unos a otros, y una vez la gente del circo encontró en una zanja a una niñita que estaba maniatada hasta el cuello y no podía respirar. La liberaron, y esa noche el maniatado les habló a los espectadores después de la función. Explicó brevemente que una atadura que no permitía saltos, no tenía sentido. De ahí en adelante, también hizo de payaso.
 
 Ilse Aichinger (Alemania, 1921)

viernes, 13 de agosto de 2010

Payasos: EL ESPEJO EN EL ESPEJO, de Michael Ende


(Fragmento)

El circo arde. El público ha huido atropelladamente. Las gradas están vacías, la carpa llena de humo y fuego. El payaso está solo en la pista. Su traje de lentejuelas centellea bajo la luz de las llamas. Su cara está blanca como la cal, debajo del ojo izquierdo brilla la consabida lágrima. Sobre la cabeza lleva ladeado un pequeño gorro puntiagudo. Con una fulgurante trompeta toca, solemne y ridículo, la gran melodía de despedida.
 
Todo es sueño. Sé que todo es sueño. Siempre lo supe desde que empecé a soñar que yo existía: este mundo no es real.
 
Ha concluido su canción sin prisa y sin tacha. Sale afuera y detrás de él se derrumban las vigas y los mástiles en llamas, la lona se hincha con el fuego y se hunde. El viento de la noche huele a ceniza y calor.
 
Fuera están los otros contemplando el incendio con los brazos caídos. Todos sabían que sucedería así. Ninguno ha hecho ademán de salvar algo. Ninguno llamó al payaso cuando estaba en medio del remolino de chispas, ninguno estaba preocupado por él, ni siquiera él mismo. En el resplandor, sus rostros parecen los rostros de personas dormidas. Ha empezado a llover un poco, pero demasiado tarde y no lo suficiente, sólo lo justo para que todos tengan el pelo mojado sobre la frente.
 
Cuando uno sabe en sueños que sueña, está a punto de despertarse. Yo me despertaré en seguida. Quizás este fuego no es de otra cosa que el primer rayo del sol del amanecer de otra realidad que se cuela debajo de mis párpados cerrados.
 
 
Michael Ende (Alemania, 1929-1995).

jueves, 12 de agosto de 2010

De payasos en Alemania: el de Heinrich Böll y los de Günter Grass

"... el payaso filarmónico que tocaba Jimmy the Tiger con botellas y dirigía un grupo de liliputienses."
 
"Nadie en el mundo entiende a un payaso, ni siquiera otro payaso."
Heinrich Böll
 
Oskar Matzerath, protagonista de El tambor de hojalata, de Günter Grass, mantiene un extenso vínculo con los payasos a lo largo de la novela: "Mi deuda con el circo es por el gusto con que vi las representaciones infantiles y por el encuentro, para mí tan importante, con Bebra, el payaso filarmónico que tocaba Jimmy the Tiger con botellas y dirigía un grupo de liliputienses." Incluso Bebra se refiere a él como un colega de profesión, cuando le dice: "Excelente Óscar, haga caso a un colega experimentado. Nosotros no debemos estar nunca entre los espectadores. Nuestro lugar está en el escenario o en la arena. Nosotros somos los que hemos de llevar el juego y determinar la acción, pues en otro caso son ellos los que nos manejan, y suelen tratarnos muy mal."
 
Termina por integrarse al grupo circense y con ellos tiene la oportunidad de viajar por primera ocasión en tren:
 
"- ¡Al fin llegó nuestro virtuoso del tambor! -exclamó el capitán y payaso musical. Y luego, recomendándonos mutuamente cuidado, hicimos a tientas el camino sobre los rieles y agujas, nos extraviamos entre los vagones de carga de un tren en formación hasta que encontramos, finalmente, el tren que traía del frente a los soldados con licencia, y en el que se había reservado un compartimiento especial al Teatro de Campaña de Bebra. Óscar tenía ya en su haber varios viajes en tranvía, y ahora iba a viajar en el tren. Al introducirme Bebra en el compartimiento, la Raguna levantó la vista de una labor cualquiera de aguja, me sonrió y me besó, sonriendo, la mejilla. Y sin dejar de sonreír y sin apartar por ello los dedos de su labor, me presentó a los miembros restantes del Teatro de Campaña, los acróbatas Félix y Kitty. La rubia Kitty, de un rubio color de miel y de piel algo gris, no estaba desprovista de en- cantos y tendría aproximadamente la talla de la Signora. Su acento ligeramente sajón aumentaba todavía su encanto. El acróbata Félix era sin duda alguna el más alto de la compañía. Medía por lo menos sus buenos ciento treinta y ocho centímetros. El pobre se acongojaba por su talla excesiva, y la aparición de mis noventa y cuatro centímetros no hizo sino aumentar su complejo."
 
Hans Schnier, el payaso de la novela de Heinrich Böll, no sólo también viaja en tren, sino que constituye una de sus rutinas cómicas:
 
"Soy un payaso de profesión designada oficialmente como «cómico», no afiliado a ninguna Iglesia, de veintisiete años de edad, y uno de mis números se titula: la partida y la llegada, una larga (casi demasiado) pantomima, en la cual el espectador acaba confundiendo la llegada con la partida; puesto que frecuentemente vuelvo a ensayar dicho número en el tren (consta de más de seiscientos mutis, cuya coreografía debo tener naturalmente presente), es evidente que de vez en cuando cedo a mi propia fantasía: entro de manera precipitada en un hotel, busco con la vista el cuadro de salida de trenes, lo descubro al fin, subo o bajo corriendo las escaleras, para no perder mi tren..."
 
Opiniones de un payaso concluye precisamente en la estación del tren. Su protagonista, desencantado y cínico, afirma que la filosofía de Kierkegaard resulta muy "útil para para un payaso en ciernes", y aborda el tema de las religiones con un sarcasmo implacable:
 
"- Los católicos me ponen nervioso -dije-, porque juegan sucio.
- ¿Y los protestantes? -preguntó riendo.
- Me irritan con su manoseo de las conciencias.
- ¿Y los ateos? -seguía riéndose.
- Me aburren porque siempre hablan de Dios.
- ¿Y qué es usted, pues?
- Soy un payaso -dije-, de momento, superior a mi fama..."
 
Respecto a su propio rostro, oculto por su caracterización cotidiana, hay un párrafo en el que queda expuesto:
 
"Desde el balcón fui cojeando al cuarto de baño para maquillarme. Fue un error encararme con papá sin maquillaje, pero su visita era lo que menos esperaba. Leo estaba siempre tan ávido por saber mi verdadera opinión, por ver mi verdadero rostro, mi verdadero yo. Esta vez lo vería. Él siempre tuvo miedo de mi «máscara, de mi frivolidad, de lo que él llamaba «no serio», cuando yo no llevaba maquillaje."

El contraste entre los payasos de la ficción -tanto el de Böll como los enanos del Teatro de Campaña de Grass- con Payaso de agosto, estriba en su amarga autenticidad. Günter Grass reunió sus poemas bajo este título como una catarsis necesaria. En Insomne, por ejemplo, dice: "Contaba mis enemigos/ y me quedé dormido contando./ Al despertar,/ conté mis amigos,/ entre ellos los muertos,/ que contaban por dos."

"¿Por qué decidió hablar ahora?", se preguntaba Mario Vargas Llosa: "Seguramente para limpiar su conciencia de algo que debía atormentarlo y también, sin duda, porque sabía que tarde o temprano aquel remoto episodio de su juventud llegaría a conocerse y su silencio echaría alguna sombra sobre su nombre y su reputación de escritor comprometido, y, como suele llamársele, de conciencia moral y cívica de Alemania. En todo esto no hay ni grandeza ni pequeñez, sino, me atrevo a decir, una conducta impregnada de humanidad, es decir, de las debilidades connaturales a cualquier persona común y corriente que no es, ni pretende ser, un héroe ni un santo."

Grass pareció olvidar lo que afirmaba Hans Schnier, el personaje de Böll: "El silencio es un arma eficaz; en la escuela, cuando tenía que comparecer ante el director o ante los profesores, me obstiné siempre en callar." De esa manera se habría evitado el episodio que tuvo que sufrir. De nuevo recurro a la novela de Böll: "Un triste color para una cosa triste, en la cual quizá había lugar para un payaso que se había hecho culpable del peor de los pecados en un payaso: despertar compasión". El mismo Heinrich Böll quien, por cierto, vistió el uniforme de la Wehrmacht durante más de seis años, resultó herido hasta en cuatro ocasiones y en abril de 1945 fue hecho prisionero por el ejército de los aliados tras una batalla en Renania del norte. Aunque desatendiendo lo que aconsejaba su propio personaje, nunca lo ocultó. Tal vez ese haya sido el verdadero pecado de Grass, por el que se le ha satanizado tanto.


 Jules Etienne


miércoles, 11 de agosto de 2010

Günter Grass: PAYASO DE AGOSTO


Sucedió en agosto. El 12 de agosto de 2006, para ser preciso. En una entrevista con motivo de la publicación de su libro de memorias Pelando la cebolla, que estaba a punto de salir a la venta en las librerías de todo el mundo, Günter Grass, el respetado autor de El tambor de hojalata y premio Nobel de literatura en 1999, confesó que siendo todavía un adolescente, a los quince años, ingresó a la Waffen-SS hitleriana. El escándalo fue mayúsculo, nadie le concedió el beneficio del atenuante por su inmadurez. A pesar de que intentó justificarlo en una declaración a la cadena BBC londinense: "Me sucedió como a muchos otros de mi edad. Estábamos trabajando para cumplir con nuestro servicio obligatorio y de pronto, al año siguiente, ya estaba la orden en la mesa. Sólo hasta que fui a Dresden entendí que formaba parte de la Waffen-SS", los medios lo criticaron sin misericordia y hasta algunos de sus amigos le dieron la espalda. Como consecuencia, Grass padeció una severa depresión.

Su catarsis consistió en dedicarse a escribir poesía que además ilustró con sus propios dibujos. El resultado es un volumen de poemas con el perfil de un doloroso autorretrato: Payaso de agosto, el cual hay quienes comparan -por su amarga melancolía, aunque bajo diferentes circunstancias-, con La balada de la cárcel de Reading, que escribiera Oscar Wilde durante el lapso de su reclusión (curiosamente, ambos nacieron un 16 de octubre, aunque con 73 años de diferencia).

De Pelando la cebolla son estos dos párrafos que explican dicho título:

"Al recuerdo le gusta jugar al escondite como los niños. Se oculta. Tiende a adornar y embellecer, a menudo sin necesidad. Contradice a la memoria, que se muestra demasiado meticulosa y, pendencieramente, quiere tener razón.

Cuando se lo atosiga con preguntas, el recuerdo se asemeja a una cebolla que quisiera ser pelada para dejar al descubierto lo que, letra por letra, puede leerse en ella: rara vez sin ambivalencia, frecuentemente en escritura invertida o de otro modo embrollada."

Y este poema corresponde a Payaso de agosto:

Como durante la infancia el payaso
del Circo Sarrasani
el nombre del mes es parecido.

Hacer payasadas,
gesticular
como antes, a los catorce.

Enseguida me encuentro cómico,
sometido al juicio sumario
de los justos.

E incluso el gorro puntiagudo, hecho
con el periódico de ayer,
queda bien, porque vale siempre.*
 
Jules Etienne

* Traducido del alemán por Miguel Sáenz con la colaboración de Grita Loebsac.

Aquí se encuentran las páginas iniciales de Pelando la cebolla:

lunes, 9 de agosto de 2010

Páginas ajenas: EL GATO Y EL RATÓN, de Günter Grass

(Fragmento)

Poco después de iniciada la guerra, al cumplir catorce años, Joaquín Mahlenko todavía no sabía nadar ni montar en bicicleta, no llamaba la atención ni mostraba aquella nuez en su garganta que más adelante habría de llamar la atención del gato.
 
Se le había dispensado de tomar las clases de gimnasia y natación ya que según los certificados médicos, su salud era más bien frágil.
 
Antes de que pudiera andar en bicicleta, sobre la que resultaba una figura un tanto cómica, con sus orejas de soplillo y las rodillas separadas durante el pedaleo, Mahlke se inscribió en un curso en la piscina cubierta de Niederstadt ,durante el invierno, para aprender a nadar, pero sólo fue admitido para la natación fuera del agua, con los niños de ocho a diez años.
 
No alcanzó a mostrar un gran progreso en el siguiente verano. El salvavidas en la playa de Brösen, quien tenía la complexión típica de su oficio con las piernas lampiñas, largas y delgadas, tuvo primero que practicar con Mahlke en la arena para luego mantenerlo a flote auxiliado por un sedal.

Sin embargo, al vernos una tarde tras otra echarnos al agua para volver platicando maravillas sobre el dragaminas hundido, se sintió motivado y dedicó su mejor empeño. Antes de que hubieran transcurrido un par de semanas, había logrado prescindir por completo de la ayuda del salvavidas.
 
Decidido y tomándoselo en serio, era capaz de nadar hasta el muelle y el gran trampolín de ida y vuelta. Conforme fue adquiriendo mayor resistencia comenzó a bucear desde el rompeolas sacando a la superficie conchas del Báltico y, más tarde, una botella de cerveza llena de arena que luego arrojaba a la distancia para volver a sacarla.
 
 
Günter Grass (Alemania, 1927). Recibió el premio Nobel en 1999.
 
(Traducido al español por Federico Gray)