Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

domingo, 8 de agosto de 2010

Agosto tórrido y canicular en EL TAMBOR DE HOJALATA

 
 
Una vez al año, durante los meses de verano, tenía la oportunidad de escribir al aire libre en Tesino por un par de semanas, al ser Anna de Suiza. Me sentaba a la mesa de piedra debajo de una pérgola de vid, contemplaba el paisaje centelleante -propio de una decoración teatral- de la zona sur y describía, bañado en sudor, el helado mar Báltico."

El párrafo anterior corresponde al ensayo Mirada retrospectiva sobre El tambor de hojalata (o el autor como dudoso testigo), en el que Günter Grass describe su experiencia personal acerca del extenso proceso creativo que implicó la novela en cuestión, con una saludable dosis de autocrítica literaria. Sin embargo, no deja de llamar la atención el énfasis que le concede Grass a esa paradoja en el citado texto autobiográfico, cuando mi experiencia personal como lector de El tambor de hojalata me provocó cierta sensación opuesta. Me refiero al hecho de que debido al entorno geográfico en que transcurre la acción, en una zona de Europa en la que los inviernos suelen ser implacables, cada vez que alude al mes de agosto la descripción del calor es agobiante. Tal vez se deba a que las páginas que tienen lugar durante el invierno resultan más predecibles, puesto que así es como se les espera, en tanto que la calidez estival, además de su persistencia, no dejaba de recordarme a mi natal Tampico, enclavado en pleno trópico.
 
Por ejemplo: “llegando finalmente hasta el lugar más sofocante y más propio de aquel mes de agosto: bajo la tribuna…”, o este otro, en el que incluso menciona a la canícula: “Y en esto se dijeron los pífanos: es igual brincar que saltar. Y el director de la charanga echaba pestes contra fulano y mengano, pese a lo cual los jóvenes de la charanga y de la banda seguían redoblando, silbando y trompeteando con un entusiasmo de todos los diablos, y Jimmy se extasiaba en pleno día tigre-canicular de agosto, hasta que, por fin, los miles y miles de camaradas que se apretujaban ante la tribuna comprendieron y exclamaron: ¡es Jimmy the Tiger, que llama al pueblo al chárleston!

De nuevo se percibe el bochorno en este otro párrafo: “Y sólo era porque el camino hasta Kobyella pasaba por Jan Bronski por lo que casi todas las tardes a las seis, aun en pleno calor asfixiante del mes de agosto, me apostaba yo cerca del barrio polaco y esperaba a Jan, que, al terminar el servicio, solía por lo regular irse puntualmente a su casa.”

Ya con la trama más avanzada nos encontramos de nuevo con que: “En el caluroso mes de agosto -creo que precisamente cuando volvía a anunciarse el feliz éxito de otra batalla envolvente, la de Smolensk-, fue bautizado mi hijo.” Y más adelante cuando vuelve a referirse a este mes, dice: “Era un atardecer de fines de agosto, lleno de aire de zumbidos de insectos”, que reitera de inmediato en el párrafo siguiente: “Dejamos pues afuera el terraplén y sus ruidos, el mes de agosto y sus insectos zumbadores.”

Los años transcurren en la novela y llega al momento que precede al final de la guerra: “Esto ocurría en los últimos días de agosto. De vez en cuando la luna se escondía tras una nube. Conté aproximadamente veinte muchachos. Los más jóvenes, como de catorce; los mayores, de dieciséis a diecisiete. En el cuarenta y cuatro tuvimos un verano seco y cálido.” Y, por supuesto, el sol es siempre protagonista ineludible de los veranos: “El sol de agosto caía a plomo sobre la cúpula de cemento.

De tal manera que sin siquiera poner en duda la palabra de Grass –después de todo, fue él mismo quien subtituló su ensayo El autor como dudoso testigo- infiero que no sólo escribió esos pasajes en el Báltico mientras sudaba al calor del verano, sino seguramente también algunos de los que aquí acabo de consignar.
 
Jules Etienne

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