"Esa noche, cuando la luna se elevó por el este, se encontraba en eclipse total..."
(Fragmento del capítulo 20: El eclipse)
El
padre Joaquín, que había traído consigo un cesto lleno del famoso febrífugo
llamado corteza de los jesuitas, se perdió en el Santa Ysabel; con
calor, cuidados y una decocción de este amargo medicamento, quizá la fiebre no hubiera
resultado mortal para ninguno de nosotros. No creo que el sitio tuviera que ser
el mayor inculpado; aunque es evidente que la dieta desacostumbrada, el súbito
descenso de la temperatura por la noche, los frecuentes chubascos que empapaban
la ropa de los soldados que se les secaba sobre el cuerpo, la humedad del suelo
sobre el que dormían -sin cuidarse de fabricarse plataformas como lo hacían los
nativos- fueron todos factores enemigos de la salud de todo español cuya
constitución no fuera de piedra. Pero pensé que mientras el coronel mantuvo a
los hombres severamente disciplinados y activamente ocupados, nadie había
manifestado el más ligero síntoma de la enfermedad; que, en realidad, la peste
que nos atormentaba era lo que los italianos llaman la influenza, que
atribuyen a misteriosas influencias planetarias, más que a las malas
condiciones sanitarias o a la proximidad de pútridos marjales. Es a menudo la
secuela de un difundido desamor, un crimen o un desastre público, o de una
prolongada guerra que ninguna de ambas partes tiene el coraje de acabar de
algún modo; y atribuyo mi propia recuperación al cuidado que había tenido en no
participar de manera directa en los malignos acontecimientos cuya crónica
estuvo a mi cargo.
La
primera muerte ocurrió el 17 de octubre, la vigilia de San Lucas Evangelista,
triste manera de hacernos recordar que no contábamos con médico alguno; y la
víctima no fue otra que el padre Antonio. Su fallecimiento causó profunda pena
a todos, salvo a los Barreto, pero sobre todo al vicario, que le había dado el
viático. Se lamentaba que daba pena sobre el cadáver del capellán y, con los
ojos alzados al cielo y lágrimas en las mejillas, pude oír que clamaba:
-
¡Oh, Señor, Dios mío, qué pesado es el castigo que has impuesto a mis pecados!
¿Me has dejado, Señor, sin un sacerdote con quien pueda confesarme...? ¡Oh,
padre Antonio de Serpa, cuán afortunada ha sido tu suerte! Sumido en situación
tan triste, de buen grado cambiaría mi suerte por la tuya: aunque tengo la
potestad de absolver los pecados de cada cual en esta isla, nadie puede hacer
lo mismo por mí.
Andando
con pie trastabillante de un sitio al otro, con la cara oculta en las manos, se
negaba a recibir consuelo alguno, aunque Pedro Fernández y Juan de la Isla le
imploraban que se serenara. Luego se arrastró a la iglesia y allí lloró sin
control frente al altar, rezando por el alma del padre Antonio y ensalzando sus
virtudes; y por fin se dirigió al cementerio y, pidiendo una espada, cavó una
tumba profunda con sus propios débiles brazos.
Esa
noche, cuando la luna se elevó por el este, se encontraba en eclipse total, lo
cual fue motivo de gran consternación: había oído decir que esa era una ocasión
en que las brujas estaban en libertad de cometer el mal que el capricho les
dictara, y que el espíritu de un gran personaje abandonaría su cuerpo antes de
que una nueva luna se elevara. Ningún centinela ocupó su puesto sin llevar un
amuleto al cuello y un camarada a su lado; y al romper el día corrió el rumor por
el campamento de que cierto oficial, al abandonar su tienda para ir a evacuar a
la luz de las estrellas, había visto a una mujer desnuda con una rama en la
mano que utilizaba para hechizar la residencia. Di poco crédito a este rumor;
pero otro, el de que el cadáver de Sebastián se había desintegrado durante la
noche, fuera por obra de perros hambrientos o de brujas, me fue solemnemente
confirmado por Myn.
Robert Graves (Inglaterra, 1895-1985).