Aunque Rainer María Rilke no se caracterizó a lo largo de su vida por la abundancia en materia de romances, entre 1907 y 1913 sostuvo correspondencia con Adelmina
Romanelli, una joven veneciana de quien se enamoró y a quien enviara más de treinta apasionadas cartas redactadas en francés. En la primera de ellas, escrita en la propia Venecia cuando recién la había
conocido, comienza:
Venecia, 26 de noviembre
hacia medianoche
hacia medianoche
Mi querida y hermosa Amiga:
Por primera vez a solas con su retrato, debo, en el silencio de la noche
veneciana, escribirle. Por breve que sea, esta carta atesorará el privilegio de
ser la primera. Otras habrá que le repetirán lo que ella viene a decirle tan
ingenuamente: Lo feliz que soy por haberla encontrado de nuevo bella y
admirable, tal y como usted lo es en todo.
Y
más adelante, en esa misma carta con que iniciaba la relación epistolar, le confiesa su amor:
Después de todo lo que hemos
hablado, lo que hemos sentido juntos durante estos días, es natural que la ame.
Hay que devolver a esta palabra su grandeza: por eso la pronuncio; de lejos:
porque he asumido por completo mi soledad; de cerca: porque aquellos a los que
amo me ayudan infinitamente a soportarla.
Pero
de entre todo el epistolario destaca una reflexión sobre la vida y la muerte
que remite desde Alemania tan sólo un par de semanas después:
Obernueland bei Bremen (Alemania)
Domingo 8 de diciembre de 1907.
En la vida hay muerte, y me sorprende que se pretenda ignorarlo: la muerte,
cuya implacable presencia sentimos en cada cambio al que sobrevivimos, porque
sentimos hay que aprender poco a poco a morir. Debemos aprender a morir: esto
es toda la vida. Preparar de lejos la obra maestra
de una muerte digna y suprema, una muerte donde el azar no tenga cabida, una
muerte bien hecha, muy feliz, entusiasta, como sólo los santos han sabido
formar, una muerte largamente madurada, que con sus propias manos borra su
nombre odioso, no siendo más que un gesto que devuelva al anónimo universo las
leyes reconocidas y salvadas de una vida intensamente realizada. Esta noción de
la muerte, que se ha desarrollado dolorosamente en mí de experiencia en
experiencia desde mi infancia, me ordena soportar humildemente la pequeña muerte
de cada día para hacerme digno de la que nos quiere grandes.
No me avergüenza, querida amiga,
haber llorado el otro domingo en la góndola fría y excesivamente mañanera que
giraba y giraba constantemente, pasando por barrios difusamente esbozados, tan
difusamente esbozados que me parecían pertenecer a otra Venecia, esta vez
situada en los limbos. Y la voz del “barcaiolo”, que pedía paso en la esquina
de un canal, quedaba sin respuesta, como si estuviera ante la misma muerte.
Y las campanas que, un momento
antes, había oído en mi habitación (en la habitación donde había vivido toda
una vida, en la que había nacido y en la que me disponía a morir) me parecían
muy nítidas; esas mismas campanas arrastraban tras de sí sonidos hechos de
jirones, errante sobre las aguas y se encontraban sin reconocerse.
Justo es esta muerte la que se
prosigue de continuo en mí sus caminos, la que trabaja en mí y me transforma el
corazón, la que incrementa el rojo de mi sangre, la que comprime la vida que
fue nuestra, a fin de que se convierta en una gota agridulce que circula por
mis venas, que penetra en todas partes, la que, al fin, es infinitamente mía.
Y sin evadirme de mi tristeza, soy
feliz, querida amiga, al sentir que usted existe, bella; feliz por haberme
entregado sin miedo a su belleza, igual que un pájaro se entrega, inmenso, al
espacio; feliz, querida amiga, por haber andado con verdadera fe sobre nuestras
aguas inciertas, hasta tocar tierra en la isla de su corazón, donde brota,
floreciente, el dolor. En fin, feliz…
Suyo,
R. María
Jules Etienne