martes, 31 de agosto de 2021
Venecia: MI ROMERÍA, de Emilia Pardo Bazán
lunes, 30 de agosto de 2021
VENECIA, de Mihai Eminescu
domingo, 29 de agosto de 2021
Venecia: EDIMBURGO, de Robert Louis Stevenson
sábado, 28 de agosto de 2021
Venecia: LA VIDA ERRANTE, de Guy de Maupassant
viernes, 27 de agosto de 2021
Venecia: ESPAÑA, VIAJE DURANTE EL REINADO DE DON AMADEO I DE SABOYA, de Edmundo de Amicis
jueves, 26 de agosto de 2021
Venecia: LA CASA SOLARIEGA (La familia Polianecki), de Henryk Sienkiewicz
miércoles, 25 de agosto de 2021
Venecia: A VENECIA, de Olindo Guerrini
martes, 24 de agosto de 2021
VENECIA, de Friedrich Nietzsche
De pie en el puente
yo el más joven en la noche café.
lunes, 23 de agosto de 2021
Venecia: HISTORIA DE LA NOCHE, de Jorge Luis Borges
J. L. B.
Buenos Aires, 23 de agosto de 1977.
domingo, 22 de agosto de 2021
Venecia: LAS ALAS DE LA PALOMA, de Henry James
sábado, 21 de agosto de 2021
Venecia: LOS PAPELES DE ASPERN, de Henry James
viernes, 20 de agosto de 2021
La Venecia de Henry James (segunda parte)
Prosiguiendo con el tema iniciado ayer sobre las persistentes alusiones a Venecia en las novelas y relatos de Henry James, procede la inclusión de La princesa Casamassima, uno de sus trabajos menos difundidos, publicado en 1886, el mismo año que Las bostonianas. Al capítulo XXX corresponden los siguientes párrafos:
"Tres semanas más tarde estaba en Venecia, desde donde dirigió una carta a la princesa Casamassima de la que reproduzco los principales pasajes:
Ésta será, probablemente, la última vez que le escriba antes de volver a Londres. Como ya ha estado en este lugar, podrá comprender con facilidad por qué aquí, precisamente aquí, siento deseos de hacerlo. Querida princesa, qué ciudad tan maravillosa, qué inefables impresiones y qué revelación tan exquisita. Tengo una habitación en una pequeña explanada y enfrente de una iglesia antigua que tiene la fachada cubierta de losas de mármol; en las hendiduras de las losas crecen florecillas silvestres cuyo nombre no conozco. En la puerta de la iglesia hay colgada una cortina de cuero vieja y oscura, tan gruesa como un colchón y con botones como si fuera un sofá; y no para de ir de un lado a otro mientras entran y salen de la iglesia mujeres y chicas que llevan la cabeza cubierta con un chal y calzan zuecos de madera. En el centro de la explanada hay una fuente que parece aún más vieja que la iglesia; tiene un aspecto muy primitivo, y creo que quienes la pusieron fueron los primeros pobladores, los que pasaron a Venecia desde el continente, desde Aquilea. Verá que he tragado ya mucha información histórica, y supongo que no se sorprenderá porque no ha vuelto a sorprenderse de nada desde el día en que descubrió que sabía algo de Schopenhauer. Puedo asegurarle que hoy no me acuerdo para nada de ese misógino rancio, porque miro con mucha simpatía a las mujeres y a las chicas que van a la fuente haciendo ruido con los zuecos y con el cántaro de cobre en la cabeza. La cara de las chicas venecianas tiene una asombrosa dulzura, y produce un efecto incomparable cuando su óvalo pálido y triste (todas parecen mal alimentadas) está enmarcado por el chal viejo y descolorido. Tienen un pelo precioso, que no ha conocido las tenacillas, y andan juntas de dos en dos o de tres en tres cogidas del brazo y sin mirar nunca a los ojos -así que no importa que las mire uno-, y llevan vestidos baratos de algodón, con unos pliegues sueltos, que tienen una línea tan bonita como todas las cosas de Italia. El tiempo es espléndido y me aso de calor, pero me gusta; por lo visto estaba hecho para que me espetaran como un pollo, y ahora descubro que he pasado frío oda mi vida, hasta cuando creía que tenía calor. No he visto uno solo de los hermosos patricios que posaban para los grandes pintores, aquellos señores gordos con cabellos de oro y perlas entrelazadas; pero estoy estudiando italiano para hablar con las chicas que trabajan en las fábricas de collares, porque estoy decidido a hacer que una o dos de ellas me miren por fin. Cuando han llenado los cántaros en la fuente, da gusto verlas ponérselos en la cabeza y andar otra vez sobre las lustrosas piedras de Venecia. Me encanta estar en un país donde las mujeres no llevan esos odiosos gorritos británicos. Ni siquiera entre las mujeres de mi clase -perdone la expresión que recuerdo que le molestaba- he visto en mi vida una chica joven que asomara las narices a la puerta sin habérselo puesto antes; y si usted las hubiera tratado tanto como las he tratado yo, sabría la degradación a que conduce una imposición semejante. El suelo de mi cuarto está hecho de ladrillos pequeños, y para refrescar el ambiente en esta temperatura, lo rocían, como ya sabrá usted, con agua. Como sigan rociándolo mucho, dentro de poco tiempo podré nadar; las persianas verdes están bajadas y el sitio resulta una buena piscina. La luz ardiente de la plaza entra por las rendijas. Fumo cigarrillos y en los momentos de descanso me tumbo en un sofá descolorido que hay en un rincón. Cuando estoy allí tengo al alcance las obras de Leopardi y un diccionario de segunda mano. Soy muy feliz, más feliz que en toda mi vida, salvo cuando estuve en Medley y no me preocupo por nada sino por el momento presente. No durará mucho, porque estoy casi sin dinero. Cuando termine la carta saldré a dar una vuelta por ahí, en esta espléndida tarde veneciana; y pasaré la noche en esa maravillosa plaza de San Marcos, que parece un gran salón al aire libre, escuchando música y sintiendo la brisa que se cuela entre esas dos extrañas columnas de la piazzetta que parecen formar un pórtico para ella. Casi no puedo creer que soy yo quien cuenta todas estas cosas tan bonitas; me digo más de doce veces al día que no es Hyacinth Robinson el que lo hace, y tengo que pellizcarme las piernas para saber que no estoy soñando. Pero dentro de poco, cuando vuelva al ejercicio de mi profesión en las dulzuras de Soho, tendré pruebas más que sobradas para convencerme; lo notaré en seguida por la vida y la condena que me esperan."
En 1888 fueron editadas tanto una breve narración titulada en inglés The Liar, como la novela Los papeles de Aspern. Con esa proclividad que James siempre mantuvo para los contactos epistolares entre sus personajes, en el tercer capítuo del relato El mentiroso, se puede leer:
"Así que, con este fin, decidió escribirle una carta desde Venecia utilizando un tono amistoso -puesto que no tenía por qué pensar que su amistad había terminado- pidiéndole noticias, narrando sus andanzas, esperando que pudieran verse pronto en Londres y sin decir una sola palabra acerca del cuadro. Los días fueron transcu- rriendo, pasó el tiempo, y no recibió respuesta alguna."
Tal vez Los papeles de Aspern sea, entre todas sus obras, la que mejor captura la atmósfera de Venecia. Pero eso merece un texto íntegro.
Dos años más tarde, en el cuarto capítulo de La musa trágica, se registra una muy breve alusión veneciana:
"La señora Rooth tenía un viejo pote verde, y oí hablar de su viejo pote verde. Oír hablar de él fue encapricharme del mismo, así es que fui a verlo, en el secreto de la noche. Lo compré, y hace un par de años se me cayó y lo hice añicos. Fue el fin de esa pequeña fase. Sin embargo, como ya habrán notado, no fue el fin de la señora Rooth. La vi posteriormente en Londres, y me la encontré hace uno o dos años en Venecia. Parece ser una gran errabunda."
Maude-evelyn es un relato de fantasmas que apareció en abril de 1900 en las pági- nas de la revista Atlantic Monthly. Al principio del capítulo 2 dice:
"Marmaduke le había escrito, ya que continuaban siendo amigos; y así ella supo que la tía y la prima del joven habían regresado sin él. Marmaduke había prolongado su estancia en Suiza, dirigiéndose después a los lagos italianos y a Venecia; ahora se encontraba en París. La noticia me extrañó un tanto, sabiendo yo como sabía que Marmaduke siempre andaba más bien escaso de dinero y que había podido permitirse ir a Suiza sólo gracias a la generosidad de su tío."
La copa dorada (The Golden Bowl, 1904), en su capítulo VII con el que inicia la se- gunda parte de la novela, propone la siguiente analogía:
"La abominación poco importa, pues eres irremediablemente redondo. Esto en ti es una de esas cosas que se siente, al menos las siento yo, como si se tocasen con la mano. Imagina que hubieras sido formado íntegramente mediante una gran cantidad de pequeños rombos piramidales, como aquella maravillosa parte del Palacio Ducal de Venecia, lo cual es muy bello en un edificio, pero condenadamente desagradable en un hombre con el cual uno se tiene que rozar, principalmente cuando este hombre es un pariente próximo."
Después de esto, sólo quedan pendientes Las Alas de la paloma, publicada en 1902 y adaptada exitosamente al cine en 1997, además de la ya mencionada Los papeles de Aspern, cuya más reciente versión fílmica se exhibió en el festival de Venecia en 2018.
Jules Etienne
Henry James (Estadounidense nacionalizado inglés, 1843-1916).
La ilustración corresponde a Coqueteo (Flirtation, 1894), de Eugene de Blaas.
jueves, 19 de agosto de 2021
Venecia: COMPAÑEROS DE VIAJE, de Henry James
miércoles, 18 de agosto de 2021
La Venecia de Henry James (primera parte)
Henry James es, sin duda, el más veneciano entre todos los escritores de habla inglesa. Su obra sería imposible de concebir sin Venecia como escenario. Cuando viajó por primera vez a Europa, era un joven neoyorquino de veintiséis años deslumbrado ante su derroche arquitectónico y la atmósfera impregnada de historia a orillas del mar Adriático: "Venecia es en verdad la Venecia de los sueños", aseguraba en una carta a su amigo John LaFargue fechada el 21 de septiembre de 1869.
martes, 17 de agosto de 2021
Venecia: CÁDIZ, de Benito Pérez Galdós
(Párrafo del capítulo II)
lunes, 16 de agosto de 2021
Venecia: CUENTOS DE WESSEX, de Thomas Hardy
(Fragmento de Un grupo de nobles damas)
Dama segunda. Barbara de la casa de Grebe, por el anciano médico
El año de formación de Edmond se había ampliado a catorce meses y la casa estaba lista para acogerlo a su regreso, en compañía de Barbara, cuando, en lugar del habi- tual correo para ella, llegó una carta para sir John Grebe escrita por el tutor, en la que se informaba de la terrible desgracia que les había ocurrido en Venecia. El señor Willowes y el tutor acudieron una noche al teatro la semana previa de Carnaval, con intención de presenciar una comedia italiana, y, por el descuido de uno de los apaga- velas, el teatro se había incendiado y venido abajo. Muy pocos perdieron la vida, gracias a los esfuerzos sobrehumanos de algunos de los miembros del público por rescatar a los heridos inconscientes, y de todos ellos fue el señor Willowes el que más heroicamente arriesgó su vida. Cuando entraba por quinta vez para salvar a sus congéneres, cayeron sobre él algunas vigas en llamas, y se le dio por muerto. Se recuperó, sin embargo, por obra de la Providencia, y aún conservaba la vida, si bien había sufrido quemaduras muy graves; y casi milagrosamente había logrado sobre- vivir, pues era su constitución de una fortaleza extraordinaria. Naturalmente, no se hallaba en condiciones de escribir, pero estaba recibiendo los cuidados de los mejo- res médicos. Tendrían más noticias con el siguiente correo o por emisario privado.
El tutor no detallaba el sufrimiento del pobre Willowes, pese a lo cual, nada más conocer la noticia, Barbara comprendió lo terrible que debió de para él y fue su instinto inmediato correr junto a su marido; pero, tras sopesar la posibilidad, juzgó imposible emprender tal viaje. Su salud estaba muy debilitada, y cruzar Europa en esa época del año o aventurarse a la travesía del golfo de Vizcaya en un velero eran empresas que difícilmente podían justificarse por su resultado. Estaba sin embargo ansiosa por partir, hasta que releyendo el final de la misiva cayó en la cuenta de que el tutor de su marido se mostraba de todo punto contrario a esta decisión, si es que llegaba a contemplarse, y los médicos eran de la misma opinión. Y, aunque el compa- ñero de Willowes se abstenía de exponer las razones, no tardaron éstas en descubrir- se poco después.
Sucedió que las peores quemaduras afectaron a la cabeza y el rostro del muchacho -ese rostro tan hermoso que a ella le había robado el corazón- y tanto el tutor como los cirujanos sabían que verlo antes de que las heridas hubiesen cicatrizado causaría en una dama joven y sensible más sufrimiento, por la impresión, que la felicidad que a él pudieran procurarle los cuidados de su esposa.
Thomas Hardy (Inglaterra, 1840-1928).
(Traducido al español por Catalina Martínez Muñoz).
domingo, 15 de agosto de 2021
Venecia: AXËL, de Auguste Villiers de L'Isle-Adam
sábado, 14 de agosto de 2021
Venecia: EL CARNAVAL, de Gustavo Adolfo Bécquer
viernes, 13 de agosto de 2021
Venecia: INOCENTES EN EL EXTRANJERO (Guía para viajeros inocentes), de Mark Twain
(Fragmento inicial del capítulo XXII)
Esta Venecia, que fue una República altanera, invencible y magnífica durante casi mil cuatrocientos años; cuyos ejércitos inspiraron el aplauso del mundo en cualquier lugar que batallasen y siempre que lo hacían; cuyas armadas casi dominaron el mar por completo, y cuyas flotas mercantes blanquearon los mares más remotos con las velas de sus buques y llenaron sus muelles con productos llegados de todos los climas, se ha convertido en presa de la pobreza, del abandono y de la decadencia melancólica. Hace seiscientos años, Venecia era la Autócrata del Comercio; sus almacenes eran el gran centro comercial, la casa de distribución desde la que se expandía el enorme comercio del Oriente hacia el mundo occidental. Hoy, sus muelles están desiertos, sus almacenes vacíos, sus flotas mercantes han desaparecido, sus ejércitos y armadas ya no son más que recuerdos. Su gloria ha pasado a mejor vida, y con la desmoronada grandiosidad de sus embarcaderos y palacios, ocupa su sitio entre lagunas estancadas, desamparada y empobrecida, olvidada del mundo. Aquel que en sus días prósperos dominaba el comercio de todo un hemisferio y procuraba el bienestar o el infortunio de las naciones con sólo mover un dedo, se ha convertido en el más humilde de los pueblos de la tierra: un mercachifle de cuentas de cristal para señora, de juguetes insignificantes y baratijas para niños y colegialas.
La venerable Madre de las Repúblicas apenas constituye un tema adecuado para una charla frívola o para el vano chismorreo de los turistas. Parece una especie de sacrilegio perturbar la sofisticación de los viejos romances que nos la presentan dulcemente, desde muy lejos, como a través de una bruma tintada que oculta a nuestros ojos su ruina y desolación. En realidad, deberíamos alejarnos de su miseria, de su pobreza y de su humillación, y pensar en ella sólo como era cuando hundió las flotas de Carlomagno; cuando humilló a Federico Barbarroja o cuando hizo ondear sus estandartes victoriosos sobre las almenas de Constantinopla.
Llegamos a Venecia a las ocho de la tarde, y subimos a un coche fúnebre propiedad del Grand Hotel d’Europe. En cualquier caso, se parecía más a un coche fúnebre que a ninguna otra cosa aunque, hablando con propiedad, era una góndola. ¡Así que ésta era la tan cacareada góndola de Venecia! La barca de cuento de hadas en la que los magníficos caballeros de los viejos tiempos acostumbraban surcar las aguas de los canales iluminados por la luna y contemplar la elocuencia del amor en los dulces ojos de las bellezas patricias, mientras el alegre gondolero, con su jubón de seda, tocaba la guitarra y cantaba como sólo los gondoleros saben cantar. Ésta era la famosa góndola y éste el guapísimo gondolero: la primera, una vieja canoa negra y oxidada, con el renegrido cuerpo de un coche fúnebre pegado en la mitad, y el segundo un golfillo descalzo y sarnoso que exhibía una parte de su indumentaria que debía haber quedado oculta al escrutinio público. Al poco, mientras doblaba una esquina y lanzaba su coche fúnebre hacia una deprimente zanja entre dos largas hileras de edificios altos y sin inquilinos, el alegre gondolero empezó a cantar, fiel a las tradiciones de su raza. Lo soporté un ratito. Después dije:
- Escuche, Rodrigo González Michelangelo, soy un peregrino, soy un extranjero, pero no permitiré que nadie hiera mis sentimientos con unos gañidos como ésos. Si continúa, uno de nosotros tendrá que acabar en el agua. Ya me parece bastante que mis hermosos sueños sobre Venecia se hayan visto socavados para siempre, en lo que se refiere a la romántica góndola y al hermoso gondolero; esta destrucción sistemática no debe continuar; aceptaré el coche fúnebre, a la fuerza, y podrá usted hacer ondear su bandera de tregua en paz, pero aquí mismo juro por algo muy negro y muy sangriento, que usted no seguirá cantando. Un solo aullido más, y lo arrojo por la borda.