"... salvo por algunos grupos de palomas importunas que picoteaban las migajas de un perpetuo festín..."
(Fragmento del capítulo 24)
La prueba de que la había comprendido totalmente estaba en aquel mismo lugar y ella, desde un principio, no había objetado para nada su magnífica adquisición. Le había demostrado lo que pensaba al respecto y él se alegró de su manera de aceptarlo; no tardó en tener conocimiento de esa parte de la transacción que le concernía directamente y la relación de Eugenio con tales cifras no pudo dejar de hacerse, por así decirlo, más y más insignificante. Gente encantadora, declarados amantes de Venecia, evidentemente, le habían abandonado su casa, y habían partido de allí hacia otras regiones para ocultar su vergüenza a la vez por aquello que enajenaban, aunque fuese brevemente, y por aquello que recibían, por más durable que fuera. Ellos habían preservado y respetado, y ahora Milly -su participación en esto era descarada- iba a disfrutar y a apropiarse. El palacio Leporelli guardaba su propia historia en su vasto interior, como un ídolo pintado, un solemne títere cargado de condecoraciones. Ornado de cuadros y de reliquias, el rico pasado de Venecia, con su estilo imborrable, era allí la presencia reverenciada y servida: lo que nos lleva otra vez a nuestro asunto de hace un momento, al hecho de que más que nunca, en aquella mañana de octubre -por torpe que fuera como novicia-, Milly se desplazaba lentamente de un extremo al otro del palacio como la sacerdotisa de un culto. Esa sensación, por cierto, se la daba el dulce sabor de la soledad, añorada y recuperada. La soledad era una necesidad para su espíritu cuando las cosas le hablaban profundamente, y era en medio del sosiego cuando las oía mejor: las otras voces le hacían perder su sentido. Eran otras voces las que la habían rodeado durante semanas y ella se había esforzado por escucharlas, por cultivarlas y responderles. Aquéllas habían sido semanas en las que eran otras cosas las que habían podido muy bien evitarle oír. Se había visto -mucho más de lo que las perspectivas en un principio prometían o amenazaban- abriéndose paso entre una multitud con una múltiple escolta. Las cuatro mujeres que habían descrito a sir Luke Strett como una falange relativamente compacta y aislada habían resultado ser, en última instancia, una bola rodante de nieve condenada a ocupar cada día más espacio.
(Fragmento del capítulo 27)
Esta conversación se había desarrollado en el centro de la plaza de San Marcos, vasta sala de recepción de suelo llano y de techo azul, enorme cámara de entrete- nimientos, siempre propicia a la conversación, o, mejor aún, para ser exactos, no en el centro sino donde nuestra pareja se detuvo al azar después de abandonar la amplia iglesia con forma de mezquita que ahora se elevaba detrás de ellos con sus cúpulas y sus agujas. A su frente se extendía el gran espacio abierto, rodeado por las arcadas, donde a esa hora era mayor el movimiento y el tránsito. Venecia, la Venecia de los turistas y de los posibles encuentros, desayunaba y, salvo por algunos grupos de palomas importunas que picoteaban las migajas de un perpetuo festín, la perspectiva se hallaba despejada y los dos jóvenes podían ver que sus compañeras aún no habían abandonado la mercería, en uno de los porches, donde momentos antes las habían dejado con el pretexto de echar una ojeada -la expresión era de Densher- a San Marcos.
Henry James (Estadounidense nacionalizado inglé, 1843-1916).
(Traducido al español por Alberto Vanasco).
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