(Fragmento inicial del capítulo XXII)
Esta Venecia, que fue una República altanera, invencible y magnífica durante casi mil cuatrocientos años; cuyos ejércitos inspiraron el aplauso del mundo en cualquier lugar que batallasen y siempre que lo hacían; cuyas armadas casi dominaron el mar por completo, y cuyas flotas mercantes blanquearon los mares más remotos con las velas de sus buques y llenaron sus muelles con productos llegados de todos los climas, se ha convertido en presa de la pobreza, del abandono y de la decadencia melancólica. Hace seiscientos años, Venecia era la Autócrata del Comercio; sus almacenes eran el gran centro comercial, la casa de distribución desde la que se expandía el enorme comercio del Oriente hacia el mundo occidental. Hoy, sus muelles están desiertos, sus almacenes vacíos, sus flotas mercantes han desaparecido, sus ejércitos y armadas ya no son más que recuerdos. Su gloria ha pasado a mejor vida, y con la desmoronada grandiosidad de sus embarcaderos y palacios, ocupa su sitio entre lagunas estancadas, desamparada y empobrecida, olvidada del mundo. Aquel que en sus días prósperos dominaba el comercio de todo un hemisferio y procuraba el bienestar o el infortunio de las naciones con sólo mover un dedo, se ha convertido en el más humilde de los pueblos de la tierra: un mercachifle de cuentas de cristal para señora, de juguetes insignificantes y baratijas para niños y colegialas.
La venerable Madre de las Repúblicas apenas constituye un tema adecuado para una charla frívola o para el vano chismorreo de los turistas. Parece una especie de sacrilegio perturbar la sofisticación de los viejos romances que nos la presentan dulcemente, desde muy lejos, como a través de una bruma tintada que oculta a nuestros ojos su ruina y desolación. En realidad, deberíamos alejarnos de su miseria, de su pobreza y de su humillación, y pensar en ella sólo como era cuando hundió las flotas de Carlomagno; cuando humilló a Federico Barbarroja o cuando hizo ondear sus estandartes victoriosos sobre las almenas de Constantinopla.
Llegamos a Venecia a las ocho de la tarde, y subimos a un coche fúnebre propiedad del Grand Hotel d’Europe. En cualquier caso, se parecía más a un coche fúnebre que a ninguna otra cosa aunque, hablando con propiedad, era una góndola. ¡Así que ésta era la tan cacareada góndola de Venecia! La barca de cuento de hadas en la que los magníficos caballeros de los viejos tiempos acostumbraban surcar las aguas de los canales iluminados por la luna y contemplar la elocuencia del amor en los dulces ojos de las bellezas patricias, mientras el alegre gondolero, con su jubón de seda, tocaba la guitarra y cantaba como sólo los gondoleros saben cantar. Ésta era la famosa góndola y éste el guapísimo gondolero: la primera, una vieja canoa negra y oxidada, con el renegrido cuerpo de un coche fúnebre pegado en la mitad, y el segundo un golfillo descalzo y sarnoso que exhibía una parte de su indumentaria que debía haber quedado oculta al escrutinio público. Al poco, mientras doblaba una esquina y lanzaba su coche fúnebre hacia una deprimente zanja entre dos largas hileras de edificios altos y sin inquilinos, el alegre gondolero empezó a cantar, fiel a las tradiciones de su raza. Lo soporté un ratito. Después dije:
- Escuche, Rodrigo González Michelangelo, soy un peregrino, soy un extranjero, pero no permitiré que nadie hiera mis sentimientos con unos gañidos como ésos. Si continúa, uno de nosotros tendrá que acabar en el agua. Ya me parece bastante que mis hermosos sueños sobre Venecia se hayan visto socavados para siempre, en lo que se refiere a la romántica góndola y al hermoso gondolero; esta destrucción sistemática no debe continuar; aceptaré el coche fúnebre, a la fuerza, y podrá usted hacer ondear su bandera de tregua en paz, pero aquí mismo juro por algo muy negro y muy sangriento, que usted no seguirá cantando. Un solo aullido más, y lo arrojo por la borda.
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