"... se retorcía, y agitaba pies y manos para cubrirse con una sábana, una cortina..."
(Fragmento)
Pues bien, lo que quiero contarles es mi primera mujer
de tono, la primera mujer de tono que he seducido. Perdón, quiero decir que me
ha seducido. Pues, al principio, somos nosotros quienes nos dejamos cazar,
mientras que más tarde..., ocurre lo mismo. Era una amiga de mi madre, una mujer
encantadora por lo demás. Esas mujeres, cuando son castas, lo son comúnmente
por necedad, y cuando se enamoran, son furiosas. ¡Y nos acusan de corromperlas!
¡Ya,ya! Con ellas, es siempre el conejo el que comienza, y jamás el cazador.
¡Oh, sí, tienen aspecto de no tocarlo, lo sé, pero lo tocan; hacen de nosotros
lo que quieren sin que lo parezca! Y luego ellas nos acusan de haberlas hecho
unas perdidas, de haberlas deshonrado y envilecido, ¿qué sé yo? La mujer de
quien les hablo, alimentaba sin duda unos deseos furiosos de hacerse envilecer
por mí. Tendría unos treinta y cinco años; yo apenas contaba veinte. Pensaba en
seducirla tanto como en hacerme trapense. Pero un día fui a visitarla, y me
quedé mirando con asombro su vestido, un peinador extremadamente abierto, tan
abierto como la puerta de una iglesia cuando tocan a misa; me cogió la mano, me
la estrechó como suelen la estrecharlas ellas en esos momentos, y dando un
suspiro medio desmayado, uno de esos suspiros que vienen de lo más hondo, me
dijo: "¡Oh, no me mires así, hijo mío!" "Me puse más rojo que un
tomate y me quedé más tímido que de costumbre, naturalmente. Sentí deseos de
marcharme pero seguía reteniendo con fuerza mi mano. La colocó sobre su pecho,
un bien desarrollado pecho, y dijo: "Mira. ¿sientes cómo late mi
corazón?" Ciertamente, lo sentía latir y comenzaba a asirlo, pero no sabía
cómo cogerlo, ni por dónde empezar. Después he cambiado. Como seguía con la
mano apoyada en la redonda curvatura de su pecho, mientras con la otra sostenía
mi sombrero. y como continuaba mirándola con una sonrisa confusa, necia y
tímida, se levantó de repente y, con voz irritada, dijo: "¡Oh! ¿Pero qué
hace usted, joven? ¡Es usted un indecente y un mal educado!" Retiré mi
mano de inmediato, dejé de sonreír, balbucí unas excusas, me levanté y me fui
con las orejas calientes y la cabeza trastornada. Pero ya me había atrapado.
Soñaba con ella; me parecía encantadora, adorable, y me imaginaba que la
quería, que la había amado siempre. ¡Y resolví ser atrevido, temerario incluso!
Cuando la volví a ver, tuvo para mí una sonrisita de medio lado. ¡Cómo me
trastornó esa sonrisita! Su apretón de mano fue largo y tenía una insistencia
significativa. A partir de ese día le hacía la corte, al parecer. Por lo menos ella
me afirmó después que la había seducido, cautivado, deshonrado con un extraño
maquiavelismo, una habilidad consumada, una perseverancia de matemático y unas
astucias de apache. Pero había algo que me molestaba sobre manera. ¿Dónde, en qué
lugar iba a realizar mi triunfo? Yo vivía con mi familia, y a este respecto eran
intransigentes. Yo no tenía la audacia de franquear la puerta de un hotel en
pleno día con una mujer del brazo; y tampoco sabía a quién pedir consejo. Mas,
en cierta ocasión, hablando conmigo en tono burlón, mi amiga me dijo que todo
joven debía tener una habitación en la ciudad.
Nosotros vivíamos en París. Aquello fue un rayo de
luz: me hice de una habitación, y fui a verla un día de noviembre. Pero esta
visita que yo había querido diferir, porque no tenía fuego en la casa, me causó
mucho trastorno. Y no tenía fuego porque la chimenea despedía humo;
precisamente la víspera le había promovido un altercado a mi propietario, un
antiguo comerciante, quien me había prometido ir él mismo con el fumista, antes
de dos días, para examinar atentamente los trabajos que había que realizar. En
cuanto ella entró en la habitación le manifesté: "No tengo fuego porque no
sale bien el humo por la chimenea." Pareció no escucharme, y musitó:
"No importa, yo tengo..." Y como me quedé sorprendido, se paró muy confusa;
luego añadió: "Ya no sé ni lo que digo..., estoy loca..., pierdo la
cabeza... ¡Qué estoy haciendo, señor! ¡Por qué he venido aquí, desdichada! ¡Oh,
qué vergüenza!". Y se dejó caer sollozando en mis brazos. Creí en sus
remordimientos y le juré que la respetaría. Entonces ella se desplomó en mis
rodillas gimiendo: "¡Pero no ves que te amo, que me has conquistado, que
estoy loca por ti!" En seguida juzgué que era oportuno comenzar a
acariciarla. Pero se estremeció toda, se levantó y huyó hacia un armario pera
esconderse, gritando: "¡Oh, no me mires, no, no! Me da vergüenza. Si al
menos no me vieses, sí estuviésemos a la sombra, si fuese por la noche, los dos
solos. ¿Te das cuentas? ¿Piensas en ello? ¡Qué sueño! ¡Oh, ese día!" Me
lancé corriendo hacia la ventana, cerré las contraventanas, corrí las cortinas,
colgué un abrigo sobre un hilillo de luz que pasaba entre ellas y, luego, con
el corazón palpitando y las manos extendidas para no tropezar con las sillas,
la busqué, la encontré. A tientas, abrazándonos y besándonos, llegamos al otro
rincón, donde se encontraba la alcoba. No íbamos derechos, sin duda, pues
primero dimos con la chimenea, luego con la cómoda y, al fin, con lo que
buscábamos. Entonces olvidé todo en un éxtasis frenético. Fue una hora de locura,
de arrebato, de alegría sobrehumana; después, nos invadió una deliciosa
lasitud, y, abrazados, nos dormimos. Y tuve un sueño. Pero he aquí que, en mi
sueño, creí oír que me llamaban, que gritaban socorro, y después recibí un
golpe violento. ¡Abrí los ojos...! ¡Oh...! El sol poniente, rojo, magnífico,
que entraba por completo a través de la ventana abierta, parecía mirarnos desde
el confín del horizonte, iluminaba con un resplandor apoteósico la cama toda
revuelta y en la que una mujer acostada gritaba desesperadamente, se debatía,
se retorcía, y agitaba pies y manos para cubrirse con una sábana, una cortina, no
importaba qué, en tanto que, el dueño, en el centro de la habitación acompañado
del conserje y de un fumista negro como un diablo, nos contemplaba con unos
ojos estúpidos. Me levanté furioso, dispuesto a saltarle al cuello, y grité:
"¿Qué hace usted en mi casa, voto a...". El fumista, de quien se
había apoderado una risa irresistible, dejó caer la placa de hierro laminado
que llevaba en la mano. El conserje parecía que se había vuelto loco; y el
propietario balbució: "Pero, señor, era..., era... que la chimenea..., la
chimenea.. ." Le grité: "¡Lárguese, imbécil!" Entonces se quitó
el sombrero con aire confuso y cortés, y, mientras iba retrocediendo,
murmuró:"¡Perdón, señor, dispénseme usted, si hubiera sabido que le
molestaba, no hubiese venido! El conserje me había dicho que usted había
salido. Dispénseme." Y se fueron. Desde entonces, como comprenderán. no
cierro jamás las ventanas pero echo siempre el cerrojo.
Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893).