(Fragmento inicial)
1. El Banco de Chihuahua
Ésta es la historia de un hombre, una revolución y un
tesoro. La revolución fue la de México, en tiempos de Emiliano Zapata y
Francisco Villa. El tesoro fueron quince mil monedas de oro de a veinte pesos
de las denominadas maximilianos, robadas en un banco de Ciudad Juárez el 8 de
mayo de 1911. El hombre se llamaba Martín Garret Ortiz, y todo empezó para él
la mañana de ese mismo día, cuando oyó un disparo lejano. Pam, hizo, seguido de
un eco que fue apagándose en la calle. Y después sonaron otros dos seguidos:
pam, pam.
Dejó sobre la mesa el libro que estaba leyendo -La
energía eléctrica en la moderna explotación minera- y se asomó al mirador
apartando los visillos. Parecían tiros de fusil disparados a dos o tres
manzanas de allí. A un par de cuadras, como decían los mexicanos. Al cabo de un
momento sonaron otros, esta vez más cerca. Sobre los tejados de las casas bajas
y chatas se levantó una columna de humo primero gris y luego negro que la
ausencia de viento mantenía vertical en el azul cegador de la mañana. Ahora el
tiroteo era más nutrido, tornándose un chisporrotear de estampidos: pam, crac,
crac, pam, crac, pam. Así sonaba, y el eco volvía a multiplicar el ruido. Era
un crepitar intenso, semejante al arder de madera seca, que parecía extenderse
por todas partes.
Ya empezó, se dijo, excitado. Ya los tenemos ahí.
Era Martín Garret un joven curioso, todavía en esa
edad -veinticuatro años cumplidos dos meses atrás- en la que uno cree hallarse
a salvo de los imprevistos del azar y de las balas perdidas que zumban en las
calles. Pero, sobre todo, se aburría en su habitación del hotel Monte Carlo
esperando la reapertura de las minas Piedra Chiquita, cerradas por la
inseguridad política en el norte del país. Así que la novedad pudo más que la
prudencia. Se abotonó el chaleco y ajustó la corbata, cogió sombrero y chaqueta
e introdujo en ésta un pequeño revólver Orbea niquelado con cinco cartuchos de
calibre 38 en el tambor. Aquel peso en el bolsillo derecho inspiraba cierta
seguridad. Después bajó de dos en dos peldaños las escaleras, pasó junto al
asustado conserje, que asomaba apenas los bigotes tras el mostrador del
vestíbulo, y salió a la calle.
Arturo Pérez Reverte (España. 1951).
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