«¡Vámonos con Pancho Villa!», había dicho a Miguel
Ángel un ranchero de San Pablo, llamado Tiburcio Maya, en quien muchos hombres
del rumbo habían encontrado ciertas dotes de cabecilla, y lo declararon su guía
en un intento de unirse a la Revolución. «¿Pancho Villa?» «Sí, él es el jefe:
muy atrevido y muy valiente, entró de los Estados Unidos en marzo con ocho
hombres, y ahora tiene más de mil, bien armados y bien montados…» Tiburcio le
explicó cómo habían sido derrotados los soldados del Gobierno en varios
encuentros, le dijo por qué era que peleaban los revolucionarios, y le aconsejó
que dinamitara el puente.
Cuando Miguel Ángel surgió de las aguas del río, aún
trémulas por el estallido, cinco hombres montados lo esperaban, teniéndole
preparado un caballo con silla. Y dejando atrás el humo de la explosión, que
manchaba la tarde, se fueron en busca de Francisco Villa, hasta encontrarlo:
treinta y cuatro años de edad, cien kilos de peso, cuerpo musculoso, como una
estatua. Su mirada parece desnudar las almas: sin interrogar, averigua y
comprende. Es cruel hasta la brutalidad, dominante hasta la posesión absoluta.
Su personalidad es como la proa de un barco, divide el oleaje de las pasiones:
o se le odia, o se le entrega la voluntad, para no recobrarla nunca.
Ante él se presentaron expresándole su deseo de unirse
a la Revolución. ¿Por qué? Por la intuición vaga de que iban a luchar por una
causa que les favorecía. Ellos mismos no sabían a punto cierto qué quería la
Revolución, pero cada cual tenía sus motivos de queja y sus deseos de una
situación mejor. Sus odios, sus deseos de venganza, sus anhelos de mejoramiento
económico, todo creían poderlo satisfacer.
«¡La Revolución!». La sonoridad del grito arrastra a
los espíritus rebeldes. Y los hombres acostumbrados a la vida armada del campo,
donde a tiros se defiende una milpa contra los ladrones de elotes, a tiros se
disputa un caballo salvaje si más de un jinete lo persigue, a tiros se vive y a
tiros se muere, esos rancheros fueron de una vez a disputarse en la Revolución,
no una mazorca o un potro, sino un derecho a la vida más alto. Ellos no habían
sido peones nunca, y no iban como éstos a la Revolución con el solo deseo de un
pedazo de tierra que llamar propio. «Entonces, los ayudaremos…» ¡A tiros!
Rafael Felipe Muñoz (México, 1899-1972).
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