Regresa la primavera a Vancouver.

martes, 30 de abril de 2024

Mirándolas dormIr: HISTORIAS DEL NORTE Y DEL SUR, de Erskine Caldwell

"La mayor parte del tiempo permanecía como si estuviera profundamente dormida."

Un día de verano

(Fragmento)

Cogí los brazos de Jenny, le tapé la boca y me senté sobre su cuello. Les cogió un puñado de lodo y se lo tiró encima. El lodo le dio en el estómago e hizo un sonido como si golpeara el agua con una tabla de madera. Tiró otro puñado. Nos salpicó a todos. Mientras Les corría al arroyo a por más lodo, le di la vuelta a Jenny para que pudiéramos cubrirle la espalda. Ya no luchaba, pero yo tenía miedo de soltarle los brazos o de destaparle la boca. Cuando le di la vuelta se quedó quieta en el suelo. Ya ni siquiera daba patadas.

- Esto la enseñará -dijo Les regresando con las manos y los brazos llenos de lodo amarillo-. Hacía tiempo que lo merecía. Quizás esto haga que deje de ser una soplo- na.

Soltó la masa sobre su espalda y regresó a por más.

- Restriega el barro mientras voy a por más, Jack -dijo-. Es lo que necesita para que deje de tirar ramas secas al arroyo. Y tampoco irá a contar más mentiras sobre nosotros.

Con una mano empecé a restregarle el lodo por la espalda, las piernas, brazos y hombros. Traté de no ensuciarle el pelo porque sabía lo difícil que era de aclarar con el agua amarilla del arroyo.

- Dale la vuelta -dijo Les soltando una nueva carga de barro a nuestro lado-. Esto solo acaba de empezar.

Le di la vuelta a Jenny y ni siquiera trató de soltarse. Les había empezado a embadurnarla con el barro, frotándolo en su piel. Cogió un puñado y se lo restregó por las piernas, los muslos y el estómago. Entonces cogió otro puñado y se lo restregó por los hombros y los pechos. Jennyy lno intentó moverse aunque a veces se retorcía un poco cuando Les le restregaba la masa de hojas podridas y barro en las partes más blandas. La mayor parte del tiempo permanecía como si estuviera profunda- mente dormida.

- Qué raro -dije.

- ¿Qué es raro? -preguntó Les, mirándome.

- Ahora ni siquiera trata de soltarse.

- Esto es porque es muy astuta -dijo Les-. Solo está esperando que llegue una opor- tunidad de escaparse. Toma, deja que la sostenga yo un rato.

Les ocupó mi lugar y yo cogí un puñado de barro y empecé a embadurnarla. El lodo ya no era tan pegajoso y cuando lo restregaba sobre ella era resbaladizo y suave. Cuando movía mis manos sobre ella, pude notar que su piel era mucho más suave que la mía y que algunas partes eran muy tersas. Cuando le embadurné los pechos de barro, los noté tan suaves que tuve miedo de volver a tocarla ahí. Le miré a la cara y la vi como me miraba. Por la manera en que lo hacía, no pude evitar pensar que no estaba enfadada por cómo la estábamos tratando. Hasta llegué a pensar que si Les no hubiera estado ella me habría dejado embadurnarla todo el tiempo que quisiera.

- ¿Qué estás haciendo, Jack? -dijo Les-. Vaya manera de llenarla de barro.

- Ya la hemos cubierto suficiente, Les. No la llenemos más de barro. Dejemos que se vaya a casa. Ha tenido suficiente.

- ¿Qué te pasa? -dijo Les frunciendo el ceño-. Ni siquiera hemos acabado con ella. Vamos a ponerle otra capa de lodo.

Jenny miró a Les cuando dijo esas palabras y sus ojos se abrieron como platos. No tenía que hablar para que entendiera lo que quería decir.

- Es suficiente, Les -dije-. Es una muchacha. Es suficiente para una muchacha.

No sé, pero de alguna manera sentí que Les pensaba lo mismo, pero que no quería admitirlo. Ahora que la habíamos desnudado y llenado de barro, no podíamos olvidar que Jenny era una muchacha. La habíamos tratado como a un chico, pero seguía siendo una muchacha.

"... porque tendría que esperar a Mary Lee se durmiera antes de poder salir."

Cuatrero

(Párrafo final del capítulo 2)

Todo estaba en silencio en el granero y en la casa. Era más o menos la hora en que Lud se va a dormir. Me dirigí a la puerta del granero, como hacía todos los jueves por la noche. Pude ver una luz en el dormitorio de Naomi, donde dormía con su hermana mayor, Mary Lee. Siempre confiábamos en que Mary Lee saliera con alguien o se fuera a dormir antes de las nueve y media. Cuando volví a mirar hacia la ventana pude ver a Naomi estirada en su cama y a Mary Lee de pie junto a su cama diciéndole algo. Eso tenía mal aspecto, porque cuando Mary Lee trataba de hacer que Naomi se desnudara y metiera en la cama antes que ella, eso significaba que Naomi tardaría una hora o más en salir de su habitación, porque tendría que esperar a que Mary Lee se durmiera antes de poder salir. Había que esperar a que Mary Lee se durmiera, luego se tenía que levantar y vestir en la oscuridad antes de poder bajar al patio delantero y encontrarse conmigo junto al columpio que había bajo los árboles.

Erskine Caldwell (Estados Unidos, 1903-1987).

(Traducido al español por Rebeca Bouvier).

lunes, 29 de abril de 2024

Mirándolas dormir: CARTA A MI JUEZ, de Georges Simenon

"Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde (...) Martine estaba dormida."

(
Fragmento del capítulo 10)

Y sin embargo, yo no sabía nada, no preveía nada. Dispuse de unos segundos para dar media vuelta. También ella tuvo tiempo de escapar a su destino, de escapar de mí. Veo su nuca en el momento en que encendí la luz eléctrica, su nuca, igual que el primer día ante la ventanilla de Nantes, con unos pelillos sueltos.

- ¿Te acuestas enseguida? Dije que sí. ¿Qué nos pasaba aquella noche y por qué tantas cosas nos subían a la garganta? Le preparé su vaso de leche. Cada noche, en la cama, después de hacer el amor, ella bebía un vaso de leche. Lo bebió aquella noche, la noche del domingo 3 de septiembre. Lo que significa que hicimos el amor, que ella tuvo tiempo después para -sentada en la cama- beber a sorbitos su vaso de leche. Yo no le había pegado. Había echado fuera los fantasmas.

- Buenas noches, Charles.

- Buenas noches, Martine.

Su cabeza se acomodó en el hueco de mi hombro y dio un suspiro, el suspiro de todas las noches; murmuró, como siempre, antes de dormirse:

- No es cristiano...

Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde -ellos lo sabían- para que yo pudiera defenderme. Martine estaba dormida. O bien, hacía como quien duerme, para apaciguarme. Mi mano, lentamente, subió a lo largo de su cadera, acariciando la piel suave, su piel tan suave, y siguió la curva de la cintura, deteniéndose al pasar sobre la firme dulzura de un pecho. Imágenes, más imágenes, otras manos, otras caricias... La redondez del hombro donde la piel es más lisa, luego un hueco tibio, el cuello... Yo sabía que era demasiado tarde. Todos los fantasmas estaban allí, la otra Martine estaba allí, aquella a quien ensuciaron todos, la que se había dejado ensuciar con una especie de frenesí. ¿Acaso mi Martine, la mía, la que reía tan inocentemente aquella mañana con la criada, tenía que sufrir eternamente? ¿Tendríamos que sufrir los dos hasta el final de nuestros días? ¿No sería mejor liberarnos, liberarla a ella de todos sus miedos, de toda su vergüenza? No estaba oscuro. Nunca estaba del todo oscuro en nuestro cuarto de Issy, porque sólo una cortina de lienzo pardo tapaba las ventanas y enfrente había una farola de gas. Podía verla. La estaba viendo. Veía mi mano alrededor de su cuello y apreté, señor juez, brutalmente, vi abrirse sus ojos, vi su primera mirada que era una mirada de espanto y luego, enseguida, otra, una mirada de resignación y de liberación, una mirada de amor. Apreté. Eran mis dedos los que apretaban. No podía hacer otra cosa. Le gritaba:

- Perdóname, Martine...

Y sentía que ella me animaba a seguir, que lo quería así, que siempre había previsto aquel momento, que era la única manera de arreglar las cosas. Había que matar a la otra de una vez por todas, para que mi Martine pudiese al fin vivir. Maté a la otra. Con todo conocimiento de causa. Ya ve usted que hubo premeditación, tiene que haber premeditación, si no, sería un gesto absurdo. La maté para que viviese, y nuestras miradas continuaron abrazándose hasta el final. Hasta el final, señor juez. Tras lo cual, nuestra inmovilidad era semejante en ambos. Mi mano seguía aferrada a su cuello, y permaneció así mucho tiempo. Le cerré los ojos. Los besé. Me levanté, titubeante, y no sé lo que hubiera hecho si no hubiese oído el ruido de una llave en la cerradura. Era Elise, que entraba en casa. Ya la oyó usted, a la vez en la audiencia y en su gabinete. No hizo más que repetir:

- El señor estaba muy tranquilo, pero no parecía un hombre normal.

Georges Simenon
(Belga fallecido en Suiza, 1903-1989).

domingo, 28 de abril de 2024

Mirándolas dormir: CAMPO DE SANGRE, de Max Aub

"Duermes (...) un ligerísimo mador que refleja la luz como si fuese arena de playa recién librada del mar."

(
Fragmentos del capítulo 3: Rosario y Paulino)

Nos hemos dormido. Duermes. ¿Qué hora es? La una y media. Te dejaré dormir hasta las dos. Bizantina. Pero quizá más la dama ibérica del Cerro de los Santos. Lo primero que tendrían que hacer los fascistas si ganaran es pedir la restitución de la Dama de Elche. Duermes: el misterio de la marea de tu pecho, tierra mía. Duermes, no sabes lo que eres: una miga de pan sobre tu escote y un ligerísimo mador que refleja la luz como si fuese arena de playa recién librada del mar. El obsesionante vaivén de la vida. Respiras, vives y no sabes quién eres.

Un marbete: Rosario. Nadie sabe que estás aquí. Estás sola: caliente, viva, inexis- tente para todos y viva para mí. Inexistente para ti misma, dormida. Me das tu sueño y tu presencia para mí solo. Lo más que puedes ofrecerme, queriendo y sin querer: estás ahí sin remedio, como esa migaja de pan tostado, que casa con su color, peca candeal.
(...)

Rosario se amodorraba de nuevo tras un larguísimo beso. Cuartero, con su amante entre los brazos, se deja ir otra vez por la corriente laxa de sus pensamientos:

(...)

Recurren otros al canto y a los secreteos, a imágenes y alegorías. Pero el silencio es prenda de amor (y la soledad indivisa) crédito que te concedo en supuesta reciprocidad. Ni duermes, ni velas: deseas: un tiempo, una temperatura -rasgada de fusilazos-, un derrame total del ser. Ser el agua que te cubre; funda, estuche, madre, cauce de tu caudal completo. Beberte, sorberte, de nuevo renacida por tu ombligo. Si supiera porqué te quiero no te querría. No se sabe por qué se quiere ni por qué se ha querido, ni por qué se deja de querer. Eres la imaginación de mis sentidos: imagen de mi deseo. Sin lengua: quedan tus brazos, tus niñas, tu cuerpo, tu mirada, fuente de engaños. Quisiera abrirme en canal para que me vieras en sangre derramada.

- ¿Te duermes? -dice, en su sueño, Rosario.

Max Aub
(Español nacido en Francia y fallecido en México, 1903-1972).

sábado, 27 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LA MAJA, de Anaïs Nin

"... Una española de la que se enamoró porque le recordaba su cuadro favorito, La maja desnuda de Goya."

El pintor Novalis acababa de casarse con María, una española de la que se enamoró porque le recordaba su cuadro favorito, la 
Maja desnuda de Goya.

Fueron a vivir a Roma. María hizo palmas con infantil alegría cuando vio el dormitorio, admirada de los suntuosos muebles venecianos con hermosas incrustaciones de perlas y ebonita.

Sobre el monumental lecho construido para la esposa de un dux, la primera noche María temblaba de placer, estirando el cuerpo antes de esconderlo bajo las delicadas sábanas. Los dedos sonrosados de sus gordezuelos piececitos se movían como si reclamaran a Novalis.

Pero ni una sola vez se había mostrado desnuda a su marido. En primer lugar, era española; además, católica; y absolutamente burguesa. Antes de hacer el amor había que apagar las luces.

De pie junto a la cama, Novalis la miraba con los ojos apretados, dominado por un deseo que dudaba si manifestar; quería verla, admirarla. No la conocía completa- mente a pesar de aquellas noches en el hotel, cuando oían voces extrañas al otro lado de los finos tabiques. Lo que pedía no era un capricho de amante, sino el deseo de un pintor, de un artista. Sus ojos estaban hambrientos de la belleza de la mujer.

María se resistió, acalorándose, algo enfadada, ofendida en sus profundos prejuicios.

- No seas tonto, querido Novalis -dijo-. Ven a la cama.

Pero él insistió. Debía superar sus prejuicios burgueses, le dijo. El arte se mofa de semejante modestia, la belleza humana debe exhibirse en toda su majestad y no permanecer escondida, despreciada.

Las manos del hombre, coaccionadas por el temor a herirla, apartaron suavemente sus dulces brazos que estaban cruzados sobre el pecho.

Ella se rió.

- Eres tonto. Me haces cosquillas. Me estás haciendo daño.

Pero, poco a poco, adulado el femenino orgullo por el culto de que era objeto su cuerpo, se fue entregando, dejándose tratar como una niña, con mansas protestas, como si estuviera sufriendo una agradable tortura.

Libre de velos, el cuerpo brilló con la blancura de las perlas. María cerró los ojos como si quisiera escapar a la vergüenza de su desnudez. Sobre las tensas sábanas, las graciosas formas embriagaban los ojos del artista.

- Eres la fascinante y pequeña maja de Goya -dijo él.

Durante las semanas siguientes, nunca posó para él ni le permitió tener modelos. Se metía inesperadamente en el estudio y charlaba mientras él iba pintando. Una tarde que entró de repente en el estudio, vio sobre la plataforma de los modelos a una mujer desnuda tendida sobre pieles, mostrando las curvas de su marfileña espalda.

Más tarde, María hizo una escena. Novalis le rogó que posara para él y ella capituló. Agotada por la vehemencia, se quedó dormida. Él trabajó durante horas sin pausa.

Con franca inmodestia, se admiró en el cuadro lo mismo que lo hacía en el gran espejo del baño. Deslumbrada por la belleza de su propio cuerpo, por unos instantes perdió la vergüenza. Además, Novalis había puesto al cuerpo una cara distinta, para que nadie pudiese reconocerla.

"Novalis había puesto al cuerpo una cara distinta, para que nadie pudiese reconocerla."

Pero después María recayó en sus viejos hábitos mentales, negándose a posar. Hacía una escena cada vez que Novalis contrataba a una modelo, escuchando y espiando detrás de las puertas, y discutiendo a todas horas.

Casi enfermó de ansiedad y temores morbosos, y comenzó a padecer insomnio. El doctor le dio unas píldoras que le provocaban un sueño profundo.

Novalis se dio cuenta de que cuando tomaba las píldoras no lo notaba levantarse, moverse alrededor ni derribar los objetos de la habitación. Una mañana en que se despertó temprano con ánimos de trabajar y la vio dormida, tan dormida que casi no se movía, tuvo una extraña ocurrencia.

Apartó las sábanas que la tapaban y, lentamente, fue levantando el camisón de seda. Pudo subirlo por encima de los pechos sin que ella diera la menor muestra de despertar. Cuando estuvo descubierto todo el cuerpo de la mujer, lo contempló tanto rato como quiso. Los brazos estaban desprendidos del cuerpo; los pechos se extendían ante sus ojos como una ofrenda. Le excitaba el deseo pero no se atrevió a tocarla. En lugar de eso, trajo papel y lápices, se sentó junto a la cabecera y estuvo tomando apuntes. Mientras trabajaba, tenía la sensación de estar acariciando cada una de las líneas perfectas del cuerpo de la mujer.

Pudo proseguir durante un par de horas. Cuando observó que cedía el efecto de las píldoras somníferas, estiró el camisón, la cubrió con la sábana y salió del dormitorio.

Más tarde, María se sorprendió al notar un nuevo entusiasmo de su marido por el trabajo. Se encerraba en el estudio durante días enteros, pintando sobre los apuntes a lápiz que hacía por las mañanas.

De este modo le hizo varios cuadros, siempre tendida, siempre durmiendo, tal como había estado el primer día que posó. María estaba pasmada por la obsesión. Creía que eran simples repeticiones de la primera pose. Novalis siempre alteraba el rostro. Dado que la actual expresión de la mujer era adusta y severa, nadie que viera aquellos cuadros se imaginaría nunca que el voluptuoso cuerpo era el de María.

Novalis ya no deseaba a su esposa cuando estaba despierta y lucía la expresión puritana y la mirada ceñuda. La deseaba cuando estaba dormida, abandonada, opulenta y apacible.

La pintaba sin respiro. Cuando estaba solo en el estudio con un nuevo cuadro, se tendía frente al cuadro en el sofá y una corriente cálida le recorría todo el cuerpo, mientras sus ojos reposaban en los pechos de la maja, en el valle de su vientre o en el vello que nacía entre las piernas. Notaba una incipiente erección. Le sorprendía el violento efecto del cuadro.

Una mañana estuvo delante de María mientras ella estaba durmiendo. Había conseguido separarle ligeramente las piernas, para ver en medio. Observando la pose sin limitaciones, las piernas abiertas, se tocó el sexo con los dedos haciéndose la ilusión de que era ella quien lo hacía. Cuántas veces le había conducido la mano hacia el pene, con el propósito de arrebatarle esta caricia, pero ella siempre se había negado y alejado la mano. Ahora empuñó el pene con su propia mano.

María comprendió pronto que había perdido el amor del pintor y no supo cómo recuperarlo. Se daba cuenta de que estaba enamorado de su cuerpo, pero solo cuando lo pintaba.

Se fue al campo, a pasar una semana con unos amigos. A los pocos días cayó enferma y regresó a casa para que la viera su médico. Cuando llegó, la casa parecía desierta. Fue de puntillas al estudio de Novalis. No había el menor ruido. Entonces se imaginó que estaría haciendo el amor con otra mujer. Se acercó a la puerta. Lenta y silenciosamente como un ladrón, la abrió. Y esto es lo que vio: en el suelo del estudio había un cuadro de ella; y encima, restregándose contra el cuadro, estaba su marido desnudo, desnudo y con el pelo alborotado, como ella no lo había visto nunca, y con el pene erecto.

Se restregaba contra la pintura, lascivo, besándola y acariciándola entre las piernas. Se revolcaba como nunca lo había hecho sobre María. Parecía presa del frenesí y a todo su alrededor tenía los demás cuadros de ella, desnuda, voluptuosa y bellísima. Les dirigía miradas apasionadas y luego proseguía el imaginario abrazo. Lo que estaba viviendo era una orgía con la esposa que en realidad no había conocido. Ante este espectáculo, la propia sensualidad contenida de María se incendió, libre por primera vez. Al quitarse las ropas, le reveló una María nueva, una María iluminada por la pasión, abandonada como en los cuadros, que ofrecía su cuerpo sin pudor y sin dudarlo a todos los abrazos del hombre, esforzándose por arrebatar sus emociones a los cuadros, por sobrepasarlos.

Anaïs Nin:
Ángela Anaïs Juana Antolina Rosa Edelmira Nin Culmell
(Francesa nacionalizada estadounidense, 1903-1977).

viernes, 26 de abril de 2024

Mirándolas dormir: CUERPOS VILES, de Evelyn Waugh

"En un rincón, acurrucada con un abrigo militar francés, había una joven profundamente dormida."

(
Fragmento del capítulo Final feliz)

Finalmente lo encontraron. Una limusina Daimler hundida hasta los ejes en el barro.

- Entra y siéntate -dijo hospitalariamente el general-. Encenderé la luz en un segundo.

Adam subió y descubrió que no estaba vacío. En un rincón, acurrucada con un abrigo militar francés, había una joven profundamente dormida.

«Hola, me había olvidado por completo de ti», dijo el general. Recogí a esta pequeña dama en el camino. No puedo presentártela porque no sé su nombre. «Despierte, señorita».

La niña soltó un grito apagado y abrió los ojos sorprendida.

- Está bien, señorita, no hay nada de qué asustarse. Aquí todos somos amigos. ¿Parlez anglais?

- Claro -respondió la niña.

- Bueno, ¿qué tal un trago? -dijo el general, quitando el papel de aluminio de la tapa de una botella-. Encontrarás algunos vasos en el casillero.

El desconsolado pedazo de mujer en un rincón pareció un poco menos aterrorizado al momento en que vio el vino. Lo reconoció como el símbolo de la buena voluntad internacional.

- Ahora tal vez nuestra bella visitante nos diga su nombre -dijo el general.

- No lo sé -respondió.

- Oh, ven, pequeña, no debes ser tímida.

- No sé. Me han llamado de muchas maneras. Una vez me llamaron Chastity. Entonces había una señora en una fiesta que me envió a Buenos Aires y luego, cuando llegó la guerra, me trajo de regreso y estuve con los soldados entrenándose en Salisbury Plain. Eso estuvo genial. Me llamaron conejita, no sé por qué. Luego me enviaron para acá y estuve con los canadienses, como ellos me llamaban no era lindo, y me dejaron atrás cuando se retiraron y tuve que quedarme con unos extranjeros. También eran amables, aunque luchaban contra los ingleses. Entonces ellos se escaparon, y el camión en el que iba se quedó atascado en la zanja, así que me subí con otros extranjeros que sí estaban del mismo lado que los ingleses, y eran unas bestias, pero me encontré con un médico americano que tenía el pelo blanco, y me llamó Emily porque dijo que le recordaba a su hija en casa. Él me llevó a París y pasamos una semana encantadora hasta que se unió a otra chica en un club nocturno, me dejó en París cuando volvió al frente, y yo no tenía dinero y armaron un escándalo por mi pasaporte, así que me llamaron número mille soixante dix huit, y me enviaron a mí y a muchas otras chicas al Este para estar allí con los soldados. Así hubiera sido, pero el barco explotó y me rescataron los franceses que me enviaron aquí en un tren con otras chicas no muy refinadas. Ahí estuve en una cabaña de hojalata con ellas, y ayer tenían amigos pero yo estaba sola, por lo que mejor salí a caminar, y cuando regresé, la cabaña ya no estaba, las muchachas se habían ido y no parecía haber nada ni nadie en ningún lado hasta que llegaste en tu auto, y ahora ni siquiera sé en dónde estoy. Dios mío, ¿no es horrible la guerra?

El general abrió otra botella de champán.

- Bueno, pero ahora estás muy bien, pequeña damita -dijo-, así que veamos cómo sonríes y te ves feliz. No debes estar sentada ahí con el ceño fruncido, ¿sabes? Tienes una boquita demasiado linda para eso. Déjame quitarme ese abrigo pesado. Mira, te lo envolveré alrededor de las rodillas. ¿No está mejor?... Piernas bonitas y fuertes, ¿eh?...

Adam no los avergonzó. El vino, los profundos cojines y la fatiga acumulada de dos días de lucha lo alejaron de ellos y, ajeno a toda la feliz emoción que palpitaba a su alrededor, se hundió en el sueño.

Las ventanillas del automóvil varado brillaban sobre la devastada extensión del campo de batalla. Entonces el general bajó las persianas, dejando fuera aquella triste escena.

- Ahora es más acogedor, ¿eh? -dijo él

Y Chastity, de la manera más sugerente posible, tocó las condecoraciones de su uniforme y le preguntó todo sobre ellas.

Y en ese momento, como un tifón que gira en círculos, los sonidos de la batalla comenzaron a regresar.

Evelyn Waugh (Inglaterra, 1903-1966).

jueves, 25 de abril de 2024

Mirándolas dormir: SE VUELVEN CONTRA NOSOTROS, de Manuel Peyrou

"Él trataba a veces de recordar qué le sugerían los muslos tersos y morenos de Malena..."

(
Fragmento del capítulo III)

Después de la siesta, en medio de un agradable calor, mientras Malena dormía Horacio pensó en la repetición de los actos de la vida. Le gustaba estar con Malena y en algún sentido creía estar con otra mujer. No sabía cuál y quizá no fuera ninguna en particular, pero el hecho, el minuto durante el cual experimentaba esa sensación, física y mental a un tiempo, significaba para él algo así como la perduración del amor. Quizá hubiera algo más. Las líneas, los limites de la pasión y del amor se confunden, como las aguas de dos ríos de distinto color. A veces en el sexo encontraba algo como un llamado del espíritu y otras veces el amor espiritual lo había llevado al sexo y de tal modo se había completado. Él trataba a veces de recordar qué le sugerían los muslos tersos y morenos de Malena; a veces, en la bruma cálida del entresueño, pensaba que le decían algo del pasado, algo de otras mujeres y de otros tiempos. Ella se despertó; le cruzó pesadamente la mano por el pecho y abrazándolo se volvió a quedar dormida.

Manuel Peyrou (Argentina, 1902-1974).

miércoles, 24 de abril de 2024

Mirándolas dormir: A UN DIOS DESCONOCIDO, de John Steinbeck

"... el aire se había despertado con la aurora ya próxima y tenía el frescor de la mañana. Oyó a los gallos viejos cacareando..."

(
Fragmento del capítulo 18)

Joseph dormía con sueño ligero. Cada vez que Elizabeth suspiraba dormida, él abría los ojos de par en par y escuchaba intranquilo.

Una mañana, Joseph se despertó al oír el cacareo de los gallos jóvenes en sus varas. Aún era de noche, pero el aire se había despertado con la aurora ya próxima y tenía el frescor de la mañana. Oyó a los gallos viejos cacareando con notas llenas y redondas como si quisieran reprobar a los más jóvenes sus voces cascadas. Se quedó tumbado con los ojos abiertos y vio entrar los incontables puntos de luz y poner el aire gris oscuro. Poco a poco fueron apareciendo los muebles. Elizabeth respiraba de prisa en su sueño. Joseph se disponía a levantarse silenciosamente de la cama para vestirse e ir a ver a los caballos, cuando de repente Elizabeth se incorporó en la cama. Se le cortó la respiración y sintió un espasmo en las piernas y lanzó un grito de dolor.

- ¿Qué pasa? -gritó Joseph-. ¿Qué pasa, querida?

Al no recibir respuesta, saltó de la cama, encendió la lámpara y se inclinó sobre ella. Los ojos de Elizabeth parecían salírsele de sus cuencas, tenía la boca abierta y temblaba fuertemente.
Volvió a gritar con voz ronca. Joseph se arrodilló para frotarle las manos hasta que, tras un momento, se dejó caer sobre la almohada.

- Me duele la espalda, Joseph -se quejó Elizabeth-. Algo va mal. Me voy a morir.

John Steinbeck
(Estados Unidos, 1902-1968). Obtuvo el premio Nobel en 1962).

(Traducido al español por Montserrat Gutiérrez).

martes, 23 de abril de 2024

Mirándolas dormir: GENTE INDE- PENDIENTE, de Halldór Laxness

"... no tenía nunca el valor de despertarla, tan naturalmente dormía Rosa. La miraba mientras se vestía, y se decía: es joven, como una flor."

(
Párrafo inicial del capítulo 6: Sueños)

Pero por las mañanas, cuando él se levantaba antes que los primeros pájaros, no tenía nunca el valor de despertarla, tan naturalmente dormía Rosa. La miraba mientras se vestía, y se decía: es joven, como una flor. Y le perdonaba muchas cosas. Y sin embargo, siempre se maravillaba de que ella, que estaba allí, tan inocentemente dormida, hubiera amado a otros hombres y se hubiese mostrado tan reacia a confesarlo, ella, que siempre fue tan reservada y tan enemiga de responder a los requerimientos amorosos. A menudo decía él: he ahí una muchacha sumida en sí misma, que mantiene a distancia a los hombres. Me casaré con ella y compraré una granja. Y ahora que me casé con ella y compré la granja, resulta que ha amado a otros hombres y que nadie se enteró de ello. Cuando estaba dormida era dichoso, pero, cuando despertaba, él veía la desilusión en sus ojos y entonces la dejaba dormir. Hablaban poco y casi ni se atrevían a mirarse. Era como si estuvie- sen casados desde hacía veinticinco años; no se conocían. Él daba la vuelta a la esquina de la casa y se persignaba hacia el este por pura fuerza de costumbre, sin pensarlo. Y Titla bajaba de un salto de la pared, donde dormía sobre el alféizar de ladrillos de césped de la ventana del oeste. Todas las mañanas le adulaba con protestas de amistad, tan fervientes como si se encontraran luego de dos semanas de separación. Trazaba grandes círculos sobre la hierba, en su derredor, ladrando continuamente. Después corría hasta los límites del campo y estornudaba y frotaba el hocico en el pasto. A continuación le seguía a la siega.

Halldór Laxness (Islandia, 1902-1998).
Obtuvo el premio Nobel en 1955.

(Traducido al español por Floreal Mazía).

lunes, 22 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LA COLUMNA DE LA PESTE, de Jaroslav Seifert

"Una corona de sonetos puse sobre las curvas de tu regazo mientras dormías."

(
Fragmento)

Hubo una guerra en todo el mundo
y en todo el mundo
había dolor.
Y, sin embargo, susurré a oídos enjoyados
versos de amor.
Me da vergüenza.
Pero no, realmente no.
Una corona de sonetos puse sobre
las curvas de tu regazo mientras te dormías.
Era más hermoso que las coronas de laurel
de los ganadores de la carrera.

Pero de repente nos encontramos
en las escaleras de la fuente,
cada uno se fue a otro lugar, en otro momento
y por otro camino.

Por mucho tiempo sentí
que seguía viendo tus piernas,
a veces incluso escuchaba tu risa
pero no eras tú.
Y finalmente incluso vi tus ojos.
Pero sólo una vez.

Jaroslav Seifert
(Chequia, 1901-1986). Obtuvo el premio Nobel en 1984.

domingo, 21 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LA CONDICIÓN HUMANA, de André Malraux

"Pero en aquel momento: el sueño y sus labios la entregaban a una sensualidad perfecta..."

El teléfono

(Fragmento)

Valeria dormía. La respiración regular y la dejadez del sueño henchían sus labios con dulzura y también con la expresión perdida que le suministraba el goce. «Un ser humano -pensó Ferral-; una vida individual, aislada, única, como la mía...» Se la imaginó habitando en su cuerpo, experimentando en su lugar aquel goce que él no podía volver a sentir más que como una humillación; se veía él también humillado por aquella voluptuosidad pasiva, por aquel sexo de mujer. «Eso es idiota; ella siente en función de su sexo, como yo en función del mío; ni más ni menos. Siente como un nudo de deseos, de tristeza, de orgullo; como un destino... Evidentemente.» Pero no en aquel momento: el sueño y sus labios la entregaban a una sensualidad perfecta, como si hubiese aceptado el no ser ya un ser vivo y libre, sino solamente aquella expresión de reconocimiento de una conquista física. El gran silencio de la noche china, con su olor a alcanfor y a hojas, adormecido él también hasta el Pacífico, la recubría fuera del tiempo: ni un navío llamaba; ni un tiro de fusil. No encerraba Valeria en su sueño los recuerdos y las esperanzas que él no poseería nunca: ella no era nada más que el otro polo de su propio placer. Jamás había vivido: nunca había sido una niña.

André Malraux (Francia, 1901-1976).

(Traducido al español por César A. Comet).

sábado, 20 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LOS LANZALLA- MAS (El homicidio) y LOS SIETE LOCOS (El suicida), de Roberto Arlt

"... a la luz azul que filtraba la caperuza del velador descubrió dormida, dándole las espaldas, a la Bizca. El embozo de la sábana se encajaba en su sobaco..."

Los lanzallamas

Día viernes. Capítulo 27: El homicidio

(Fragmento inicial)

A la una de la madrugada Erdosain entró a su cuarto. Encendió la lámpara que estaba a la cabecera de su cama, y a la luz azul que filtraba la caperuza del velador descubrió dormida, dándole las espaldas, a la Bizca. El embozo de la sábana se encajaba en su sobaco, y el brazo de la muchacha se encogía sobre el pecho. Su cabello prensado por la mejilla, castigaba la funda con pincelazos negros.

Erdosain extrajo la pistola del bolsillo y la colocó delicadamente bajo la almohada. No pensaba en nada. Barsut, el Astrólogo, la mancha de sangre filtrándose bajo la puerta, todos estos detalles simultáneamente se borraron de su memoria. Quizás el exceso de acontecimientos vaciaba de tal manera su vida interior..., o una idea subterránea más densa que no tardaría en despertarse.

Se desvistió lentamente, aunque a instantes se detenía en ese trabajo para mirar al pie de la cama los vestidos de la muchacha desparramados en completo desorden. La puntilla de una combinación negra cortaba con bisectriz dentada la seda roja de su pollera. Una media colgaba de la orilla del lecho en caída hacia el suelo.

Murmuró displicentemente:

- Siempre será la misma descuidada.


"Cuando lo vio entrar en le acurva de los entrerrieles que cubría la muralla de niebla, comprendió que se había quedado solo para siempre..."

Los siete locos

(Fragmento de El suicida)

Mas su tristeza creció cuando vio la silenciosa gente, volver la cabeza, subir a los vagones de un convoy largo, que tenía todas las persianas bajas. Nadie preguntaba por itinerarios ni estaciones. A veinte pasos de allí, un desierto de polvo extendía su confín oscuro. No se divisaba la locomotora, pero sí escuchó el doloroso rechinar de las cadenas al aflojarse los frenos. Podía correr, el tren se deslizaba despacio, alcanzarlo, trepar por la escalerilla y quedarse un instante en la plataforma del último vagón, viendo cómo el convoy adquiría velocidad. Erdosain estaba aún a tiempo para alejarse de esa soledad gris sin ciudades oscuras... pero inmovilizado por su enorme angustia, quedóse allí mirando con un sollozo detenido en la garganta, el último vagón con las ventanillas rigurosamente cerradas.

Cuando lo vio entrar en la curva de los entrerrieles que cubría la muralla de niebla, comprendió que se había quedado solo para siempre en el desierto de ceniza, que el tren no retornaría jamás, que siempre deslizándose taciturno, con todas las persianas de sus vagones estrictamente cerradas.

Lentamente retiró el rostro de las rodillas de Hipólita. Había dejado de llover. Sus piernas estaban heladas, le dolían las articulaciones. Miró un instante el rostro de la mujer dormida, esfumado en la claridad azulada que entraba por los cristales, y con extraordinaria precaución se puso de pie. Las cuatro mocitas de rostro caballuno y el pelo amarillo encrespado, estaban aún en él. Pensó:

«Debía matarme... -Mas al observar el cabello rojo de la mujer dormida, sus ideas tomaron otro giro más pesado-: Debe ser cruel. Y podría matarla, sin embargo -apretó el cabo del revólver en el bolsillo-. Bastaría un tiro en el cráneo. La bala es de acero y sólo haría un agujerito. Eso si, se le saltarían los ojos de las órbitas y quizá la nariz echara sangre. ¡Pobre alma! Y debe haber sufrido mucho. Pero debe ser cruel».

Una malevolencia cautelosa lo inclinó sobre ella. A medida que miraba a la dormida sus ojos adquirían una fijeza de enajenado, mientras con la mano en el bolsillo levantaba el percutor, apretando el gatillo. Un trueno retumbó a lo lejos, y esa extraña incoherencia que envolvía como un velo su cerebro se apartó de él; entonces con numerosas precauciones cogió su perramus, cerró los postigos evitando que crujieran las bisagras, y salió.

Roberto Arlt (Argentina, 1900-1942).

viernes, 19 de abril de 2024

Mirándolas dormir: MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES, de Gabriel García Márquez


"
No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al 
anciano
Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en
la boca de la mujer dormida ni intentar nada parecido."
Yasunari Kawabata
en La casa de las bellas durmientes

(Fragmento del primer capítulo)

Y fue a lo suyo.

La niña estaba en el cuarto desde las diez, me dijo; era bella, limpia y bien cria- da, pero estaba muerta de miedo, porque una amiga suya que escapó con un estibador de Gayra se había desangrado en dos horas. Pero bueno, admitió Rosa, se entiende porque los de Gayra tienen fama de que hacen cantar a las muías. Y retomó el hilo: Pobrecita, además de todo tiene que trabajar el día entero pegando botones en una fábrica. No me pareció que fuera un oficio tan duro. Eso creen los hombres, replicó ella, pero es peor que picar piedras. Además me confesó que le había dado a la niña un bebedizo de bromuro con valeriana y ahora estaba dormida. Temí que la compasión mera otra artimaña para aumentar el precio, pero no, dijo ella, mi palabra es de oro. Con reglas fijas: cada cosa pagada aparte, en plata blanca y por adelantado. Así fue.

La seguí a través del patio, enternecido por la marchitez de su piel, y por lo mal que andaba con las piernas hinchadas dentro de las medias de algodón primario. La luna llena estaba llegando al centro del cielo y el mundo se veía como sumergido en aguas verdes. Cerca de la tienda había una techumbre de palma para las parrandas de la administración pública, con numerosos taburetes de cuero y hamacas colgadas en los horcones. En el, traspatio, donde empezaba el bosque de árboles frutales, había una galería de seis alcobas de adobes sin repellar, con ventanas de anjeo para los zancudos. La única ocupada estaba a media luz, y Toña la Negra cantaba en el radio una canción de malos amores. Rosa Cabarcas tomó aire: El bolero es la vida. Yo estaba de acuerdo, pero hasta hoy no me atreví a escribirlo. Ella empujó la puerta, entró un instante y volvió a salir. Sigue dormidita, dijo. Harías bien en dejarla descansar todo lo que le pida el cuerpo, tu noche es más larga que la suya. Yo estaba ofuscado: ¿Qué crees que debo hacer? Tú sabrás, dijo ella con una placidez fuera de lugar, por algo eres sabio. Dio media vuelta y me dejó solo con el terror.

"Lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos..."

No había escapatoria. Entré en el cuarto con el corazón desquiciado, y vi a la niña dormida, desnuda y desamparada en la enorme cama de alquiler, como la parió su madre. Yacía de medio lado, de cara a la puerta, alumbrada desde el plafondo por una luz intensa que no perdonaba detalle. Me senté a contemplarla desde el borde de la cama con un hechizo de los cinco sentidos. Era morena y tibia. La habían sometido a un régimen de higiene y embellecimiento que no descuidó ni el incipiente vello del pubis. Le habían rizado el cabello y tenía en las uñas de las manos y los pies un esmalte natural, pero la piel del color de la melaza se veía áspera y maltratada. Los senos recién nacidos parecían todavía de niño varón pero se veían urgidos por una energía secreta a punto de reventar. Lo mejor de su cuerpo eran los pies grandes de pasos sigilosos con dedos largos y sensibles como de otras manos. Estaba ensopada en un sudor fosforescente a pesar del ventilador, y el calor se volvía insoportable a medida que avanzaba la noche.

Gabriel García Márquez
(Colombiano fallecido en México, 1927-2014). Obtuvo el premio Nobel en 1982.

jueves, 18 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LA CASA DE LAS BELLAS DURMIENTES, de Yasunari Kawabata


(
Fragmentos del primer capítulo)

No debía hacer nada de mal gusto, advirtió al anciano Eguchi la mujer de la posada. No debía poner el dedo en la boca de la muchacha dormida ni intentar nada parecido.

(...)

Nada sugería que la habitación albergara secretos insólitos.

- Y le ruego que no intente despertarla, aunque no podría, hiciera lo que hiciese. Está profundamente dormida y no se da cuenta de nada.

La mujer lo repitió-: Continuará dormida y no se dará cuenta de nada, desde el principio hasta el fin. Ni siquiera de quién ha estado con ella. No debe usted preocu- parse. Eguchi no mencionó las dudas que empezaban a acometerle.

- Es una joven muy bonita. Sólo admito huéspedes en quienes pueda confiar.

Cuando Eguchi desvió la vista, la fijó en su reloj de pulsera.

- ¿Qué hora es?

- Las once menos cuarto.

- No me sorprende. Los caballeros ancianos gustan de acostarse pronto y levantarse temprano. Así pues, cuando quiera.

La mujer se puso de pie y abrió la cerradura de la habitación contigua. Utilizó la mano izquierda. No había nada notable en este acto, pero Eguchi retuvo el aliento mientras la miraba. Ella echó una mirada a la otra habitación.

(...)

- ¿Ella está en la habitación contigua?

- Sí, dormida y esperándole.

- ¡Oh!

Eguchi estaba un poco sorprendido. ¿Cuándo había entrado la muchacha en la habitación contigua? ¿Desde cuándo estaría dormida? ¿Acaso la mujer había abierto la puerta para asegurarse de que estaba dormida? Eguchi sabía por un viejo conocido que frecuentaba el lugar que habría una muchacha esperando, dormida, y que no se despertaría; pero ahora que se encontraba aquí parecía incapaz de creerlo.

- ¿Dónde quiere desnudarse? -La mujer parecía dispuesta a ayudarle. Él guardó silencio-. Escuche las olas. Y el viento.

- ¿Olas?

- Buenas noches -la mujer le dejó.
(...)

"... dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo."

Su curiosidad distaba de ser fuerte, porque ya la tristeza de la vejez se cernía también sobre él.

- Algunos caballeros dicen que tienen sueños felices cuando vienen aquí -había dicho la mujer-. Otros dicen que recuerdan lo que sentían cuando eran jóvenes.

Ni siquiera entonces apareció en el rostro de Eguchi una leve sonrisa. Puso las manos sobre la mesa y se levantó. Se encaminó hacia la puerta de cedro.

- ¡Ah!

Las cortinas eran de terciopelo carmesí. El carmesí era aún más profundo bajo la luz tenue. Parecía como si una delgada capa de luz flotara ante las cortinas, y él se estuviera introduciendo en un fantasma. Había cortinas en las cuatro paredes y también en la puerta, pero aquí estaban recogidas hacia un lado. Cerró la puerta con llave, dejó caer la cortina y miró a la muchacha. Ésta no fingía. Su respiración era la de un sueño profundo. Eguchi contuvo el aliento; era más hermosa de lo que había esperado. Y su belleza no constituía la única sorpresa. También era joven. Estaba acostada sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia él. No podía ver su cuerpo, pero no debía tener ni veinte años. Era como si otro corazón batiese sus alas en el pecho del anciano Eguchi.

Su mano derecha y la muñeca estaban al borde de la colcha. El brazo izquierdo parecía extendido diagonalmente sobre la colcha. El pulgar derecho se ocultaba a medias bajo la mejilla. Los dedos, sobre la almohada y junto a su rostro, estaban ligeramente curvados en la suavidad del sueño, aunque no lo suficiente para esconder los delicados huecos donde se unían a la mano. La cálida rojez se intensificaba de modo gradual desde la palma a las yemas de los dedos. Era una mano suave, de una blancura resplande- ciente.

- ¿Estás dormida? ¿Vas a despertarte?

Era como si lo preguntara con objeto de poder tocarle la mano. La tomó en la suya y la sacudió. Sabía que ella no abriría los ojos. Con su mano todavía en la suya, contempló su rostro. ¿Qué clase de muchacha sería? Las cejas estaban libres de cosméticos, las pestañas bajadas eran regulares. Olió la fragancia del cabello femenino. Al cabo de unos momentos el sonido de las olas se incrementó, porque el corazón de Eguchi había sido cautivado. Se desnudó con decisión. Al observar que la luz venía de arriba, levantó la vista. La luz eléctrica procedía de dos claraboyas cubiertas con papel japonés. Como si tuviera más compostura dé la que era capaz, se preguntó si era una luz que acentuaba el carmesí del terciopelo y si la luz del terciopelo daba a la piel de la muchacha el aspecto de un bello fantasma; pero el color no era lo bastante fuerte para reflejarse en su piel. Ya se había acostumbrado a la luz. Era demasiado intensa para él, habituado a dormir en la oscuridad, pero al parecer no podía apagarse. Vio que la colcha era de buena calidad.

Se deslizó quedamente bajo ella, temeroso de que la muchacha, aunque sabía que seguiría durmiendo, se despertara. Parecía estar totalmente desnuda.

Yasunari Kawabata
(Japón, 1899-1972). Obtuvo el premio Nobel en 1968.

(Traducido al español por Pilar Giralt).