Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

lunes, 25 de mayo de 2015

Madeleine: PARADISO o «le revenant», de Leopoldo María Panero

"... pero había días en que Havre–Caumartin era la cárcel, o el pozo en que se está tres jugadas..."

(Párrafo inicial)
 
I
 
Amaba al metro más que a una mujer: sus laberintos, sus encrucijadas, sus dobleces, sus sorpresas, el jeroglífico de sus flechas, el misterio de sus hombres, la infinita aventura de vivir siempre la otra vida: amaba al Metro más que a toda mujer. Era algo así como el “juego de la oca”, Le noble jeu de l´oie, en aquella antigua edición que me regalara mi madre, tan improbable, tan lejana, ya, tan insultada y tan violada por el tiempo: pero había días en que Havre–Caumartin era la cárcel, o el pozo en que se está tres jugadas, otras en que Étoile–Nation era un puente para ir lejos, más lejos. Eso era el decorado inefable: luego estaban los personajes: aquella mujer húngara que hablaba siempre sola en su idioma extraño, el clochard demasiado gigantesco que llenaba con su voz todo el vagón, el hombre que tenía en su frente la media luna. Al salir afuera, llovía siempre, era la noche eterna, y los hombres vagaban como extraviados, libres de aquellos hilos que en el Metro les unían como para un baile o un rito antiguo; así: las trenzas de esa chica que no puede sino sobrellevar el nombre de Madeleine, me llevan directamente, como una flecha, al cabello enrarecido de la Vieja, porque ambos emblemas significaban lo mismo, en aquella sobrenatural lotería: a la primera, y a todas las que como ellas debían por fuerza llamarse Madeleine, yo le había puesto el nombre de “la blanca”, dispensadora de suerte; a la segunda, el de “la gracia”, como la Parca antigua de los griegos, que por la muerte la donaba.
 
 
Leopoldo María Panero (España, 1948-2014)

domingo, 24 de mayo de 2015

Madeleine: MADELEINE EN LA LAMPARILLA DE NOCHE, de René Char

"Mas ellos olvidaron al partir cubrir la lamparilla de noche..."
 
Yo querría hoy que la hierba fuese blanca para pisar la evidencia de verte sufrir: yo no miraría bajo tu mano joven la forma dura, sin enlucido, de la muerte. Un día discrecional, otros, sin embargo, menos ávidos que yo, quitaron vuestra camisa de tela, ocuparon vuestra alcoba. Mas ellos olvidaron al partir cubrir la lamparilla de noche y un poco de aceite se derrama por el puñal de la flama sobre la imposible solución.

 
René Char (Francia, 1907-1988)
 
(Traducido del francés por Wilfredo Carrizales) 

sábado, 23 de mayo de 2015

Madeleine: SUITE FRANCESA, de Irène Némirovsky

"En su boca, en sus palabras un tanto vacilantes, todos aquellos sucesos perdían su resonancia trágica."
 
(Fragmento del capítulo 24)
 
Jean-Marie sólo veía a sus anfitriones a la hora de las comidas. El resto del día lo dejaban en manos de la anciana. Al atardecer, dos chicas jóvenes se sentaban junto a él. A una la llamaban «la Cécile» y a la otra «la Madeleine». Al principio, Jean-Marie creyó que eran hermanas. Pero no. La Cécile era la hija de la granjera y la Madeleine, una huérfana. A las dos daba gusto verlas, porque eran, si no atractivas, lozanas; Cécile tenía una cara redonda, ojos negros y vivos, y Madeleine, rubia y más fina, unas mejillas resplandecientes, sedosas y sonrosadas como la flor del manzano. Las chicas lo pusieron al corriente de los acontecimientos de la semana. En su boca, en sus palabras un tanto vacilantes, todos aquellos sucesos, extraordinariamente graves, perdían su resonancia trágica. «Es muy triste», decían, o: «Todo esto no es nada agradable», o: «¡Ay, señor, estamos muy preocupadas!» Jean-Marie se preguntaba si era una forma de hablar habitual entre la gente de la región o algo más profundo, que tenía que ver con el alma misma de aquellas chicas, con su juventud, un instinto que les decía que las guerras pasan y el invasor se marcha, que la vida, incluso deformada y mutilada, continúa.

 Irène Némirovsky
(Escritora en lengua francesa nacida en Rusia y muerta en Auschwitz, 1903-1942).
 
(Traducido al español por José Antonio Soriano Marco)

viernes, 22 de mayo de 2015

Madeleine: LA NÁUSEA, de Jean Paul Sartre

"Flotaba, me aturdían las brumas luminosas que me penetraban por todas partes a la vez."

(Fragmento del capítulo Las cinco y media)

Sentí una viva decepción en el sexo, un largo cosquilleo desagradable. Al mismo tiempo, sentía que la camisa me rozaba la punta de los pechos, y la impresión de que un lento torbellino encendido me rodeaba, me llevaba, un torbellino de bruma, de luces, en el humo, en los espejos, en las banquetas que brillaban en el fondo, y no veía por qué estaba allí, ni por qué pasaba eso. Me había detenido en la puerta, no sabía si entrar, y entonces se produjo un remolino, pasó una sombra por el techo y me sentí empujado hacia adelante. Flotaba, me aturdían las brumas luminosas que me penetraban por todas partes a la vez. Madeleine vino flotando a quitarme el sobretodo, y observé que se había estirado el pelo y llevaba pendientes: no la reconocí. Yo miraba sus grandes mejillas, que corrían interminables hacia las orejas. En el hueco de las mejillas, bajo los pómulos, había dos manchas color de rosa, bien aisladas, que parecían aburrirse en esa carne pobre. Las mejillas corrían, corrían hacia las orejas, y Madeleine sonreía:
 
- ¿Qué toma usted, señor Antoine?
 
Entonces me dio la Náusea: me dejé caer en el asiento, ni siquiera sabía dónde estaba; veía girar lentamente los colores a mi alrededor; tenía ganas de vomitar. Y desde entonces la Náusea no me ha abandonado, me posee.
 
 
Jean Paul Sartre (Francia, 1905-1980). Obtuvo el premio Nobel de literatura en 1964.

miércoles, 20 de mayo de 2015

Madeleine: DE ENTRE LOS MUERTOS, de Boileau-Narcejac

"... detestaba el ejército, la guerra y aquel teatro demasiado lujoso..."
 
(Fragmento inicial del capítulo II)

«Debo parecer un estúpido» pensaba Flavieres. Fingía que jugaba distraídamente con sus gemelos de nácar y trataba de parecer importante y hastiado, pero no se podía decidir a llevarse los gemelos a los ojos para mirar a Madeleine. Había muchos uniformes a su alrededor. Las mujeres que acompañaban a los oficiales tenían gesto de satisfacción orgullosa y Flavieres las odiaba; detestaba el ejército, la guerra y aquel teatro demasiado lujoso lleno de rumores marciales y frívolos. Cuando volvía la cabeza, veía a Gevigne con las manos cruzadas sobre la barandilla del palco. Madeleine estaba un poco más atrás, con la cabeza graciosamente inclinada; parecía morena, esbelta, pero Flavieres sólo distinguía confusamente sus facciones. Tenía la impresión de que era bonita, con un algo ligeramente travieso, tal vez a causa de su cabellera demasiado abundante. ¿Cómo había podido el grueso de Gevigne hacerse amar por una mujer tan elegante? El telón se había alzado para un espectáculo que no interesaba a Flavieres. Había cerrado los ojos; pensaba en la época en que Gevigne y él compartían la misma habitación, por economía. Los dos eran igualmente tímidos y las estudiantes se burlaban de ellos, y a propósito, se hacían provocativas. Por el contrario, había jóvenes que conquistaban todas las mujeres que querían. Sobre todo uno, a quien llamaban Marco. No era muy inteligente ni muy guapo. Un día, Flavieres le interrogó. Marco le contestó sonriendo:
 
- Háblales como si ya te hubieras acostado con ellas. ¡Es el único medio!
 
Flavieres no se había atrevido nunca a hacerlo. No sabía ser insolente. Ni siquiera sabía tutear. Sus colegas, cuando era un joven inspector, se burlaban de él, lo consideraban como un tipo extraño. Se le temía un poco. ¿En qué momento se había atrevido Gevigne? ¿Con qué mujer? Tal vez con Madeleine. Flavieres la llamaba Madeleine, como si se tratara de una aliada, como si Gevigne fuera su enemigo común. Trataba de imaginar el comedor del Continental. Se veía cenando con Madeleine por primera vez, haciendo una señal al maître, escogiendo los vinos. ¡No, imposible! El maître le habría mirado con desdén. Y luego habría que atravesar el inmenso comedor... y, más tarde, la habitación... Madeleine desvistiéndose... ¡Al fin y al cabo, era su mujer!... Flavieres volvió a abrir los ojos, se removió, sintió deseos de abandonar la partida. Pero estaba aprisionado en el centro de una fila y hacía falta mucho aplomo para molestar a tantos espectadores. A su alrededor resonaron risas, unos cuantos aplausos que se contagiaron rápidamente, invadieron la sala, se mantuvieron durante un minuto y se extinguieron. Los actores hablaban del amor, evidentemente. ¡Ser actor! Flavieres se estremeció de asco, con vergüenza, por el rabillo del ojo, buscó a Madeleine. En la penumbra dorada destacaba como un retrato. Las joyas relucían en su cuello, en sus orejas. También sus ojos parecían luminosos. Escuchaba, con el rostro inclinado, como esas desconocidas que se admiran en los museos, La Gioconda, La Belle Ferronière...


Pierre Boileau (Francia, 1906-1989)
Thomas Narcejac: Pierre Ayraud (Francia, 1908-1998)

martes, 19 de mayo de 2015

Madeleine: MADELEINE FÉRAT, de Émile Zola


(Fragmento)

Madeleine rondaba los veinte años. Llevaba un vestido muy sencillo de tela gris, enmarcado por una guarnición de cintas azules; un pequeño sombrero de paja coronaba su admirable cabellera de un rojizo ardiente con reflejos dorados, que se escapaba para formar un chongo detrás de su cabeza. Era una muchacha alta y bella, cuyos miembros fuertes y flexibles proyectaban una rara energía. Su rostro era característico. En su parte superior tenía una solidez casi masculina, no había líneas suaves en la piel de su frente; las sienes, la nariz y las mejillas acusaban las redondeces de su estructura ósea, dando a la figura una apariencia con el frío y la firmeza del mármol. La parte inferior de la cara, por el contrario, era de una delicadeza exquista, tenía una suavidad voluptuosa en sus mejillas y en las esquinas de la boca se formaban un par de hoyuelos; la barbilla, fina y nerviosa, desembocaba suavemente en el cuello; las facciones ya no eran tensas ni rígidas, eran graciosas, móviles, y cubiertas por el sedoso plumón de su piel, poseían una infinita variedad de expresiones y una adorable encanto; en el centro, los labios un poco gruesos, de un rosa vivo, parecían demasiado rojos para esa tez tan blanca, a la vez severa e infantil.


Émile Zola (Francia, 1840-1902)

lunes, 18 de mayo de 2015

Madeleine: AMAURY, de Alexandre Dumas

"Antoinette dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada de inteligencia, repuso..."
 
(Fragmento inicial del capítulo II)

El joven dijo a su amada en voz baja:
 
- ¡Es un horrible tormento, Madeleine, el no poder vernos con libertad y a solas muy de tarde en tarde! ¿Crees que es casualidad o que tu padre lo ha dispuesto de este modo?
 
- No sé qué pensar, Amaury -respondió Madeleine-. Sólo puedo decirte que lo siento como tú. Cuando podíamos vernos a todas horas no sabíamos apreciar en su justo valor nuestra dicha. No en vano dicen que la sombra es lo que hace que el sol sea deseable.
 
- ¿Hay inconveniente en que hagas comprender a Antoinette que nos prestaría un señalado servicio alejando de aquí por un rato a la señora Braun? Me parece que se queda aquí más por costumbre que por prudencia, y no creo que tu padre le haya dado el encargo de vigilarnos.
 
- Ya se me ha ocurrido muchas veces, y es el caso que no sé a qué atribuir el sentimiento que me veda el hacer eso. Siempre que abro la boca para hablar de ti a mi prima siento que se ahoga la voz en mi garganta. Y sin embargo, no ignora ella que te quiero.
 
- También yo lo sé, Madeleine; pero necesito que me lo digas tú misma en alta voz. Para mí no hay dicha comparable a la que disfruto al verte, y así y todo preferiría privarme de ella a tener que contemplarte ante personas extrañas, frías e indiferentes que obligan al disimulo. No acierto a expresarte lo que en este momento me mortifica semejante tiranía.
 
Madeleine se levantó y dijo sonriente:
 
- Amaury, ¿quieres ayudarme a buscar en el jardín algunas flores? Estoy pintando un ramo y el que hice ayer se ha marchitado ya.
 
Antoinette dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada de inteligencia, repuso:
 
- Madeleine, no debes salir al aire libre y exponer tu salud con el tiempo frío y nebuloso que está haciendo. Ya iré yo. ¡Verás qué ramo tan precioso voy a traerte! Señora Braun, hágame el favor de traerme al jardín el ramo que verá usted en un jarro del Japón sobre una mesita del cuarto de Madeleine, porque hay que hacerlo enteramente igual a ése.
Diciendo esto bajó al jardín por la escalinata, mientras que el aya, que no tenía que cumplir orden alguna respecto a Amaury y a Madeleine y que conocía los vínculos de afecto que les unían desde la niñez, iba en busca del ramo.
 
Amaury la siguió con los ojos, y así que la perdió de vista tomó con dulzura la mano de Madeleine, exclamando con acento apasionado:
 
- ¡Ya nos han dejado solos, siquiera sea por un instante! Aprovechémoslo, Madeleine: mírame, dime que me amas, pues a ser sincero, desde que he visto a tu padre tan transformado, voy dudando ya de todo. De mí, bien sabes que te amo, que te amo con todo mi ser.
 
Alexandre Dumas (Francia, 1802-1870)

sábado, 16 de mayo de 2015

Madeleine: LA SEÑORITA DE MAUPIN, de Théophile Gautier


(Fragmento del capítulo XV)
 
Había enviado mi caballo y mis ropas a una pequeña alquería que poseo a cierta distancia de la villa. Allí me vestí, monté a caballo y partí, no sin sentir una singular opresión en mi corazón. No lamentaba nada ni dejaba tras de mí parientes, amistades, ni perro ni gato, y no obstante me sentía triste, casi con lágrimas en los ojos; aquella finca donde no había estado más de cinco o seis veces no tenía nada de particular o añorado por mí; no era, pues, por el afecto que tomamos a ciertos lugares y nos enternece cuando hemos de abandonarlos, pero volví la cabeza un par de veces para ver su silueta azulada entre los árboles.
 
Allí era donde, con mis vestidos y mis sayas, había dejado mi título de mujer; en la habitación en la que me arreglé quedaban veinte años de mi vida, que ya no contaban ni me importaban. Se podía escribir en la puerta: Aquí yace Madeleine de Maupin; porque en efecto, ya no era Madeleine de Maupin sino Théodore de Serannes, y nadie volvería a llamarme con el dulce nombre de Madeleine.
 
El cajón en que dejé encerrados mis vestidos, desde entonces inútiles, me pareció el féretro de mis blancas ilusiones; ahora era un hombre, o al menos tenía su aspecto: la muchacha estaba muerta.
 
Cuando perdí de vista los castaños que rodeaban la quinta, me pareció que no era yo, sino otra persona, y recordé mis antiguos actos como los de una persona extraña, a los cuales hubiera asistido, o como el principio de una novela cuya lectura no hubiese terminado.
 
Recordaba complacida mil detalles cuya pueril ingenuidad me hacía sonreír de indulgencia, un tanto burlona a veces, como un joven libertino que escuchase las confidencias arcádicas y pastoriles de un colegial de tercero; y, en el momento en que me apartaba de allí para siempre, todas mis puerilidades de niña y de joven acudían al borde del camino para hacerme señales de amistad y enviarme besos con la punta de sus dedos blancos y afilados.
 
Piqué espuelas a mi caballo para sustraerme a tan desesperantes emociones; los árboles desfilaron rápidamente a derecha e izquierda; pero un alocado enjambre, con un zumbido más fuerte que el de una colmena, empezó a perseguirme por las avenidas laterales, llamándome: ¡Madeleine! ¡Madeleine!


Téophile Gautier (Francia, 1811-1872)
 
La ilustración corresponde al grabado original del capítulo XV, de Francois-Xavier Le Sueur y Édouard Toudouze. 

viernes, 15 de mayo de 2015

Madeleine: L'AMOUR DE MADELEINE (El amor de Magdalena), anónimo rescatado por Rainer María Rilke

"¿Podrá acaso desenredar sus pies de las redes de toda tu cabellera?"

(Fragmento)

Suéltate el cabello, Magdalena, y ata con él los pies de Jesús. ¡Qué cadenas más delicadas dispone Magdalena para su vencedor al que quiere hacer su cautivo! Magdalena, no temas. Aquél que confiesa en el santo Cantar que "se deja prender el corazón con un solo cabello de su Esposa", ¿podrá acaso desenredar sus pies de las redes de toda tu cabellera? Pero, ¿y si escapa?, ¿y si estas ataduras las rompe sin esfuerzo? No, no: no busques otras. Conoce el genio del amor: no rehúsa ser cautivo, pero quiere a la vez ser libre. Quiero decir que sólo quiere ser cautivo por su propia voluntad. Quiere lazos delicados y tiernos; lazos que no sean fuertes más que porque nadie quiere romperlos. Así pues, tu cabellera basta para prenderlo y comprometerlo; no hallarás lazos mejores.
 
 
Sermón anónimo francés (que algunos atribuyen a Bossuet) del siglo XVII encontrado por Rainer María Rilke en la tienda de un anticuario en 1911.
 
(Traducido al español por  Nicole d'Amonville Alegría)

jueves, 14 de mayo de 2015

Tu boca y Madeleine: HERZOG, de Saul Bellow


(Fragmento)
 
Su rostro afeitado, murmurando ante el espejo, tenía grandes ojeras. Está muy bien, pensó... A pesar de que no hay mucha luz, se ve que eres un hombre muy guapo. Todavía puedes pasar bastante tiempo conquistando mujeres. Conquistándolas a todas menos a esa bruja, Madeleine, cuya cara no se sabe si es hermosa o muy desagradable. Anda, pues, que Ramona te alimentará, te dará vino, te quitará los zapatos, te halagará, te besará, y te dará mordisquitos con sus lindos dientes. Luego abrirá la cama, apagará las luces, e irá a lo esencial...  Estaba medio elegante, medio fachoso. Siempre había sido ése su estilo. Así, si se anudaba la corbata con gran cuidado, tenía sueltos los cordones de los zapatos. Su hermano Shura, inmaculado con sus trajes hechos por los mejores sastres, con afeitados, pelados y manicura de Palmer House, le decía que su descuido era a propósito. En tiempos quizá fuese un desafío juvenil a las conveniencias, pero ahora ese descuido de las apariencias formaba ya parte de la comedia diaria de Moses E. Herzog. Ramona solía decirle: «No eres un verdadero y puritano americano. Para lo que tú tienes talento es para la sensualidad. Tu boca te traiciona.» Y cuando le oía esto, Herzog no podía evitar ponerse los dedos sobre los labios. Pero luego se reía mucho. Sin embargo, le fastidiaba que ella no le reconociese como un verdadero americano. Eso le dolía. ¿Qué era él, pues, sino un norteamericano? En el servicio militar, sus compañeros también le consideraban como un extranjero.

 

Saul Bellow
(Estadounidense nacido en Canadá, 1915-2005).
Obtuvo el premio Nobel en 1976.
 
 
 
 La ilustración corresponde a la portada del libro en la edición italiana de Oscar Mondadori, colección Clásicos Modernos. 

miércoles, 13 de mayo de 2015

Tu boca y Madeleine: CUARTO POEMA SECRETO A MADELAINE, de Guillaume Apollinaire



Mi boca tendrá ardores de averno,
mi boca será para ti un infierno de dulzura,
los ángeles de mi boca reinarán en tu corazón,
mi boca será crucificada
y tu boca será el madero horizontal de la cruz,
pero qué boca será el madero vertical de esta cruz.
Oh boca vertical de mi amor,
los soldados de mi boca tomarán al asalto tus entrañas,
los sacerdotes de mi boca incensarán tu belleza en su templo,
tu cuerpo se agitará como una región durante un terremoto,
tus ojos entonces se cargarán
de todo el amor que se ha reunido
en las miradas de toda la humanidad desde que existe.

Amor mío
mi boca será un ejército contra ti,
un ejército lleno de desatinos,
que cambia lo mismo que un mago
sabe cambiar sus metamorfosis,
pues mi boca se dirige también a tu oído
y ante todo mi boca te dirá amor,
desde lejos te lo murmura
y mil jerarquías angélicas
que te preparan una paradisíaca dulzura en él se agitan,
y mi boca es también la Orden que te convierte en mi esclava,
y me da tu boca Madeleine,
tu boca que beso Madeleine.


Guillaume Apollinaire: Wilhelm Albert Włodzimierz Apolinary de Kostrowicki
(Francés nacido en Italia, 1880-1918)  
(Traducido al español por José Umaña)

lunes, 11 de mayo de 2015

Tu boca: DECIR ADIÓS ES MORIR UN POCO (Página 53)

"... reclamando respeto al silencio del placer. Con su cara ludiendo tu oreja, susurra: - No digas nada."

(Fragmento del capítulo V: El salario del tedio)

Entre sueños percibes, lejano, un calor salivoso que envuelve tu miembro, es como si algo vivo y cálido lo acariciara con una voluptuosa humedad. Somnoliento, vas regresando a la vigilia y la percepción del placer es paulatinamente más intensa. Entreabres los ojos y descubres la boca de Diana, su lengua exaltando tu virilidad, imposible contenerla más tiempo. La sensación es plena. Recuperas el sentido de la realidad pero ella no te permite hablar. Con el dorso de su mano derecha se limpia los labios y coloca el índice de la izquierda en tu boca, reclamando respeto al silencio del placer. Con su cara ludiendo tu oreja, susurra:

- No digas nada. Tu estás enfermito.

Tiene razón Álvaro. Las mujeres son criaturas tan extrañas.
 
 
Jules Etienne

jueves, 7 de mayo de 2015

Tu boca: MÚSICA, de Adonis

"Es tu boca la luz, y la sombra en una rosa está."

1
 
Sale la rosa de su espacio
para encontrarla a ella.
Hay un sol otoñal
que tan sólo se cubre la cintura con un hilo de nubes.
 
Así nace el amor
allá, de donde vengo.
 
2
 
Es tu boca la luz, horizonte del cual
ningún color es digno.

Es tu boca la luz, y la sombra
en una rosa está.


Adonis: Ali Ahmad Said Esber (Siria, 1930)

(Traducido al español por Isabel Martínez Lillo)

martes, 5 de mayo de 2015

Tu boca: LA INMORTALIDAD, de Milan Kundera

"Las dos mujeres hablaban de amor y se mordían de odio."

(Fragmento al final de la tercera parte: La lucha)
 
Las gafas negras

- Yo entiendo lo que es el amor. En el amor lo más importante es el otro, aquel a quien amamos. De él se trata y de nada más. Y yo me pregunto qué significa el amor para alguien que sólo es capaz de verse a sí mismo. En otras palabras, qué puede entender por amor una mujer egocéntrica.
 
- Preguntarse lo que es el amor no tiene sentido, querida hermana -dijo Laura-. El amor lo has vivido o no lo has vivido. El amor es lo que es y no hay más que decir sobre él. Son las alas que me laten en el pecho y que me llevan a hacer cosas que a ti te parecen insensatas. Y eso es precisamente lo que nunca te ha pasado. Dijiste que yo no sé más que verme a mí misma. Pero a ti te veo y te veo hasta el fondo del alma. Cuando me jurabas en estos días pasados tu amor, sabía perfectamente que esa palabra en tu boca no tiene significado. No era más que una estratagema. Una argumentación para calmarme. Para impedir que perturbase tu tranquilidad. Yo te conozco, hermana: vives toda la vida del lado opuesto al amor. Completamente del lado opuesto. Más allá de la frontera del amor.
 
Las dos mujeres hablaban de amor y se mordían de odio. Y el hombre que se encontraba con ellas estaba desesperado.


    Milan Kundera (Escritor de origen checo nacionalizado francés; 1929) 

domingo, 3 de mayo de 2015

Tu boca: POR LA MAÑANA SIEMPRE VUELVES, de Cesare Pavese



El resplandor del alba
respira con tu boca
al final de las calles vacías.

Luz gris tus ojos,
dulces gotas del alba
en las colinas oscuras.

Tu paso y tu aliento
como el viento del alba
sumergen las casas.

La ciudad se estremece,
huelen las piedras –
eres la vida, el despertar.

Estrella perdida
en la luz del alba,
silbido de la brisa,
tibieza, respiro –
ha acabado la noche.
 
Eres la luz y la mañana.
 
 
Cesare Pavese (Italia, 1908-1950)
 
(Traducido del italiano por José Palacios)

sábado, 2 de mayo de 2015

Tu boca: PEDRO PÁRAMO, de Juan Rulfo

"... tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche."
 
(Fragmento)

Allá atrás, Pedro Páramo, sentado en su equipal, miró el cortejo que se iba hacia el pueblo. Sintió que su mano izquierda, al querer levantarse, caía muerta sobre sus rodillas; pero no hizo caso de eso. Estaba acostumbrado a ver morir cada día alguno de sus pedazos. Vio cómo se sacudía el paraíso dejando caer sus hojas: «Todos escogen el mismo camino. Todos se van». Después volvió al lugar donde había dejado sus pensamientos.
 
«Susana -dijo. Luego cerró los ojos-. Yo te pedí que regresaras... »...
 
Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan.»
 
Quiso levantar su mano para aclarar la imagen; pero sus piernas la retuvieron como si fuera de piedra. Quiso levantar la otra mano y fue cayendo despacio, de lado, hasta quedar apoyada en el suelo como una muleta deteniendo su hombro deshuesado.
 
«Ésta es mi muerte», dijo.
 
El sol se fue volteando sobre las cosas y les devolvió su forma. La tierra en ruinas estaba frente a él, vacía. El calor caldeaba su cuerpo. Sus ojos apenas se movían; saltaban de un recuerdo a otro, desdibujando el presente. De pronto su corazón se detenía y parecía como si también se detuviera el tiempo y el aire de la vida.
 
 
Juan Rulfo (México, 1917-1986)