Vancouver: luz de agosto en la bahía. (Fotografía de Jules Etienne).

viernes, 25 de septiembre de 2015

Venecia: A JULIO HERRERA Y REISSIG, VIAJERO EN SU TORRE, de Hugo Gutiérrez Vega

 
Más lejos, sin que el sol las haga claras,
las torres de Venecia multiplican
los ecos de la voz con que enmascaras
los dolores que a tu ojo sacrifican.
 
Para hablar de Venecia en esta tarde
es necesario nunca haberla visto.
Así diremos que la luna arde
bajo la palidez de lo imprevisto.
 
Por la ciudad se mueven las aguas del Leteo
y de ellas brota el fúnebre asfódelo
visto en la noche de Montevideo.
 
Que el recuerdo fingido nunca borre
el curvo, pensativo y cruel anhelo
de ver el mundo sin dejar la torre.


Hugo Gutiérrez Vega (México, 1934-2015)

jueves, 24 de septiembre de 2015

Venecia: EL FETICHE, de Alberto Moravia

"Sí, y precisamente en Venecia, en el cuarto del hotel, la primera noche.".

(Fragmento)

La alcoba estaba al fondo del corredor; la puerta se veía entornada; Livio la empujó y entró. Esta habitación tampoco contenía muebles, exceptuados la cama y dos sillas. Vio sobre la cama una valija, abierta. La mujer, de pie frente al placard, quitaba un vestido de la percha.

Livio se quedó unos instantes estupefacto, sin saber qué decir. Luego pensó que su mujer se disponía a marcharse y a dejarlo, al cabo de tan sólo dos meses de matrimonio; sintió frío a lo largo de la espina dorsal. Dijo:

- Pero Alina.. . ¿puedo saber qué estás haciendo?

Al oír su voz, la mujer dejó inmediatamente la percha y se sentó en el borde de la cama. También se sentó Livio, la ciñó por la cintura con un brazo y murmuró:

- Pero Alina... ¿por qué? ¿Qué te pasa?

Esperaba una respuesta conciliadora, pero mirándola comprendió que se equivocaba. La cara de la mujer, redonda, maciza, de una palidez lívida en que se destacaban los ojos celestes, denotaba un tenaz enojo.

- Me pasa que tú de todo te burlas, y yo ya no puedo soportar tus bromas.

- Pero es mi carácter, me gusta bromear. ¿Qué hay de malo?

- No habrá nada de malo, pero yo ya no aguanto.

- ¿Pero por qué, amor mío?

- No me llames amor mío. Tú nunca hablas en serio, siempre te estás haciendo el gracioso acerca de todo, siempre necesitas demostrar que eres superior a todo.

- ¡Oh, Alina!.. Veamos... ¿No te parece que exageras?

- No exagero para nada. Cada vez que bromeas, se me estruja el corazón. Se diría...

- ¿Qué se diría?

- Se diría que, no pudiendo ponerte al nivel de ciertas cosas, tratas, por medio del sarcasmo, de rebajarías hasta el tuyo. Pero no se trata solamente de esto...

- ¿Y de qué más?

- Bromeas aun en momentos en que ningún hombre bromearía. Durante nuestro viaje de bodas, dijiste una cosa que en mi vida olvidaré.

- ¿Qué? ¿Qué dije?

- Jamás te lo diré.

Siguió un silencio. Livio, sentado a su lado, la ceñía contra su cuerpo. Entonces, mientras la miraba, se dio cuenta, con la impresión de descubrir algo importante, que era la primera vez, desde que se conocían, que le hablaba en serio, en mudo sincero y afectuoso, sin ocultarse tras la máscara de la broma. Pensó que había necesitado nada menos que una amenaza de abandono para inducirle a adoptar otro tono, y de pronto sintió remordimiento.

- Veamos, Alina, veamos qué es lo que realmente ha ocurrido. Tú compraste aquel fetiche que a mí no me gustaba y lo trajiste a casa. ¿Por qué empecé a bromear con el fetiche? Por cierto, no porque sea feo, o ridículo, o tosco, hay muchos otros objetos feos, toscos y ridículos en esta casa. No. Sino porque tú te infatuaste con él al punto.

La mujer le escuchaba con una atención que parecía emanar de todo su cuerpo recogido y pesado, para concentrarse en la pequeña oreja carnosa que aparecía bajo su pelo negro. De pronto golpeó las manos y se volvió hacia Livio:

- Lo has dicho. Al fin lo has dicho.

- ¿Qué?

- Que no aguantas eso que llamas mis infatuaciones.

- Bien. ¿Y con eso?

- ¿No comprendes que lo que tú llamas mis infatuaciones son mis sentimientos, mis afectos, en resumen, soy yo misma?

- ¿Tú tienes un sentimiento, un afecto, para aquel fantoche de piedra?

- Podría tenerlo. ¿Qué sabes tú? Tengo o, mejor dicho, tenía un sentimiento por ti, seguramente. Y tú lo has tratado como a una infatuación, le has arrojado encima el agua helada de tus bromas.

- ¿Pero cuándo?

- Ya te lo he dicho, durante nuestro viaje de bodas.

- ¿Yo he bromeado con tu sentimiento para conmigo durante nuestro viaje de bodas?

- Sí, y precisamente en Venecia, en el cuarto del hotel, la primera noche. Y no te burlaste solamente de mi sentimiento, sino también de mi persona física, justo en el momento en que ningún hombre... mira, te lo digo con la mayor solemnidad.. . se hubiera atrevido a hacerlo.

- ¿Yo me he burlado de tu físico?

- Sí. De un detalle de mi físico.

Livio se ruborizó de pronto hasta las orejas, a pesar de que no recordaba haber bromeado en aquella ocasión. Al fin dijo:

- Será verdad, pero no me acuerdo. Habría que ver de qué broma se trataba. Quizá era una cosa inocente como la que esta noche dije acerca de tu fetiche.

- Claro que era una cosa inocente, pues que no te dabas cuenta de lo que decías. Pero a mi me produjo una sensación como si me hubieras metido un pedazo de hielo en el escote. Era nuestra primera noche después de la boda, y tú no te diste cuenta de que yo te odiaba.

- ¿Me odiabas?

- Sí, con toda el alma.

- ¿Y ahora me odias?

- Ahora, no sé.

Livio volvió a callar, mirándola con atención. Entonces, de pronto, tuvo la sensación de que se encontraba frente a una persona totalmente extraña, acerca de la cual nada sabía, que ignoraba su pasado, su presente, sus sentimientos, sus pensamientos. Esta sensación de extrañeza se originaba en la frase de ella: "no te diste cuenta de que yo te odiaba". En efecto, no se había dado cuenta que estrechaba entre sus brazos a una mujer que lo odiaba. De aquella noche todo lo recordaba, inclusive el viento que de cuando en cuando inflaba ligeramente la cortina de la ventana abierta hacia la Laguna, pero no el odio de ella. Y entonces, si no se había percatado de un sentimiento tan importante, quién sabe cuántas otras cosas le habrían pasado desapercibidas, quién sabe cuantas parte de ella ignoraba. Pero ya estaba claro que su mujer no se marcharía; que la valija, abierta sobre la cama, formaba parte de una especie de rito del litigio; que él ahora tenía que buscar la reconciliación, por más que su mujer le resultara extraña y desconocida.

 
Alberto Moravia (Italia, 1907-1990)

lunes, 21 de septiembre de 2015

Venecia: LOS PAPELES DE ASPERN (Otoño en Venecia), de Henry James

"Empezaba el otoño y el fin de los dorados meses."
 
(Fragmento del capítulo IX) 

La mañana era magnífica, y algo en la atmósfera advertía el fin del largo verano de Venecia: una suave brisa marina agitaba las flores del jardín y extendía su soplo agradable hasta el palacio, menos cerrado y sombrío ahora que en vida de Juliana. Empezaba el otoño y el fin de los dorados meses. Con ellos terminaba también mi experimento, o terminaría al cabo de media hora, cuando tuviera la certeza de que en realidad mis sueños habían quedado reducidos a cenizas. Después de eso, sólo me restaría encaminarme a la estación; porque no podía considerar siquiera la posibilidad de quedarme allí, para actuar de guardián de una desvalida solterona. Si no había salvado los papeles, ¿qué obligación tenía yo hacia ella? Un poco perplejo, me pregunté hasta qué punto tendría que agradecer y en qué forma recompensar su gentileza, en el caso de que los hubiera salvado. ¿No me obligaría un servicio tal a su custodia? Si la perspectiva no me inquietó demasiado fue por considerar sumamente improbable tal eventualidad. En el caso de que Juliana no hubiera destruido ya su tesoro la noche que me sorprendió frente a su escritorio, lo habría hecho sin duda al día siguiente.
 
 
 Henry James (Estadounidense nacionalizado inglés, 1843-1916).

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Venecia: RUMBOS CRUZADOS, de Alfonso Reyes

"Es de creer que la Luna nació en Venecia."

Algunos apuntes sobre Venecia:

En los pianos de Venecia, se oía música tan vieja, tan vieja, que parece música de circo. ¡No me hubiera asombrado, de pronto, oír hasta el carnaval de Venecia!
...

Venecia y Toledo son resúmenes únicos de historia nacional, creaciones casi artificiales, aunque, paradójicamente, producidas por el solo acarreo del tiempo. No se puede vivir en ellas. Se asoma uno y las admira, pasea por ellas a gusto y nada más; como por entre unas bambalinas.
...
 
Es de creer que la Luna nació en Venecia.


Alfonso Reyes (México, 1889-1959).

martes, 15 de septiembre de 2015

Venecia: ¡NADA DE ESO!, de D. H. Lawrence

"... ganándose la vida a duras penas con una pobre y solitaria existencia de pintor."

(Fragmento inicial)

Me encontré con Luis Colmenares en Venecia, después de años de no verlo. Colmenares es un exiliado mexicano que vive de los magros restos de lo que una vez fue riqueza, ganándose la vida a duras penas con una pobre y solitaria existencia de pintor. El arte, sin embargo, es sólo un sedante para él. La mayor parte del tiempo la pasa vagando como un alma perdida, por París o por Italia, donde puede vivir económicamente. Es más bien bajo, grueso, de ojos oscuros que miran siempre hacia otro lado, y tiene un espíritu, de igual manera, indirecto.

- ¿Sabe usted quién se encuentra en Venecia? -me dijo-. ¡Cuesta! Se hospeda en el hotel Romano. Ayer lo vi bañándose en el Lido.

Había un inequívoco tono de burla sombría en esta última frase.

- ¿Quiere decir Cuesta... el torero? -pregunté.
- Sí. ¿no sabía que se retiró? ¿Lo recuerda? Una norteamericana le dejó un montón de plata. ¿Lo vio alguna vez?
- Una sola -le dije.
- ¿Fue antes de la Revolución? ¿Recuerda que se retiró y le compró una hacienda muy barata a uno de los generales de Madero, allá en Chihuahua? Fue después del carrancismo y yo estaba ya en Europa.
- ¿Qué aspecto tiene ahora? -pregunté.
- Está enormemente gordo, como una pequeña ballena redonda y amarilla. ¿lo ha visto? Sin duda recordará que era más bien bajo y siempre grueso, creo que su madre era una india mixteca. ¿lo conoció alguna vez?
- No -contesté-. ¿Y usted?
- Sí. Lo conocí en los viejos tiempos, cuando yo era rico y pensaba que seguiría siendo rico siempre.
 
Guardó silencio y yo temí que se hubiera callado definitivamente. Era insólita en él tanta disposición para comunicarse. Pero -era evidente- ver a Cuesta, el torero cuya fama alguna vez resonó en España y América Latina, lo había emocionado profundamente. Estaba excitado y apenas se podía contener.
 
- ¿Pero no era un hombre interesante, verdad? -dije-. ¿No era justamente un... un torero... un bruto?
 
Colmenares me miró desde su propia lobreguez. No quería hablar y, sin embargo, debía hacerlo.
 
- Era un bruto, sí -admitió con un gruñido-. Aunque no solamente un bruto. ¿Lo vio cuando estaba en su mejor forma? ¿Dónde lo vio? A mí no me gustó nunca mientras estuvo en España: era muy vanidoso. Pero en México era muy bueno. ¿Lo vio jugar con el toro y con la muerte? Era maravilloso. ¿Lo recuerda, recuerda su aspecto?
- No muy bien -contesté.
- Bajo, ancho, algo grueso, de un color más bien amarillento y nariz achatada. Pero los ojos eran maravillosos, algo pequeños y amarillos, y cuando lo miraban a uno, tan extraños y fríos, se sentía uno derretir por dentro. ¿Conoce esa sensación? Penetraba hasta el rincón más escondido, donde un guarda el ánimo. ¿Entiende? Y así uno sentía derretirse. ¿Sabe qué quiero decir?
- Más o menos, quizá -contesté.
 
Los ojos negros de Colmenares estaban fijos en mi cara, dilatados y brillantes, aunque sin verme en realidad. Contemplaba el pasado. Y, sin embargo, una fuerza curiosa surgía de su semblante; uno lo podía comprender por la telepatía de la pasión, una pasión invertida.
 

David Herbert Lawrence (Inglaterra, 1885-1930)

viernes, 11 de septiembre de 2015

Venecia: LOS MUERTOS MANDAN, de Vicente Blasco Ibáñez

"... bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien."

(Fragmento sobre George Sand y Alfred de Musset)

El nieto de don Horacio sentía una especie de amor retrospectivo hacia aquella mujer extraordinaria. La veía como en los retratos de su juventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigmáticos bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien. ¡Pobre Jorge Sand! El amor había sido para ella lo que la antigua esfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sentía en el corazón su zarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeldías del amor las había conocido aquella mujer. La hembra caprichosa de las noches venecianas, la infiel compañera de Musset, era la misma enfermera que guisaba la cena y preparaba las tisanas al moribundo Chopin en la soledad de Valldemosa... ¡Si él hubiese conocido una mujer así, una mujer que llevase dentro mil mujeres, toda la infinita variedad femenil de dulzuras y crueldades!... ¡Ser amado por una hembra superior, a la que pudiera imponer el ascendiente varonil y que al mismo tiempo le inspirase respeto por su grandeza intelectual!...

Quedó Febrer largo rato como adormecido por este deseo, mirando el paisaje sin verlo. Luego sonrió irónicamente, como si compadeciese su insignificancia. Recordaba el objeto de su viaje y se tenía lástima. Él, que soñaba con grandes amores desinteresados y extraordinarios, iba a venderse, ofreciendo su mano y su nombre a una mujer que apenas había visto; a contraer una alianza que escandalizaría a toda la isla... ¡Digno término de una vida inútil y atolondrada.
 
El vacío de su existencia se le aparecía ahora claramente, sin los engaños de la presunción personal. La proximidad del sacrificio lo hacía replegarse en sus recuerdos, cual si buscase en ellos una justificación de los actos presentes. ¿Para qué había servido su paso por el mundo?...
 
Vicente Blasco Ibáñez (España, 1867-1928)

sábado, 5 de septiembre de 2015

Venecia: LAS OLAS, de Virginia Woolf

"Una mujer lanzaba antaño este grito hacia su amante, inclinada sobre su balcón en Venecia."
 
(Fragmento)

«He aquí una sala donde uno tiene derecho a entrar pagando su boleto para escuchar música, en medio de auditores somnolientos que han venido aquí después de almorzar, en una tarde calurosa. Todos hemos comido carne y budín en cantidad suficiente para mantenernos vivos durante una semana sin probar bocado y por consiguiente nos apiñamos como larvas sobre el dorso de alguna bestia que nos conducirá adelante. Correctamente vestidos, llenos de gravedad, hay entre nosotros viejas damas con cabellos blancos cuidadosamente ondulados debajo de sus sombreros, con pequeños zapatos, pequeños bolsos de mano y caballeros de mejillas cuidadosamente afeitadas; uno que otro luce un breve bigote militar y el menor vestigio de polvo ha sido cuidadosamente sacudido de sus vestones. Moviéndonos acompasadamente; abriendo programas, saludamos a los conocidos y nos instalamos  igual que focas sobre una roca, como pesadas criaturas incapaces de sumergirnos en el mar por nuestro propio impulso y aguardando que una ola nos levante: pero somos demasiado pesados y hay demasiado ripio entre nosotros y el mar. Yacemos, pues, hartados de alimentos, embotados por el calor. De pronto, la enorme dama ceñida en un traje de raso verde mar acude a rescatarnos. Se humedece los labios, asume una expresión apasionada, dilata el pecho y avanzando como para coger una manzana, lanza la flecha de su voz en el corazón de la nota: «¡Ah!»

«Un hacha ha partido en dos la manzana: el corazón de la fruta es tibio: los sonidos se estremecen dentro de su corteza. «¡Ahhhhhh…!» Una mujer lanzaba antaño este grito hacia su amante, inclinada sobre su balcón en Venecia. «¡Ahhhh!…» Ella lanza este grito y luego vuelve a comenzar. Ella nos ha dado un grito. Pero solo un grito. Y, ¿qué es un grito? Enseguida hombres parecidos a grandes insectos entran en escena con sus violines. Aguardan: cuentan; hacen un signo y sus arcos se inclinan. Y ahora, todo es un estallido de risas como la danza de los olivares agitando sus miríadas de lenguas de plata cuando un viajero venido del mar, cogiendo una ramita con sus dientes, salta a la orilla sobre la ribera que cierra el semicírculo de las colinas.


Virginia Woolf (Inglaterra, 1882-1941)

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Henry James, Oscar Wilde y Virginia Woolf en Venecia: helados en el Florian


El caffè Florian fue fundado en Venecia en 1720, es decir, hace casi trescientos años. No resulta extraño, entonces, que se cuenten anécdotas de clientes tan célebres como Lord Byron, Goethe o Henry James, entre la nutrida población de escritores que han habitado durante alguna época en dicha ciudad a orillas del mar Adriático. Éste último, en el quinto capítulo de su novela Los papeles de Aspern, ubica al protagonista-narrador en una de sus mesas al calor del verano:
 
"Rara vez me quedaba en casa al anochecer, pues cuando trataba de ocuparme en mis habitaciones, la luz de la lámpara atraía una multitud de insectos molestos, y hacía demasiado calor para cerrar las ventanas. Por tanto, pasaba las últimas horas o bien en el agua (la luz de la luna en Venecia es famosa) o en la espléndida plaza que sirve como vasto atrio a la extraña y vieja basílica de San Marcos.
 
Me sentaba ante el café de Florian, tomando helados, oyendo música, hablando con conocidos: el viajero se acordará de cómo la inmensa acumulación de mesas y sillas se extiende como un promontorio penetrando en el liso lago de la Piazza. La plaza entera, en anochecer de verano, bajo las estrellas y con todas las lámparas, todas las voces y leves pasos sobre el mármol (los únicos sonidos de las arquerías que la rodean), es como un salón al aire libre dedicado a bebidas refrescantes y a una degustación aún más fina -la de las exquisitas impresiones recibidas durante el día-. Cuando no prefería quedarme las mías para mí, siempre había un turista errante, desembarazado de su Baedeker, con quien comentarlas, o algún pintor naturalizado que se regocijaba con el retorno de la estación de los efectos fuertes. La maravillosa iglesia, con sus bajas cúpulas y erizada de ornamentos, el misterio de su mosaico y esculturas, parecía fantasmal en la templada sombra, y la brisa marina pasaba entre las columnas gemelas de la Piazzetta, jambas de una puerta ya no custodiada, tan suavemente como si se meciera allí una rica cortina.
 
En esas ocasiones pensaba en las señoritas Bordereau y en la lástima de que estuvieran encerradas en habitaciones que, en el julio veneciano, ni siquiera la vastedad de Venecia conseguía evitar que estuvieran sofocantes. Su vida parecía estar a millas de distancia de la vida de la Piazza, y sin duda ya era realmente tarde para hacer cambiar de costumbres a la austera Juliana. Pero la pobre señorita Tita, estaba seguro de que habría disfrutado con un helado de Florian; a veces incluso pensaba llevarle uno a casa. Afortunadamente, mi paciencia dio fruto y no me vi obligado a hacer nada tan ridículo."
 
Por supuesto, Henry James no era el primero ni sería el último en referirlo. Oscar Wilde emprende una seria reflexión estética sobre la relación entre el arte y la vida a la manera platónica, esto es, a través de un diálogo entre Cyril y Vivian, únicos personajes en La decadencia de la mentira -de la que suele asegurarse era la favorita del propio Wilde entre sus obras-. Aunque la alusión sea sólo tangencial, en el siguiente parlamento de Vivian se menciona el Florian:
 
"Un día empezó a publicarse una novela en una revista francesa. En aquella época leía yo esa clase de literatura, y recuerdo mi gran sorpresa al llegar a la descripción de la heroína. Era tan parecida a mi amiga, que le llevé la revista. Ella misma se reconoció al momento y pareció fascinada por la semejanza. Debo decirle de paso que la obra estaba traducida de un escritor ruso fallecido, de modo que el autor no habría podido tomar a mi amiga por modelo. Abreviando: algunos meses después, hallándome en Venecia, vi la revista en el salón del hotel y la abrí para conocer cuál era la suerte de la heroína. Se trataba de una historia lamentable. La joven había acabado por fugarse con un hombre de clase inferior, social, moral e intelectual. Escribí aquella misma noche a mi amiga, dándole mi opinión sobre Giovanni Bellini, los admirables helados del Florian y el valor artístico de las góndolas, y añadí una posdata para decirle que su «doble» del relato se había comportado muy neciamente. No sé por qué añadí aquellas líneas; pero recuerdo que me obsesionaba el temor de verla imitar a la heroína. Y antes que mi carta le llegase, se fugó con un hombre, que la abandonó seis meses después. La volví a ver en mil ochocientos ochenta y cuatro, en París, donde vivía con su madre, y le pregunté si aquella narración era responsable de su acto. Me confesó que se había sentido impulsada por una fuerza irresistible a seguir paso a paso a la heroína en su marcha extraña y fatal, y que fue presa de un auténtico terror mientras esperaba los últimos capítulos. Cuando se publicaron, le pareció que estaba obligada a copiarlos, y así lo hizo. Este es un eje clarísimo y extraordinariamente trágico de ese instinto imitativo del que hablaba hace un momento. Pero, no quiero insistir más en esos ejemplos individuales y aislados. La experiencia personal es un círculo vicioso y limitado. Todo lo que deseo demostrar es este principio general: La Vida imita al Arte mucho más que el Arte a la Vida. Y estoy seguro de que si reflexiona usted sobre ello, verá que tengo razón."
 
También Virginia Woolf en su cuento El legado, que se publicó en 1944 como parte del volumen La casa encantada y otros relatos, evoca la visita al Florian de sus personajes:
 
"Fueron a Venecia. Recordó aquellas felices vacaciones después de la elección. «Comimos helados en Florian.» Sonrió; todavía era como una niña, le gustaban los helados. «Gilbert me hizo un relato interesantísimo de la historia de Venecia. Me dijo que los Dogos...», y su esposa lo escribió todo, con su caligrafía de colegiala."
 
 
Jules Etienne 

martes, 1 de septiembre de 2015

Páginas ajenas: SEPTIEMBRE EN VENECIA, de Vincenzo Cardarelli

 
 
Luces festivas y plateadas ríen,
discurriendo trémulas y lejanas
en la frialdad del aire sombrío.
Yo las miro hechizado.

Tal vez más tarde me acordaré
de estas grandiosas noches
que llegan rápidas,
y más bellas, más vivas sus luces.

Volverán a brillar
en mi recuerdo.
Y será real y serena
mi felicidad.
 

Vincenzo Cardarelli (Italia, 1887-1959)