Regresa la primavera a Vancouver.

miércoles, 8 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: CANTO GENERAL, de Pablo Neruda

"Ámame dormida y desnuda, que en la orilla eres como la isla..."

XIV: El gran océano

VI. La lluvia (Rapa Nui)

No, que la Reina no reconozca
tu rostro, es más dulce
así, amor mío, lejos de las efigies, el peso
de tu cabellera en mis manos, recuerdas
el árbol de Mangareva cuyas flores caían
sobre tu pelo? Estos dedos no se parecen
a los pétalos blancos: míralos, son como raíces,
son como tallos de piedra sobre los que resbala
el lagarto. No temas, esperemos que caiga la lluvia, desnudos,
la lluvia, la misma que cae sobre Manu Tara.

Pero así como el agua endurece sus rasgos en la piedra,
sobre nosotros cae llevándonos suavemente
hacia la oscuridad, más abajo del agujero
de Ranu Raraku. Por eso
que no te divise el pescador ni el cántaro. Sepulta
tus pechos de quemadura gemela en mi boca,
y que tu cabellera sea una pequeña noche mía,
una oscuridad cuyo perfume mojado me cubre.

De noche sueño que tú y yo somos dos plantas
que se elevaron juntas, con raíces enredadas,
y que tú conoces la tierra y la lluvia como mi boca,
porque de tierra y de lluvia estamos hechos. A veces
pienso que con la muerte dormiremos abajo,
en la profundidad de los pies de la efigie, mirando
el Océano que nos trajo a construir y a amar.

Mis manos no eran férreas cuando te conocieron, las aguas
de otro mar las pasaban como a una red: ahora
agua y piedras sostienen semillas y secretos.

Ámame dormida y desnuda, que en la orilla
eres como la isla: tu amor confuso, tu amor
asombrado, escondido en la cavidad de los sueños,
es como el movimiento del mar que nos rodea.

Y cuando yo también vaya durmiéndome
en tu amor, desnudo,
deja mi mano entre tus pechos para que palpite
al mismo tiempo que tus pezones mojados en la lluvia.

Pablo Neruda:
Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto (Chile, 1904-1973).
Obtuvo el premio Nobel en 1971.

martes, 7 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: EL ESCLAVO, de Isaac Bashevis Singer

"Entonces la distinguió en la oscuridad: dormía sobre la paja con los pechos descubiertos, medio desnuda."

(
Fragmento del capítulo VII)
2.

Jacob entró de noche en el pueblo, por los campos y pastizales que se exten- dían detrás de las chozas. La luna se había ocultado ya, pero había claridad suficiente para distinguir cada casa y cada granero. También se veía la montaña en que había pasado cinco veranos, y constantemente levantaba la mirada hacia ella. Aquellos años se le antojaban un sueño, un milagro lejano, un interludio provocado por artes de hechicería. Gracias a Dios, los perros dormían. A Jacob ya no le pesaban los pies, sus pasos eran ligeros como los de un fauno, y su cuerpo, ingrávido por falta de alimento. Echó a correr por la pendiente hacia la cabaña de Jan Bzik, sin más deseo que encontrar a Wanda. ¿Estaría en la casa? ¿En el granero quizá? ¿Se habría ido a casa de Antek? Pensó en su propia vida, y se sintió admirado de cuanto le había ocurrido. Lo habían esclavizado, habían aniquilado a su familia, y ahora, disfrazado de campesino, iba en busca de su amada. Parecía una de aquellas baladas que cantaban sus hermanas cuando su padre no estaba en casa, pues en su presencia no se atrevían, ya que sabían que él consideraba lasciva la voz femenina.

Jacob se detuvo y trató de recobrar el aliento. Allí estaba la cabaña dejan Bzik. Le temblaban las piernas. Distinguía todos los detalles: el techado de paja, las ventanas, el granero, hasta el tronco en que partía la leña. La perrera parecía vacía. Se acercó sigilosamente al granero y percibió un olor familiar. ¿Se encontraría Wanda allí dentro? ¿Podía confiar en que no se pusiera a gritar, despertando así a todo el pueblo? Recordó la señal que habían convenido durante los meses en que él temía que Antek o Stefan lo atacaran: tres golpes, dos fuertes y uno suave. Hizo la señal. No hubo respuesta. Hasta aquel momento no había comprendido lo peligroso de su empresa. ¿Y si lo descubrían? Tal vez lo mataran por ladrón. Y aunque encontrase a Wanda, ¿adónde irían? Aquella aventura lo exponía a un peligro constante. Los cristianos quemaban a los gentiles que se convertían en judíos. Y tampoco los judíos aceptarían a la conversa. Aún estaba a tiempo de retroceder. Lo ahogaba la angustia ¿Adónde lo había conducido la pasión? Lentamente, empujó la puerta del granero, mientras se defendía pensando: «Ya no soy responsable de mis actos». Oyó una respiración. Allí estaba Wanda. Con las manos preparadas para taparle la boca si gritaba, se acercó a ella. Entonces la distinguió en la oscuridad: dormía sobre la paja, con los pechos descubiertos, medio desnuda. Él recordó la historia de Rut y Booz. Estaba despierto y, no obstante, soñaba. Dejó el saco en el suelo.

- Wanda.

Cesó la respiración.

- Wanda, no grites. Soy yo, Jacob… -no acabó la frase. Le resultaba imposible hablar.

- ¿Quién es? -suspiró ella.

- Jacob. No grites.

Gracias a Dios, no gritó; pero se incorporó bruscamente, como el que delira de fiebre.

- ¿Quién es? -repitió, sin comprender.

- Jacob. He venido a buscarte. No grites.

Sin embargo, gritó. Jacob se estremeció al oírla y pensó que los de la casa debían de haberla oído. Se echó sobre ella y, forcejeando en la oscuridad, consiguió taparle la boca. Wanda se desasió y se puso en pie. Jacob volvió a sujetarla, mientras miraba hacia la puerta, esperando ver aparecer por ella a los campesinos.

- Quieta -le dijo, jadeando-. Me mataran. Vengo a buscarte. No conseguía borrarte de mi pensamiento.

Sin darse cuenta de lo que hacía, la abrazaba con fuerza. Quedarse allí representaba un peligro. El granero era una trampa. Jacob sudaba y respiraba entrecortadamente. El corazón le latía con fuerza.

- Tenemos que marcharnos de aquí mientras aún sea de noche -susurró.

Ella ya no se debatía, sino que se abrazaba a él, tiritando como si fuese invierno.

- ¿Eres tú de verdad? —-a oyó murmurar.

- Sí, soy yo. Rápido, vámonos.

- Jacob, Jacob.

El grito debió de pasar inadvertido, ya que no acudió nadie.

Isaac Bashevis Singer
(Judío nacido en Polonia y fallecido en Estados Unidos, 1902-1991).
Obtuvo el premio Nobel en 1978.

(Traducido al español por Ana María de la Fuente).

lunes, 6 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: LOS PASOS PERDIDOS, de Alejo Carpentier

"Yo la había calmado con un somnífero, recurriendo luego a la venda negra..."

(
Fragmento del capítulo V)

Jueves, 8

A lo lejos repican las campanas de una iglesia con uno de esos ritmos parroquiales, conseguido por el guindarse de las cuerdas, que ignoran los carillones eléctricos de las falsas torres góticas de mi país. Mouche, dormida, se ha atravesado en la cama de modo que no queda lugar para mí. A veces, molesta por un calor inhabitual, trata de quitarse la sábana de encima, enredando más las piernas en ella. La miro largamente, algo resquemado por el chasco de la víspera: aquella crisis de alegría, debida al perfume de un naranjo cercano, que nos alcanzó en este cuarto piso, acabando con los grandes júbilos físicos que yo me hubiera prometido para aquella primera noche de convivencia con ella en un clima nuevo. Yo la había calmado con un somnífero, recurriendo luego a la venda negra, para poder hundir más pronto mi despecho en el sueño. Vuelvo a mirar entre persianas. Más allá del Palacio de los Gobernadores, con sus columnas clásicas sosteniendo un cornisamento barroco, reconozco la fachada Segundo Imperio del teatro donde anoche, a falta de espectáculos de un color más local, nos acogieran, bajo grandes arañas de cristal, los marmóreos drapeados de las Musas custodiadas por bustos de Meyerbeer, Donizetti, Rossini y Hérold. Una escalera con curvas y floreo de rococó en el pasamano nos había conducido a la sala de terciopelos encarnados, con dentículos de oro al borde de los balcones, donde se afinaban los instrumentos de la orquesta, cubiertos por las alborotosas conversaciones de la platea.

Todo el mundo parecía conocerse. Las risas se encendían y corrían por los palcos, de cuya penumbra cálida emergían brazos desnudos, manos que ponían en movimiento cosas tan rescatadas del otro siglo como gemelos de nácar, impertinentes y abanicos de plumas. La carne de los escotes, la atadura de los senos, los hombros, tenían una cierta abundancia muelle y empolvada que invitaba a la evocación del camafeo y del cubrecorsé de encajes. Pensaba divertirme con los ridículos de la ópera que iba a representarse dentro de las grandes tradiciones de la bravura, la coloratura, la fioritura. Pero ya se había alzado el telón sobre el jardín del castillo de Lamermoore, sin que lo desusado de una escenografía de falsas perspectivas, mentideros y birlibirloques, estuviese aguzando mi ironía. Me sentía dominado más bien por su indefinible encanto, hecho de recuerdos imprecisos y de muy remotas y fragmentadas añoranzas.

Alejo Carpentier
(Cubano nacido en Suiza y fallecido en Francia, 1904-1980)

domingo, 5 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: LA VIOLETA DEL PRÁTER, de Christopher Isherwood

"... donde se ha levantado un nuevo decorado: el dormitorio de Toni."

(
Fragmento)

Después del bullicio de la mañana, las tardes comienzan en un ambiente de ociosidad y reposo. Nos hemos trasladadom a otro plató, donde se ha levantado un nuevo decorado: el dormitorio de Toni. La primera escena que hay que rodar es la que precede a la llegada de la carta de Rudolf. Toni está echada en la cama, dormida; en sus labios aflora una sonrisa. Sueña con su amado y con la romántica cita del día anterior. En el exterior brilla una radiante mañana de primavera. Toni se mueve, despierta, se despereza, salta de la cama, cruza el cuarto corriendo, abre la ventana de par en par, respira con deleite el aroma de las flores y se pone a cantar el tema musical de la película.

Christopher Isherwood
(Inglés nacionalizado estadounidense, 1904-1986).

(Traducido al español por María Belmonte).

sábado, 4 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: DAVID GOLDER, de Irène Némirovsky

"Transcurría la noche. A su pesar, Joyce dejó caer la cabeza en uno de sus brazos."

(
Fragmento del capítulo XII)

Una vez, al separarse los grupos para dar paso a jugadores nuevos, pudo ver con toda claridad a su padre; el súbito y extraño envejecimiento de su demacrado rostro, que el reflejo de las lámparas ponía verde, la llenó de vaga intranquilidad.

- ¡Qué pálido está !... ¿Qué le sucede? ¿Estará perdiendo? -pensó.

Se puso, luego, de pie, y miró ávidamente, pero ya la multitud había cerrado el cerco junto a las mesas... Hizo un gesto de desasosiego.

- ¡Por vida!... ¿Me acercaré?... No; la persona interesada en el juego da mala sombra.

Buscó por la sala; vió a un joven desconocido que paseaba llevando del brazo a una bella mujer, casi desnuda, y le hizo una seña, imperiosamente.

- ¡ Oiga ! . . . ¡ A usted, sí ! ... ¿Gana ese viejo de Golder?...

- No, quien gana es el otro viejo .feo, Donovan -contestó la mujer nombrando a un jugador ilustre en las timbas del mundo entero.

Joyce tiró con rabia el pitillo.

- ¡Es preciso, es preciso que gane! -murmuró con desesperación-. ¡Quiero mi auto! ¡Lo quiero! Necesito irme a España con Alé... ¡Solos, libres! Nunca he dormido una noche entera conél, en sus brazos ... ¡ Alé de mi vida!... ¡Tiene que ganar! ¡Dios mío, haz que gane!...

Transcurría la noche. A su pesar, Joyce dejó caer la cabeza sobre uno de sus brazos. El humo le irritaba los ojos.

Oyó vagamente, como desde las profundidades de un sueño que alguien se reía, indicándola.

- ¡Mira! jJoycita, que se ha dormido! ¡Qué hermosa es!

Se sonrió; acarició sus perlas con un movimiento suave del cuello y se quedó profundamente dormida. Poco después, entreabrió los ojos; las vidrieras del Casino estaban cada vez más pálidas y sonrosadas.

Hizo un esfuerzo para levantar la cabeza, que le pesaba, y miró. Había menos gente. Golder seguía jugando. Alguien dijo:

- Ahora gana. Había perdido cerca de un millón.

Salía el sol, Joyce volvió instintivamente la cara hacia la luz y siguió durmiendo. Era ya muy de día cuando notó que la zarandeaban. Se despertó, tendió las manos y las cerró al sentirlas llenas de billetes prensados, arrugados, que su padre, de pie ante ella, le metía por entre los dedos.

Irène Némirovsky
(Francesa nacida en Ucrania y fallecida en Auschwitz, 1903-1942).

(Traducido al español por J. Campo Moreno).

viernes, 3 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: 1984, de George Orwell

"Julia se quedaba dormida del modo más desconcertante. Era una de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento y en las posturas más increíbles."

(
Fragmento final del capítulo V de la segunda parte)

- No me interesa la próxima generación, cariño. Me interesa nosotros.

- No eres una rebelde más que de cintura para abajo -dijo él.

Ella encontró esto muy divertido y le echó los brazos al cuello, complacida.

Julia no se interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina del partido. Cuando Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el doblepensar, la mutabilidad del pasado y la degeneración de la realidad objetiva y se ponía a emplear palabras de neolengua, la joven se aburría espantosamente, además de hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que nunca se había fijado en esas cosas. Si se sabía que todo ello era un absoluto camelo, ¿para qué preocuparse? Lo único que a ella le interesa- ba era saber cuándo tenía que vitorear y cuándo le correspondía abuchear. Si Winston persistía en hablar de tales temas, Julia se quedaba dormida del modo más desconcertante. Era una de esas personas que pueden dormirse en cualquier momento y en las posturas más increíbles. Hablándole, comprendía Winston qué fácil era presentar toda la apariencia de la ortodoxia sin tener idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto modo la visión del mundo inventada por el Partido se imponía con excelente éxito a la gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las violaciones más flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del todo la enormidad de lo que se les exigía ni se interesaba lo suficiente por los aconteci- mientos públicos para darse cuenta de lo que ocurría. Por falta de comprensión, todos eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo tragaban todo y lo que se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba residuos lo mismo que un grano de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle daño, por el cuerpecito de un pájaro.

"Julia había estado inmóvil desde hacía un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para arriba..."

(Fragmento del capítulo IX de la segunda parte)

Winston se dio cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un nuevo ruido. Le parecía que Julia había estado completamente inmóvil desde hacia un rato. Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para arriba, con su mejilla apoyada en la mano y una sombra oscura atravesándole los ojos. Su seno subía y bajaba poco a poco y con regularidad.

- Julia.

No hubo respuesta.

- Julia, ¿estás despierta?

Silencio. Estaba dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en el suelo, se echó y estiró la colcha sobre los dos.

George Orwell: Eric Arthur Blair
(Inglés nacido en la India y fallecido en Inglaterra, 1903-1950).

jueves, 2 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: PAISAJE DE TRAPECIOS y CARTA DE DESPE- DIDA, de Silvina Ocampo

"... en ese instante se hicieron reales los movimientos acrobáticos incandescentes de esa mujer dormida."

Paisaje de trapecios

(Fragmento)

Nada extraordinario había sucedido en su vida, vivía en una soledad de desierto sin cielo. Se dormía en los bancos, esperando su turno, con los ojos ribeteados de un fuego intenso de sueño (por eso sus compañeros la llamaban "la Dormilona")... Plinio la despertaba, le tiraba de la pollera, le sacudía los brazos mientras el público pasaba en los entreactos a visitar los animales. Y entre toda esa gente, un día, fue así, en esa postura de sueño, que algodona los brazos, que agranda los párpados listos a caerse como dos enormes lágrimas, que entreabre la boca y pinta las mejillas de rojo, estampando el apoyo de un bordado, de una estrellita o de una mano abierta, fue así como un hombre se había enamorado de ella. Para él apenas en ese instante se hicieron reales los movimientos acrobáticos incandescentes de esa mujer dormida; cada brazo, cada pierna era un envoltorio de músculos dormidos y blandos como un abrazo.

Ese hombre en su infancia había visto serafines rubios disfrazados de acróbatas en el circo, por eso quizá se detuvo y miró largamente a la pruebista resucitada de su infancia. Y ella, tapiada detrás del sueño, lo vio lejos, lejos, en las gradas más altas, guiñándole el ojo detrás de dos bigotes de cejas rarísimas que llevaba sobre la frente. La intensidad de la mirada debió de ser muy grande, tan grande que Charlotte se despertó, pero no vio a nadie. "¿Plinio, quién era ese hombre?" Plinio se asomó a espiar por las cortinas y volvió tambaleando sin respuesta.

Hasta ese día había vivido en una soledad de desierto sin cielo, luego ese cielo au- sente se cubrió de alas de mariposas coleccionadas en Río, que aquel desconocido le mandó de regalo -fue Plinio el que recibió los besos de agradecimiento-. Por entre los trapecios y las sillas apiladas, las grandes manos redondas de Charlotte rezaban de alegría, una semana después, cuando un hombre alto, de traje azul violáceo, se acer- có a saludarla.

"Es cierto que era la primera vez que te veía dormida. Toqué el violín, pianísimo, para que la sorpresa no resultara desagradable..."

Carta de despedida

(Fragmento)

Guardo mi violín debajo de la cama, por costumbre, y a veces, cuando estoy desvelado, no recordando el exacto sonido de sus notas, abro la caja del instrumento y rasgo las cuerdas levemente; pero esto no basta para que me duerma. Mi afición por la música no es tan grande para que pueda engañar a los otros ni a mí mismo. Es para quedar despierto que me preocupo por el sonido de las cuerdas. Oigo la puerta de calle que se abre y la voz de Juan que llega a visitarte. ¡Todas las noches! A veces me levanto y los espío. La familiaridad con que te trata, me parece peor que indecente. Lo mataría, créeme; no lo hago, por no causarte una pena; ya bastante sufriste por mi culpa aquella tarde en que intenté darte una sorpresa. Nunca contemplé tu rostro con tanto recogimiento. Es cierto que era la primera vez que te veía dormida. Toqué el violín, pianísimo, para que la sorpresa no resultara desagra- dable y para que nadie me descubriera. ¿Cómo me atreví a entrar en tu cuarto a esas horas? Creía que mi madre no estaba en la casa; eso me dio coraje; también me dio coraje todo lo que elle hacía para separarnos. Cuando abriste por fin los ojos, se abrió también la puerta y entró mi madre, como la imagen de una furia. Me golpeó primero a mí, después a ti. Dabas la espalda a la puerta y no veías el cuchillo, sobre la mesa, que tomé, dispuesto a matarla, porque te había tocado. La luz que nos ilumina- ba como a través de mil vidrios colorados, era del color de la sangre.

Mi madre no me perdona el amor que tengo por ti. Yo no perdono el amor que tienes por Juan.

Silvina Ocampo (Argentina, 1903-1994).

miércoles, 1 de mayo de 2024

Mirándolas dormir: EL DIABLO EN EL CUERPO, de Raymond Radiguet

"Le gustaba dormir junto al fuego, con el pelo suelto..."

(
Fragmento)

Le gustaba dormir junto al fuego, con el pelo suelto. O, mejor dicho, me parecía que dormía. El sueño le servía de pretexto para rodearme el cuello con sus brazos y para, una vez despierta, decirme con los ojos húmedos que acababa de tener un sueño muy triste. Pero nunca quería contármelo. Yo aproveché su falso sueño para aspirar el aroma de sus cabellos, de su cuello, de sus ardientes mejillas, rozándolas apenas para que no se despertase; unas caricias que no son, como se suele decir, pequeñeces del amor, sino que, al contrario, son de lo más valioso, pues tan sólo nacen de la pasión. Yo creía que se me estaban permitidas en virtud de mi amistad. A pesar de todo, empezaba ya a desesperarme seriamente de que sólo el amor nos otorgase derechos sobre una mujer. Podré prescindir del amor, pensaba, pero nunca de mis derechos sobre ella. Y estaba dispuesto a llegar hasta el amor, lamentándome por ello. Deseaba a Marthe, pero no me daba cuenta.

Cuando Marthe se dormía de ese modo, con su cabeza apoyada en uno de mis brazos, me inclinaba sobre ella para observar su rostro enmarcado por las llamas. Era jugar con fuego. Un día que me acerqué demasiado, aunque sin llegar a rozar mi rostro con el suyo, me sentí como la aguja que rebasa un milímetro la zona prohibida y pertenece así al imán. ¿De quién es la culpa, del imán o de la aguja? Así fue cómo, de repente, sentí mis labios sobre los suyos. Ella seguía con los ojos cerrados, pero como alguien que visiblemente ya no duerme. La besé, estupefacto ante mi audacia, cuando en realidad era ella la que al acercar yo mi rostro lo había atraído hasta su boca. Sus manos se agarraban a mi cuello; ni en un naufragio se hubiera aferrado tanto. Pero no llegaba a entender si quería que la salvase o bien que me ahogara con ella.

Raymond Radiguet (Francia, 1903-1923).

(Traducido al español por Lourdes Carriedo).

martes, 30 de abril de 2024

Mirándolas dormIr: HISTORIAS DEL NORTE Y DEL SUR, de Erskine Caldwell

"La mayor parte del tiempo permanecía como si estuviera profundamente dormida."

Un día de verano

(Fragmento)

Cogí los brazos de Jenny, le tapé la boca y me senté sobre su cuello. Les cogió un puñado de lodo y se lo tiró encima. El lodo le dio en el estómago e hizo un sonido como si golpeara el agua con una tabla de madera. Tiró otro puñado. Nos salpicó a todos. Mientras Les corría al arroyo a por más lodo, le di la vuelta a Jenny para que pudiéramos cubrirle la espalda. Ya no luchaba, pero yo tenía miedo de soltarle los brazos o de destaparle la boca. Cuando le di la vuelta se quedó quieta en el suelo. Ya ni siquiera daba patadas.

- Esto la enseñará -dijo Les regresando con las manos y los brazos llenos de lodo amarillo-. Hacía tiempo que lo merecía. Quizás esto haga que deje de ser una soplo- na.

Soltó la masa sobre su espalda y regresó a por más.

- Restriega el barro mientras voy a por más, Jack -dijo-. Es lo que necesita para que deje de tirar ramas secas al arroyo. Y tampoco irá a contar más mentiras sobre nosotros.

Con una mano empecé a restregarle el lodo por la espalda, las piernas, brazos y hombros. Traté de no ensuciarle el pelo porque sabía lo difícil que era de aclarar con el agua amarilla del arroyo.

- Dale la vuelta -dijo Les soltando una nueva carga de barro a nuestro lado-. Esto solo acaba de empezar.

Le di la vuelta a Jenny y ni siquiera trató de soltarse. Les había empezado a embadurnarla con el barro, frotándolo en su piel. Cogió un puñado y se lo restregó por las piernas, los muslos y el estómago. Entonces cogió otro puñado y se lo restregó por los hombros y los pechos. Jennyy lno intentó moverse aunque a veces se retorcía un poco cuando Les le restregaba la masa de hojas podridas y barro en las partes más blandas. La mayor parte del tiempo permanecía como si estuviera profunda- mente dormida.

- Qué raro -dije.

- ¿Qué es raro? -preguntó Les, mirándome.

- Ahora ni siquiera trata de soltarse.

- Esto es porque es muy astuta -dijo Les-. Solo está esperando que llegue una opor- tunidad de escaparse. Toma, deja que la sostenga yo un rato.

Les ocupó mi lugar y yo cogí un puñado de barro y empecé a embadurnarla. El lodo ya no era tan pegajoso y cuando lo restregaba sobre ella era resbaladizo y suave. Cuando movía mis manos sobre ella, pude notar que su piel era mucho más suave que la mía y que algunas partes eran muy tersas. Cuando le embadurné los pechos de barro, los noté tan suaves que tuve miedo de volver a tocarla ahí. Le miré a la cara y la vi como me miraba. Por la manera en que lo hacía, no pude evitar pensar que no estaba enfadada por cómo la estábamos tratando. Hasta llegué a pensar que si Les no hubiera estado ella me habría dejado embadurnarla todo el tiempo que quisiera.

- ¿Qué estás haciendo, Jack? -dijo Les-. Vaya manera de llenarla de barro.

- Ya la hemos cubierto suficiente, Les. No la llenemos más de barro. Dejemos que se vaya a casa. Ha tenido suficiente.

- ¿Qué te pasa? -dijo Les frunciendo el ceño-. Ni siquiera hemos acabado con ella. Vamos a ponerle otra capa de lodo.

Jenny miró a Les cuando dijo esas palabras y sus ojos se abrieron como platos. No tenía que hablar para que entendiera lo que quería decir.

- Es suficiente, Les -dije-. Es una muchacha. Es suficiente para una muchacha.

No sé, pero de alguna manera sentí que Les pensaba lo mismo, pero que no quería admitirlo. Ahora que la habíamos desnudado y llenado de barro, no podíamos olvidar que Jenny era una muchacha. La habíamos tratado como a un chico, pero seguía siendo una muchacha.

"... porque tendría que esperar a Mary Lee se durmiera antes de poder salir."

Cuatrero

(Párrafo final del capítulo 2)

Todo estaba en silencio en el granero y en la casa. Era más o menos la hora en que Lud se va a dormir. Me dirigí a la puerta del granero, como hacía todos los jueves por la noche. Pude ver una luz en el dormitorio de Naomi, donde dormía con su hermana mayor, Mary Lee. Siempre confiábamos en que Mary Lee saliera con alguien o se fuera a dormir antes de las nueve y media. Cuando volví a mirar hacia la ventana pude ver a Naomi estirada en su cama y a Mary Lee de pie junto a su cama diciéndole algo. Eso tenía mal aspecto, porque cuando Mary Lee trataba de hacer que Naomi se desnudara y metiera en la cama antes que ella, eso significaba que Naomi tardaría una hora o más en salir de su habitación, porque tendría que esperar a que Mary Lee se durmiera antes de poder salir. Había que esperar a que Mary Lee se durmiera, luego se tenía que levantar y vestir en la oscuridad antes de poder bajar al patio delantero y encontrarse conmigo junto al columpio que había bajo los árboles.

Erskine Caldwell (Estados Unidos, 1903-1987).

(Traducido al español por Rebeca Bouvier).

lunes, 29 de abril de 2024

Mirándolas dormir: CARTA A MI JUEZ, de Georges Simenon

"Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde (...) Martine estaba dormida."

(
Fragmento del capítulo 10)

Y sin embargo, yo no sabía nada, no preveía nada. Dispuse de unos segundos para dar media vuelta. También ella tuvo tiempo de escapar a su destino, de escapar de mí. Veo su nuca en el momento en que encendí la luz eléctrica, su nuca, igual que el primer día ante la ventanilla de Nantes, con unos pelillos sueltos.

- ¿Te acuestas enseguida? Dije que sí. ¿Qué nos pasaba aquella noche y por qué tantas cosas nos subían a la garganta? Le preparé su vaso de leche. Cada noche, en la cama, después de hacer el amor, ella bebía un vaso de leche. Lo bebió aquella noche, la noche del domingo 3 de septiembre. Lo que significa que hicimos el amor, que ella tuvo tiempo después para -sentada en la cama- beber a sorbitos su vaso de leche. Yo no le había pegado. Había echado fuera los fantasmas.

- Buenas noches, Charles.

- Buenas noches, Martine.

Su cabeza se acomodó en el hueco de mi hombro y dio un suspiro, el suspiro de todas las noches; murmuró, como siempre, antes de dormirse:

- No es cristiano...

Entonces acudieron los fantasmas, los más feos, los más inmundos, y era demasiado tarde -ellos lo sabían- para que yo pudiera defenderme. Martine estaba dormida. O bien, hacía como quien duerme, para apaciguarme. Mi mano, lentamente, subió a lo largo de su cadera, acariciando la piel suave, su piel tan suave, y siguió la curva de la cintura, deteniéndose al pasar sobre la firme dulzura de un pecho. Imágenes, más imágenes, otras manos, otras caricias... La redondez del hombro donde la piel es más lisa, luego un hueco tibio, el cuello... Yo sabía que era demasiado tarde. Todos los fantasmas estaban allí, la otra Martine estaba allí, aquella a quien ensuciaron todos, la que se había dejado ensuciar con una especie de frenesí. ¿Acaso mi Martine, la mía, la que reía tan inocentemente aquella mañana con la criada, tenía que sufrir eternamente? ¿Tendríamos que sufrir los dos hasta el final de nuestros días? ¿No sería mejor liberarnos, liberarla a ella de todos sus miedos, de toda su vergüenza? No estaba oscuro. Nunca estaba del todo oscuro en nuestro cuarto de Issy, porque sólo una cortina de lienzo pardo tapaba las ventanas y enfrente había una farola de gas. Podía verla. La estaba viendo. Veía mi mano alrededor de su cuello y apreté, señor juez, brutalmente, vi abrirse sus ojos, vi su primera mirada que era una mirada de espanto y luego, enseguida, otra, una mirada de resignación y de liberación, una mirada de amor. Apreté. Eran mis dedos los que apretaban. No podía hacer otra cosa. Le gritaba:

- Perdóname, Martine...

Y sentía que ella me animaba a seguir, que lo quería así, que siempre había previsto aquel momento, que era la única manera de arreglar las cosas. Había que matar a la otra de una vez por todas, para que mi Martine pudiese al fin vivir. Maté a la otra. Con todo conocimiento de causa. Ya ve usted que hubo premeditación, tiene que haber premeditación, si no, sería un gesto absurdo. La maté para que viviese, y nuestras miradas continuaron abrazándose hasta el final. Hasta el final, señor juez. Tras lo cual, nuestra inmovilidad era semejante en ambos. Mi mano seguía aferrada a su cuello, y permaneció así mucho tiempo. Le cerré los ojos. Los besé. Me levanté, titubeante, y no sé lo que hubiera hecho si no hubiese oído el ruido de una llave en la cerradura. Era Elise, que entraba en casa. Ya la oyó usted, a la vez en la audiencia y en su gabinete. No hizo más que repetir:

- El señor estaba muy tranquilo, pero no parecía un hombre normal.

Georges Simenon
(Belga fallecido en Suiza, 1903-1989).

domingo, 28 de abril de 2024

Mirándolas dormir: CAMPO DE SANGRE, de Max Aub

"Duermes (...) un ligerísimo mador que refleja la luz como si fuese arena de playa recién librada del mar."

(
Fragmentos del capítulo 3: Rosario y Paulino)

Nos hemos dormido. Duermes. ¿Qué hora es? La una y media. Te dejaré dormir hasta las dos. Bizantina. Pero quizá más la dama ibérica del Cerro de los Santos. Lo primero que tendrían que hacer los fascistas si ganaran es pedir la restitución de la Dama de Elche. Duermes: el misterio de la marea de tu pecho, tierra mía. Duermes, no sabes lo que eres: una miga de pan sobre tu escote y un ligerísimo mador que refleja la luz como si fuese arena de playa recién librada del mar. El obsesionante vaivén de la vida. Respiras, vives y no sabes quién eres.

Un marbete: Rosario. Nadie sabe que estás aquí. Estás sola: caliente, viva, inexis- tente para todos y viva para mí. Inexistente para ti misma, dormida. Me das tu sueño y tu presencia para mí solo. Lo más que puedes ofrecerme, queriendo y sin querer: estás ahí sin remedio, como esa migaja de pan tostado, que casa con su color, peca candeal.
(...)

Rosario se amodorraba de nuevo tras un larguísimo beso. Cuartero, con su amante entre los brazos, se deja ir otra vez por la corriente laxa de sus pensamientos:

(...)

Recurren otros al canto y a los secreteos, a imágenes y alegorías. Pero el silencio es prenda de amor (y la soledad indivisa) crédito que te concedo en supuesta reciprocidad. Ni duermes, ni velas: deseas: un tiempo, una temperatura -rasgada de fusilazos-, un derrame total del ser. Ser el agua que te cubre; funda, estuche, madre, cauce de tu caudal completo. Beberte, sorberte, de nuevo renacida por tu ombligo. Si supiera porqué te quiero no te querría. No se sabe por qué se quiere ni por qué se ha querido, ni por qué se deja de querer. Eres la imaginación de mis sentidos: imagen de mi deseo. Sin lengua: quedan tus brazos, tus niñas, tu cuerpo, tu mirada, fuente de engaños. Quisiera abrirme en canal para que me vieras en sangre derramada.

- ¿Te duermes? -dice, en su sueño, Rosario.

Max Aub
(Español nacido en Francia y fallecido en México, 1903-1972).

sábado, 27 de abril de 2024

Mirándolas dormir: LA MAJA, de Anaïs Nin

"... Una española de la que se enamoró porque le recordaba su cuadro favorito, La maja desnuda de Goya."

El pintor Novalis acababa de casarse con María, una española de la que se enamoró porque le recordaba su cuadro favorito, la 
Maja desnuda de Goya.

Fueron a vivir a Roma. María hizo palmas con infantil alegría cuando vio el dormitorio, admirada de los suntuosos muebles venecianos con hermosas incrustaciones de perlas y ebonita.

Sobre el monumental lecho construido para la esposa de un dux, la primera noche María temblaba de placer, estirando el cuerpo antes de esconderlo bajo las delicadas sábanas. Los dedos sonrosados de sus gordezuelos piececitos se movían como si reclamaran a Novalis.

Pero ni una sola vez se había mostrado desnuda a su marido. En primer lugar, era española; además, católica; y absolutamente burguesa. Antes de hacer el amor había que apagar las luces.

De pie junto a la cama, Novalis la miraba con los ojos apretados, dominado por un deseo que dudaba si manifestar; quería verla, admirarla. No la conocía completa- mente a pesar de aquellas noches en el hotel, cuando oían voces extrañas al otro lado de los finos tabiques. Lo que pedía no era un capricho de amante, sino el deseo de un pintor, de un artista. Sus ojos estaban hambrientos de la belleza de la mujer.

María se resistió, acalorándose, algo enfadada, ofendida en sus profundos prejuicios.

- No seas tonto, querido Novalis -dijo-. Ven a la cama.

Pero él insistió. Debía superar sus prejuicios burgueses, le dijo. El arte se mofa de semejante modestia, la belleza humana debe exhibirse en toda su majestad y no permanecer escondida, despreciada.

Las manos del hombre, coaccionadas por el temor a herirla, apartaron suavemente sus dulces brazos que estaban cruzados sobre el pecho.

Ella se rió.

- Eres tonto. Me haces cosquillas. Me estás haciendo daño.

Pero, poco a poco, adulado el femenino orgullo por el culto de que era objeto su cuerpo, se fue entregando, dejándose tratar como una niña, con mansas protestas, como si estuviera sufriendo una agradable tortura.

Libre de velos, el cuerpo brilló con la blancura de las perlas. María cerró los ojos como si quisiera escapar a la vergüenza de su desnudez. Sobre las tensas sábanas, las graciosas formas embriagaban los ojos del artista.

- Eres la fascinante y pequeña maja de Goya -dijo él.

Durante las semanas siguientes, nunca posó para él ni le permitió tener modelos. Se metía inesperadamente en el estudio y charlaba mientras él iba pintando. Una tarde que entró de repente en el estudio, vio sobre la plataforma de los modelos a una mujer desnuda tendida sobre pieles, mostrando las curvas de su marfileña espalda.

Más tarde, María hizo una escena. Novalis le rogó que posara para él y ella capituló. Agotada por la vehemencia, se quedó dormida. Él trabajó durante horas sin pausa.

Con franca inmodestia, se admiró en el cuadro lo mismo que lo hacía en el gran espejo del baño. Deslumbrada por la belleza de su propio cuerpo, por unos instantes perdió la vergüenza. Además, Novalis había puesto al cuerpo una cara distinta, para que nadie pudiese reconocerla.

"Novalis había puesto al cuerpo una cara distinta, para que nadie pudiese reconocerla."

Pero después María recayó en sus viejos hábitos mentales, negándose a posar. Hacía una escena cada vez que Novalis contrataba a una modelo, escuchando y espiando detrás de las puertas, y discutiendo a todas horas.

Casi enfermó de ansiedad y temores morbosos, y comenzó a padecer insomnio. El doctor le dio unas píldoras que le provocaban un sueño profundo.

Novalis se dio cuenta de que cuando tomaba las píldoras no lo notaba levantarse, moverse alrededor ni derribar los objetos de la habitación. Una mañana en que se despertó temprano con ánimos de trabajar y la vio dormida, tan dormida que casi no se movía, tuvo una extraña ocurrencia.

Apartó las sábanas que la tapaban y, lentamente, fue levantando el camisón de seda. Pudo subirlo por encima de los pechos sin que ella diera la menor muestra de despertar. Cuando estuvo descubierto todo el cuerpo de la mujer, lo contempló tanto rato como quiso. Los brazos estaban desprendidos del cuerpo; los pechos se extendían ante sus ojos como una ofrenda. Le excitaba el deseo pero no se atrevió a tocarla. En lugar de eso, trajo papel y lápices, se sentó junto a la cabecera y estuvo tomando apuntes. Mientras trabajaba, tenía la sensación de estar acariciando cada una de las líneas perfectas del cuerpo de la mujer.

Pudo proseguir durante un par de horas. Cuando observó que cedía el efecto de las píldoras somníferas, estiró el camisón, la cubrió con la sábana y salió del dormitorio.

Más tarde, María se sorprendió al notar un nuevo entusiasmo de su marido por el trabajo. Se encerraba en el estudio durante días enteros, pintando sobre los apuntes a lápiz que hacía por las mañanas.

De este modo le hizo varios cuadros, siempre tendida, siempre durmiendo, tal como había estado el primer día que posó. María estaba pasmada por la obsesión. Creía que eran simples repeticiones de la primera pose. Novalis siempre alteraba el rostro. Dado que la actual expresión de la mujer era adusta y severa, nadie que viera aquellos cuadros se imaginaría nunca que el voluptuoso cuerpo era el de María.

Novalis ya no deseaba a su esposa cuando estaba despierta y lucía la expresión puritana y la mirada ceñuda. La deseaba cuando estaba dormida, abandonada, opulenta y apacible.

La pintaba sin respiro. Cuando estaba solo en el estudio con un nuevo cuadro, se tendía frente al cuadro en el sofá y una corriente cálida le recorría todo el cuerpo, mientras sus ojos reposaban en los pechos de la maja, en el valle de su vientre o en el vello que nacía entre las piernas. Notaba una incipiente erección. Le sorprendía el violento efecto del cuadro.

Una mañana estuvo delante de María mientras ella estaba durmiendo. Había conseguido separarle ligeramente las piernas, para ver en medio. Observando la pose sin limitaciones, las piernas abiertas, se tocó el sexo con los dedos haciéndose la ilusión de que era ella quien lo hacía. Cuántas veces le había conducido la mano hacia el pene, con el propósito de arrebatarle esta caricia, pero ella siempre se había negado y alejado la mano. Ahora empuñó el pene con su propia mano.

María comprendió pronto que había perdido el amor del pintor y no supo cómo recuperarlo. Se daba cuenta de que estaba enamorado de su cuerpo, pero solo cuando lo pintaba.

Se fue al campo, a pasar una semana con unos amigos. A los pocos días cayó enferma y regresó a casa para que la viera su médico. Cuando llegó, la casa parecía desierta. Fue de puntillas al estudio de Novalis. No había el menor ruido. Entonces se imaginó que estaría haciendo el amor con otra mujer. Se acercó a la puerta. Lenta y silenciosamente como un ladrón, la abrió. Y esto es lo que vio: en el suelo del estudio había un cuadro de ella; y encima, restregándose contra el cuadro, estaba su marido desnudo, desnudo y con el pelo alborotado, como ella no lo había visto nunca, y con el pene erecto.

Se restregaba contra la pintura, lascivo, besándola y acariciándola entre las piernas. Se revolcaba como nunca lo había hecho sobre María. Parecía presa del frenesí y a todo su alrededor tenía los demás cuadros de ella, desnuda, voluptuosa y bellísima. Les dirigía miradas apasionadas y luego proseguía el imaginario abrazo. Lo que estaba viviendo era una orgía con la esposa que en realidad no había conocido. Ante este espectáculo, la propia sensualidad contenida de María se incendió, libre por primera vez. Al quitarse las ropas, le reveló una María nueva, una María iluminada por la pasión, abandonada como en los cuadros, que ofrecía su cuerpo sin pudor y sin dudarlo a todos los abrazos del hombre, esforzándose por arrebatar sus emociones a los cuadros, por sobrepasarlos.

Anaïs Nin:
Ángela Anaïs Juana Antolina Rosa Edelmira Nin Culmell
(Francesa nacionalizada estadounidense, 1903-1977).