"... la bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio material y moral, y necesita ignorantes."
(Fragmento del capítulo XXI: ¡Bola!)
¡Cuántos entonces, como yo, gemían en la orfandad y
maldecían la bola! En aquel miserable pueblo, que apenas tenía hombres para
surcar la tierra con el arado, y en que la alteza de la ciudadanía era
desconocida, más que el triunfo del derecho lauros, tenían sus víctimas llantos
y desesperación. Acá se lloraba al padre, amor y sostén de la familia; allá al
hijo, esperanza y alimento de padres ancianos; acullá al esposo arrancado del
hogar para llevarle a campos de batalla, que no tenían siquiera la grandeza
trágica sino la ridiculez caricaturesca de la comedia burda.
¡Y a todo aquello se llamaba en San Martín una
revolución! ¡No! No calumniemos a la lengua castellana ni al progreso humano, y
tiempo es ya para ello de que los sabios de la Correspondiente envíen al
Diccionario de la Real Academia esta fruta cosecha- da al calor de los ricos
senos de la tierra americana. Nosotros, inventores del género, le hemos dado el
nombre, sin acudir a raíces griegas ni latinas, y le hemos llamado bola.
Tenemos privilegio exclusivo; porque si la revolución como ley ineludible es
conocida en todo el mundo, la bola sólo puede desarrollar, como la fiebre
amarilla, bajo ciertas latitudes. La revolución se desenvuelve sobre la idea,
conmueve a las naciones, modifica una institución y necesita ciudadanos; la
bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio
material y moral, y necesita ignorantes. En una palabra: la revolución es hija
del progreso del mundo, y ley ineludible de la humanidad; la bola es hija de la
ignorancia y castigo inevitable de los pueblos atrasados.
Nosotros conocemos muy bien las revoluciones, y no son
escasos los que las estigmatizan y calumnian. A ellas debemos, sin embargo, la
rápida trasformación de la sociedad y las instituciones. Pero serían verdaderos
bautismos de regeneración y adelantamiento, si entre ellas no creciera la mala
hierba de la miserable bola.
Emilio Rabasa (México, 1856-1930).
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