miércoles, 30 de noviembre de 2022

Letras de la revolución. REVOLUCIÓN: UNA NOVELA, de Arturo Pérez Reverte

"El tesoro fueron quince mil monedas de oro de a veinte pesos de las denominadas maximilianos..."

(Fragmento inicial)

1. El Banco de Chihuahua

Ésta es la historia de un hombre, una revolución y un tesoro. La revolución fue la de México, en tiempos de Emiliano Zapata y Francisco Villa. El tesoro fueron quince mil monedas de oro de a veinte pesos de las denominadas maximilianos, robadas en un banco de Ciudad Juárez el 8 de mayo de 1911. El hombre se llamaba Martín Garret Ortiz, y todo empezó para él la mañana de ese mismo día, cuando oyó un disparo lejano. Pam, hizo, seguido de un eco que fue apagándose en la calle. Y después sonaron otros dos seguidos: pam, pam.

Dejó sobre la mesa el libro que estaba leyendo -La energía eléctrica en la moderna explotación minera- y se asomó al mirador apartando los visillos. Parecían tiros de fusil disparados a dos o tres manzanas de allí. A un par de cuadras, como decían los mexicanos. Al cabo de un momento sonaron otros, esta vez más cerca. Sobre los tejados de las casas bajas y chatas se levantó una columna de humo primero gris y luego negro que la ausencia de viento mantenía vertical en el azul cegador de la mañana. Ahora el tiroteo era más nutrido, tornándose un chisporrotear de estampidos: pam, crac, crac, pam, crac, pam. Así sonaba, y el eco volvía a multiplicar el ruido. Era un crepitar intenso, semejante al arder de madera seca, que parecía extenderse por todas partes.

Ya empezó, se dijo, excitado. Ya los tenemos ahí.

Era Martín Garret un joven curioso, todavía en esa edad -veinticuatro años cumplidos dos meses atrás- en la que uno cree hallarse a salvo de los imprevistos del azar y de las balas perdidas que zumban en las calles. Pero, sobre todo, se aburría en su habitación del hotel Monte Carlo esperando la reapertura de las minas Piedra Chiquita, cerradas por la inseguridad política en el norte del país. Así que la novedad pudo más que la prudencia. Se abotonó el chaleco y ajustó la corbata, cogió sombrero y chaqueta e introdujo en ésta un pequeño revólver Orbea niquelado con cinco cartuchos de calibre 38 en el tambor. Aquel peso en el bolsillo derecho inspiraba cierta seguridad. Después bajó de dos en dos peldaños las escaleras, pasó junto al asustado conserje, que asomaba apenas los bigotes tras el mostrador del vestíbulo, y salió a la calle.

Arturo Pérez Reverte (España. 1951).

martes, 29 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: LOS RELÁM- PAGOS DE AGOSTO, de Jorge Ibargüengoitia

"Al bajar del tren en la estación Colonia..."

(Párrafos iniciales del capítulo II)

En este capítulo voy a revelar la manera en que la pérfida y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de ese día, fatídico, por cierto, no sólo para mi carrera militar, sino para mi Patria tan querida, por la que con gusto he pasado tantos sinsabores y desvelos: México.

Al bajar del tren en la estación Colonia, lo primero que hice fue mandar llamar al Jefe de la Estación, quien al ver mi gallardo uniforme y mi actitud decidida y al escuchar la explicación que le di de que estábamos en una Emergencia Nacional, no vaciló en facilitarme el teléfono privado que tenía en su oficina que fue el medio de que me valí para comunicarme con Germán Trenza, que era entonces mi gran amigo.

- ¡Se nos murió el viejo, Lupe! -me dijo a través de la línea, casi sollozando. Él iba a ser Ministro de Agricultura y Fomento.

- ¿Qué hacemos?

- Ir al velorio. Allí veremos qué se puede arreglar.

Colgué. Ordené al Jefe de la Estación que llevara mis maletas al Hotel Cosmopolita y a bordo de un forcito de alquiler, me dirigí a casa de Trenza, que vivía en Santa María.

Lo encontré poniéndose las botas con ayuda de Camila, su concubina. La casa a que me refiero, era en realidad lo que hoy en día se conoce vulgarmente con el nombre de "leonero". Trenza vivía en Tampico con su legítima esposa y era Jefe de la Zona Militar de Tamaulipas.

Mientras Camila le rizaba los bigotes, me explicó a grandes rasgos la situación: el fallecimiento de González dejaba a la Nación sumida en el caos; la única figura política de importancia en ese momento era Vidal Sánchez, el Presidente en funciones quien, por consiguiente, no podía reelegirse; así que urgía encontrar entre nosotros, alguien que pudiera ocupar el puesto, garantizando el respeto a los postulados sacrosantos de la Revolución y a las exigencias legítimas de los diferentes partidos políticos.

Jorge Ibargüengoitia (Méxicano fallecido en España, 1928-1983).

lunes, 28 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: EL RESPLANDOR, de Mauricio Magdaleno

"Fines de noviembre, ¡qué día tan terrible! (...) y las heladas secaban lo poco que había de milpa..."

(Fragmentos del capítulo Saturnino Herrera)

En el pueblo, Olegario había topado con gentes que anduvieron con él en las bolas, hacía un año. Iban a volver al monte, aretornar a las andadas, con Villa, que andaba levantando rancheros en el Norte. Pensó en el escuincle de los ojos negros y no se comprometió a nada. Las partidas se llevaban ora dos mulas, ora dos burros, y acabaron con las vacas. Cuando se decidió, encontró quemado el jacal y a Graciana en el de una vecina, con su hijo. Habían matado a la vieja y cometido fechoría y media. No dejaron los rebeldes a una mujer como estaba: pasaron sobre Graciana misma, sin respetar siquiera al niño que tenía en el pecho. Bufaba de rabia el indio voluntarioso; pero se aguantó. Salieron con otros rumbo al sur, en una caravana que se bifurcó en Lagos para León y Guadalajara. Comían quelites y nopales, y bebían aguamiel. Las mujeres echaban tortillas con el maíz que la horda iba robando en lo que quedaba de las trojes. Solo tenía una idea fija: llegar a su tierra y dejar seguros a su mujer y a su hijo. Él ya vería lo que haría: se iría a la bola, a ganarse los galones, a matar a los que habían pasado sobre Graciana, o a otros, los que fueran... ¡Desquitarse! En Tula los detuvieron, junto con otra docena de hambrientos. Era tropa de la Federación, y no se apiadaron del estado de las mujeres. Esa noche murió Graciana, y sin detenerse a echarle encima un poco de tierra, Olegario huyó, con dos balazos en el costado.

(...)

Fines de noviembre, ¡qué día tan terrible! Las tolvaneras abrasaban a la tierra de los tlacuaches y las heledas secaban lo poco que había de milpa, retrasado y pobre. Las mujeres declararon que el niño era hermosísimo, y le pusieron el nombre del santo del día, Saturnino. Estaba hambriento, descriado, y a las pocas horas le salió el sarampión. Lugarda se lo apropió, anunciando al vecindario:

- Nos lo mandó San Andrés. ¡Pobrecito! Es el que va a remediar la suerte de los indios.

Mauricio Magdaleno (México, 1906-1986).

domingo, 27 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: ¡VÁMONOS CON PANCHO VILLA!, de Rafael F. Muñoz


(Fragmento del capítulo Becerrillo)

«¡Vámonos con Pancho Villa!», había dicho a Miguel Ángel un ranchero de San Pablo, llamado Tiburcio Maya, en quien muchos hombres del rumbo habían encontrado ciertas dotes de cabecilla, y lo declararon su guía en un intento de unirse a la Revolución. «¿Pancho Villa?» «Sí, él es el jefe: muy atrevido y muy valiente, entró de los Estados Unidos en marzo con ocho hombres, y ahora tiene más de mil, bien armados y bien montados…» Tiburcio le explicó cómo habían sido derrotados los soldados del Gobierno en varios encuentros, le dijo por qué era que peleaban los revolucionarios, y le aconsejó que dinamitara el puente.

Cuando Miguel Ángel surgió de las aguas del río, aún trémulas por el estallido, cinco hombres montados lo esperaban, teniéndole preparado un caballo con silla. Y dejando atrás el humo de la explosión, que manchaba la tarde, se fueron en busca de Francisco Villa, hasta encontrarlo: treinta y cuatro años de edad, cien kilos de peso, cuerpo musculoso, como una estatua. Su mirada parece desnudar las almas: sin interrogar, averigua y comprende. Es cruel hasta la brutalidad, dominante hasta la posesión absoluta. Su personalidad es como la proa de un barco, divide el oleaje de las pasiones: o se le odia, o se le entrega la voluntad, para no recobrarla nunca.

Ante él se presentaron expresándole su deseo de unirse a la Revolución. ¿Por qué? Por la intuición vaga de que iban a luchar por una causa que les favorecía. Ellos mismos no sabían a punto cierto qué quería la Revolución, pero cada cual tenía sus motivos de queja y sus deseos de una situación mejor. Sus odios, sus deseos de venganza, sus anhelos de mejoramiento económico, todo creían poderlo satisfacer.

«¡La Revolución!». La sonoridad del grito arrastra a los espíritus rebeldes. Y los hombres acostumbrados a la vida armada del campo, donde a tiros se defiende una milpa contra los ladrones de elotes, a tiros se disputa un caballo salvaje si más de un jinete lo persigue, a tiros se vive y a tiros se muere, esos rancheros fueron de una vez a disputarse en la Revolución, no una mazorca o un potro, sino un derecho a la vida más alto. Ellos no habían sido peones nunca, y no iban como éstos a la Revolución con el solo deseo de un pedazo de tierra que llamar propio. «Entonces, los ayudaremos…» ¡A tiros!

Rafael Felipe Muñoz (México, 1899-1972).

sábado, 26 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: MI CABALLO, MI PERRO Y MI RIFLE, de José Rubén Romero

"Mi rifle no se contentaba con herir o matar: insultaba iracundo..."

COMO UN BLASÓN

(Fragmento)

Como por encanto salieron las carabinas y los primeros tiros rasgaron el aire.

¡Viva la revolución! ¡Mueran los asesinos de Ma­dero!

Mientras las maringuías nos despojábamos de nuestras vestimentas, los compañeros se agruparon en el portal, decididos a arremeter a cuantos se les enfrentaran. Los dependientes de la tienda quedá­ronse inmóviles, paralizados por el susto, y al grito de ¡Viva la revolución!, la multitud que invadía la plaza se desgranó como una mazorca, dejando tal reguero de cascarones apachurrados, de frutas y de confeti, que aquello parecía un patio de vecindad, después de romperse la piñata.

Diez, en total, éramos aquellos chiflados que aco­metíamos la locura de caer en la propia madriguera de. sesenta pelones, armados hasta los dientes y provistos de una ametralladora que nos podía hilva­nar a tiros, como una máquina de coser, a los diez juntos; pero éramos diez voluntarios entusiastas, exaltados por las ideas de la Revolución, dispuestos, a morir en la raya, y no sesenta cuerdeados, tibios instrumen- tos de un gobierno de criminales, sin convicción y sin bandera.

Sin convicción y sin bandera, pero, repuestos de la sorpresa, comenzaron a aparecer por las bocaca­lles y a disparar duro y macizo, no precisamente con cascarones. Una bala dio sobre mi cabeza y el vidrio de un aparador saltó hecho añicos; otra vino a paralizar el brazo de uno de los guitarristas, el más distinguido en su breve carrera musical. Un certero disparo tocó el corazón a uno de los nues­tros, deshojándolo como si fuera una rosa.

También nuestros proyectiles abrieron en las car­nes enemigas grifos de sangre y de dolor. Mi rifle no se contentaba con herir, o matar: insultaba ira­cundo y sus estampi- dos parecían fuertes blasfemias que rebotaban en los progenitores de cada pelón.

Pero las carrilleras fueron quedando vacías.

- Hay que subir por la parroquia, antes de que nos corten las retirada -aconsejé a mis compañeros.

Al doblar una esquina vimos a un hombre, único en la calle desierta, que bajaba dando traspiés y blandiendo en el aire un garrote. Mi perro al verlo, corrió a él, agitando alegremente la cola. Aquel hombre era don Ignacio, el ciego, que salía fatalmente al encuen­tro de los tiros federales. Todos le gritamos a la desesperada:

- ¡Tírese al suelo!

José Rubén Romero (México, 1890-1952).

viernes, 25 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: EL ÁGUILA Y LA SERPIENTE, de Martín Luis Guzmán

"... aquellos cinco hombres llevaban a cuestas sus propios cadáveres, a cuestas hasta el borde de la tumba..."

(Fragmento del Libro quinto: Eulalio Gutiérrez.
Capítulo 3: Un juicio sumarísimo)

- No lo seremos -contestó Eulalio-, porque es claro que así no vamos a seguir: de mi cuenta corre. Pero en este momento no hay más remedio que aguantarse. ¿Qué quiere usted? ¿Que me ponga en ridículo diciendo a esas señoras que no apruebo el fusilamiento de sus hijos, o de sus hermanos, o lo que sean, para que así y todo los fusile Villa en nuestras narices? El mundo está lleno de buenos y malos ratos. A estos desgraciados les ha tocado uno malo, y no habrá Dios que los salve.

Al oír hablar así a Eulalio comprendí que todo esfuerzo resultaría inútil, pues de él sabía, y en parte me constaba, que no era tonto, ni cruel, ni cobarde, sino al revés: un hombre dotado de inteligencia natural agudísima, de excelente corazón y de entereza de carácter a toda prueba, según lo demostró días después al sobrevenir la ruptura con el jefe de la División del Norte.

Quise, sin embargo, ponerme de acuerdo con mis sentimientos y me dirigí al coche de Villa. ¿Sería, en efecto, una ley de Dios, o de la Naturaleza, o de la Historia, que la revolución nuestra estuviese movida por espíritus asesinos o cómplices de asesinos? En el estribo del coche me cerró el paso uno de los dorados. Se asomó después a la plataforma un oficial, que me dijo, bajando la voz:

- Mi general está ya acostado. Ordenó que no lo despertáramos por ningún motivo. Venga usted mañana a las nueve, si desea hablarle.

- Mañana a las nueve no quedará ni rastro de los falsificadores -le repliqué.
- Puede ser, pero no creo que mi general despierte antes.

* * *

El resto de la noche lo pasé en la ciudad de México, y con toda deliberación no volví al campamento de Tacuba hasta bien entrada la mañana del otro día. Serían cerca de las once cuando llegué. La luz gloriosa del sol de noviembre ocultaba la fealdad reseca de la tierra y de las cercanas milpas en rastrojo. ¿Se habría consumado el fusilamiento? ¿A qué hora habrían arrancado de allí al doliente grupo de las mujeres?

Robles no estaba en su coche. Me senté en el salón y me puse a mirar, distraído, por las ventanas. A poco vi acercarse por el lindero de una de las milpas una muchedumbre de soldados y curiosos: brillaban los fusiles de una escolta. Como los montículos de los surcos hacían difícil la marcha, los soldados iban en desorden y a gran distancia unos de otros. En medio, tratando de no separarse entre sí, iban cinco hombres con los brazos atados a la espalda por medio de cuerdas que les pasaban de codo a codo. Unos tropezaban en los surcos a cada paso; los otros caminaban con admirable precisión de autómatas. El rostro de todos revelaba extravío, una rara conciencia, desmesuradamente fuerte, o desmesuradamente débil, de cuanto veían en torno: los unos parecían analizar con interés profundo hasta los detalles más nimios de las piedras con que chocaban sus zapatos; los otros parecían no darse cuenta ni del sol deslumbrador que los bañaba en luz. Uno de ellos -rubio, de tez encendida- miró con ojos azorados hacia donde estaba yo: la fuerza de su mirada producía dolor, como si hiriese. Luego siguieron por el camino del cementerio. Se me figuró, al verlos alejarse hacia allá, que aquellos cinco hombres llevaban a cuestas sus propios cadáveres, a cuestas hasta el borde de la tumba en que los iban a enterrar después de meterles en el cuerpo cinco o seis balas.


Martín Luis Guzmán (México,1887-1976).

jueves, 24 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: MARÍA TEPACHE, de José Clemente Orozco


(Párrafos finales)

Sin embargo, la tragedia desgarraba todo a nuestro alrededor. Muchas tropas iban por las vías férreas al matadero. Los trenes eran volados. Se fusilaba en el atrio de la parroquia infelices peones zapatistas que caían prisioneros de los carrancistas. Se acostumbraba la gente a la matanza, al egoísmo más despiadado, al hartazgo de los sentidos, a la animalidad pura y sin tapujos. Las poblaciones pequeñas eran asaltadas y se cometía toda clase de excesos. Los trenes que venían de los campos de batalla vaciaban en la estación de Orizaba su cargamento de heridos y de tropas cansadas, agotadas, hechas pedazos, sudorosas, deshilachadas.

En lo político, otra guerra sin cuartel, otra lucha por el poder y la riqueza. Subdivisión al infinito de las facciones, deseos incontenibles de venganza. Intrigas subterráneas entre los amigos de hoy, enemigos mañana, dispuestos a exterminarse mutuamente llegada la hora.

Sainete, drama y barbarie. Bufones y enanos siguiendo a señores de horca y cuchilla en conferencia con sonrientes celestinas. Comandantes indolentes enardecidos por el alcohol, exigiéndolo todo pistola en mano.

Tiroteos en las calles obscuras, por la noche, seguidos de alaridos, de blasfemias y de insultos imperdonables. Quebrazón de vidrieras, golpes secos, ayes de dolor, más balazos. Un desfile de camillas con heridos envueltos en trapos sanguinolentos y de pronto el repicar salvaje de campanas y tronar de balazos. Tambores y cornetas tocando una diana ahogada por el griterío de la multitud dando vivas a Obregón. ¡Muera Villa! ¡Viva Carranza! "La Cucaracha" coreada a balazos. Se celebraban escandalosamente los triunfos de Trinidad y de Celaya, mientras los desgraciados peones zapatistas caídos prisioneros, eran abatidos por el pelotón carrancista en el atrio de la parroquia.

José Clemente Orozco (México, 1883-1949).

La ilustración corresponde a Revolución, de José Clemente Orozco.

miércoles, 23 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: LA MUERTE DE ARTEMIO CRUZ, de Carlos Fuentes

"Lo despertó la música de un cilindro en la calle y no se preocupó por identificar la canción..."

(Fragmento de: 1927 - Noviembre 23)

Durmió hasta el mediodía. Lo despertó la música de un cilindro en la calle y no se preocupó por identificar la canción, porque el silencio de la noche anterior -o su recuerdo, que era la noche y el silencio- imponía largos momentos muertos que cortaban la melodía y en seguida volvía a comenzar el ritmo lento y melancólico, que se colaba por la ventana entreabierta, antes de que esa memoria sin ruidos volviese a interrumpirlo. Sonó el teléfono y él lo descolgó y escuchó la risa contenida del otro y dijo:

- Bueno.

- Ya lo tenemos en la comandancia, señor diputado.

- ¿Sí?

- El señor Presidente está enterado.

- Entonces...

- Tú sabes. Un gesto. Una visita. Sin necesidad de decir nada.

- ¿A qué horas?

- Cáete por aquí a eso de las dos.

- Nos vemos.

Ella lo escuchó desde la recámara contigua y comenzó a llorar, pegada a la puerta, pero después ya no escuchó nada y se secó las mejillas antes de sentarse frente al espejo.

Le compró el periódico a un voceador y trató de leerlo mientras manejaba, pero sólo pudo echar un vistazo a los encabezados que hablaban del fusilamiento de los que atentaron contra la vida del caudillo, el candidato. Él lo recordó en los grandes momentos, en la campaña contra Villa, en la presidencia, cuando todos le juraron lealtad y miró esa foto del Padre Pro, con los brazos abiertos, recibiendo la descarga. Corrían a su lado las capotas blancas de los nuevos automóviles, pasaban las faldas cortas y los sombreros de campana de las mujeres y los pantalones baloon de los lagartijos de ahora y los limpiabotas sentados en el suelo, alrededor de la fuente de la rana, pero no era la ciudad lo que corría frente a esa mirada vidriosa y fija, sino la palabra. La saboreó y la vio en las miradas rápidas que desde las aceras se cruzaron con la suya, la vio en las actitudes, en los guiños, en los gestos pasajeros, en los hombros encogidos, en los signos soeces de los dedos. Se sintió peligrosamente vivo, prendido al volante, marcado por los rostros, los gestos, los dedos-pingas de las calles, entre dos oscilaciones del péndulo. Hoy debía hacerlo porque mañana, fatalmente, los ultrajados de hoy lo ultrajarían a él. Un reflejo del cristal lo cegó y se llevó la mano a los párpados: siempre había escogido bien, al gran chingón, al caudillo emergente contra el caudillo en ocaso.

Se abrió el inmenso Zócalo, con los puestos entre las arcadas y las campanas de Catedral entonaron el bronce profundo de las dos de la tarde. Mostró la credencial de diputado al guardia de la entrada de Moneda. El invierno cristalino de la meseta recortaba la silueta eclesiástica del México viejo y grupos de estudiantes en época de exámenes bajaban por las calles de Argentina y Guatemala. Estacionó el automóvil en el patio. Subió en el ascensor de jaula. Recorrió los salones de palo-de-rosa y arañas luminosas y tomó asiento en la antesala. A su alrededor, las voces más bajas sólo se levantaban para pronunciar con unción las tres palabras:

- El Señor Presidente.

Carlos Fuentes (Mexicano nacido en Panamá, 1928-2012).

martes, 22 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: CANASTA DE CUENTOS MEXICANOS, de B. Traven


CORRESPONSAL EXTRANJERO

Hubo un tiempo en que creí seriamente poder llegar a ser un gran corresponsal extranjero, si se me daba una oportunidad. Escribí, por lo tanto, una elegante carta en finísimo papel a cierto diario importante de mi tierra, detallando mis grandes habilidades y mi vastísima experiencia, para terminar solicitando, con mucha modestia, la chamba que tanto ansiaba.

El editor, sin duda un hombre muy ocupado, aunque muy amable, contestó como sigue: "Mándeme reportaje sangriento, bien jugoso, al rojo vivo y si posible referente a algún episodio en que el matasiete Pancho Villa tenga el papel principal. Pero tiene que ser sensacional, candente, incendiario."

Esto me cayó bien, pues ya varias veces había sido prisionero de guerra de Villa y en tres ocasiones hasta se me había advertido que se darían órdenes de que fuese fusilado a la mañana siguiente, si persistía en ser un "entrometido importuno e indeseable, y además por andar husmeando lo que no me importaba". Sin embargo, nunca había presenciado episodio alguno con mucha sangre, al menos la bastante como para complacer al sediento editor.

Era a mediados de 1915, después de la toma de Celaya, cuando yo me encontraba viviendo en la ciudad de Torreón. Una mañana estaba parado en la banqueta muy cerca de la entrada del Hotel Principal, donde me había hospedado la noche anterior. Salí a ver cómo estaba el tiempo y a llenarme los pulmones de aire fresco mientras llegaba la hora del desayuno.

Pues bien, ahí estaba yo parado contemplándome las manos y pensando que las uñas ya aguantarían una recortadita. Mientras tenía las manos extendidas con las palmas para abajo, una espesa gota roja salpicó mi mano izquierda. En seguida otra gota igual, roja y gruesa, cayó sobre mi mano derecha.

Miré hacia arriba para ver de dónde podría venir esa pintura, pero antes de poder descubrir algo, cayeron sobre mis ojos, cegándome temporalmente, unas cuantas gotas más, extraordinariamente gruesas, que rebotaron en mi nariz. Usé mi pañuelo para limpiarme los ojos, y al ver al suelo noté que ya había seis charquitos de esa espesa pintura roja tan repugnante.

Una vez más miré hacia arriba y vi que, precisamente sobre mi cabeza, había una especie de balcón. Eso me convenció de que algún obrero debía de estar pintando la barandilla de dicho balcón y que el tal tipo desde luego debía ser un sujeto bastante descuidado.

Empujado por mi deber cívico, caminé hacia la calle, hasta cerca de la mitad, desde donde podía ver mejor el balcón y gritarle al tal pintor que tuviera más cuidado con su trabajo, pues podía fácilmente arruinar los trajes nuevos de las damas que salieran del hotel.

No era pintor alguno que trabajara en el balcón. Tampoco era pintura la que caía tan libremente sobre los huéspedes del hotel que entraban y salían. Era algo que yo no esperaba ver tan temprano y en una mañana tan hermosa y apacible. La barandilla estaba hecha de hierro forjado en un estilo fino y bellamente trabajado. Sobre cada uno de los seis picos de hierro de dicha barandilla estaba ensartada una cabeza humana, acabada de cortar. El hotel tenía cuatro balcones iguales, a cada uno de los cuales se podía llegar por una ventana estilo francés que daba desde el cuarto, y cada balcón tenía seis picos de hierro y cada uno lucía un adorno igual.

Horrorizado me precipité hacia adentro a ver al dueño del hotel, esperando encontrar- lo desmayado o en agonía. Solamente se encogió de hombros y dijo con displicencia:

- Eso no es nada nuevo, amigo. Si no hubiera nada que ver esta mañana, eso sería una gran novedad. Pero eche una mirada al otro lado de la calle. ¿Qué ve? Sí, un restaurante, y muy cerca de los ventanales, Pancho y sus jefes están desayunando. Panchito, sabe usted, es de muy buen diente, pero no se le abre el apetito si no tiene esta clase de adorno ante sus ojos. Fíjese en ese coronel de bigotes que ve ahí. Se llama Rodolfo Fierro. Él es quien cuida que el adorno siempre esté listo al momento de sentarse Panchito a desayunar.

- ¿Quiénes son esos pobres diablos ensartados allá arriba? -pregunté.

- Generales y otros oficiales de los bandos opuestos que tuvieron la mala suerte de perder alguna escaramuza y caer prisioneros. Siempre hay un par de cientos en la lista de espera, así es que Pancho puede estar seguro de su buen apetito todos los días.

- Bueno, pues eso sí que es noticia para enviar a la gente de allá del otro lado del río  -contesté-, pero, óigame, noté una cabeza que a mi parecer no es la de un nativo, sino más bien como la de un extranjero, un inglés o algo por el estilo.

- No, no es la cabeza de un inglés la que vio -dijo el hotelero con su fuerte acento norteño, al mismo tiempo que se me acercaba tanto que su cara estaba casi pegada a la mía mientras hablaba-. No, no es un inglés. No se equivoque usted, amigo. Es la de un cabrón tal por cual corresponsal de un periódico americano. ¿Por qué tiznados tienen estos gringos que meter sus mugrosas narices en nuestros asuntos? Es lo que quiero yo saber. Por lo que yo he visto, ellos tienen en casa bastante cochinada y podredumbre, tanta, que ya mero se ahogan en ella. Pero estos malditos gringos nunca se ven su cola. Siempre andan metiéndose en los líos de otros. ¿Qué tiznados hacen aquí? Si quiere saber, amigo, le diré que bien, merecido se lo tiene ese ensartado allá arriba. Que sirva aquí de algo útil; nosotros siquiera los usamos para aperitivos de Pancho. Es para lo que sirven. Sí, señor; esa es mi opinión sincera.

Pulí esta historia cuidadosamente, la escribí a máquina en el papel más caro que pude encontrar, y la mandé por correo esa misma tarde al editor aquel tan amable.

A vuelta de correo tenía su respuesta. También mi reportaje devuelto. En lugar de adjuntar la acostumbrada nota impresa rehusándolo, se había tomado la molestia de escribir unas cuantas líneas personalmente como acostumbran hacerlo los editores amables para hacerle sentirse a uno mejor.

Aquí están. Las líneas, quiero decir, no los editores amables. "Su reportaje no tiene interés para nuestros lectores. Le falta jugo, sangre, y no es movido. Peor todavía, Pancho ni siquiera toma parte activa en él. Por mi larga experiencia como editor le sugiero olvidarse de llegar a ser corresponsal extranjero. De Ud. atentamente, El Editor."

Seguí el honrado consejo de ese editor tan amable y me olvidé completamente de llegar a ser corresponsal extranjero para un periódico americano, y creo que esta es la razón por la cual todavía conservo mi cabeza sobre los hombros, siendo que Pancho desde hace tiempo que se fue a su último descanso sin la suya.


B. Traven: Ret Marut, Hal Croves o Traven Torsvan
(Escritor alemán nacionalizado mexicano; 1882-1969)

lunes, 21 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: CARTUCHO, de Nellie Campobello

"Parecía que jugaban sobre sus caballos. Corrían por las plazas, iban a los cerros, gritaban y se reían."

ABELARDO PRIETO

(Fragmento inicial)

Las gargantas de los soldados, más que cantarlas, gritaban las palabras.

Abelardo Prieto, un joven de veinte años, nacido en la sierra, junto a Balleza, en el mero San Ignacio, pertene­ciente al Valle de Olivos, se había levantado en armas con Guillermo Baca. Fue en el Cerro de La Cruz, una maña­na de noviembre. Un puño de hombres, con el grito de la revolución y la bandera tricolor, quebraban el silencio del pueblo, mandando balazos a todas las rendijas donde es­taban los rurales. Parecía que jugaban sobre sus caballos. Corrían por las plazas, iban a los cerros, gritaban y se reían. Los que vieron el levantamiento cuentan que no parecía un levantamiento.

Don Guillermo Baca fue el primer jefe revolucionario del Norte. Protegía a los pobres de Parral. Se acuerdan de él con mucho cariño. Era comerciante, tenía conocimiento con todos los hombres de la sierra y con ellos formó su tropa.

La noche del 20 de noviembre se subieron al cerro, al otro día bajaron haciendo fuego y gritando vivas. Al bajar del cerro, les mataron al abanderado. Todos salieron rum­bo a la sierra. En Mesa de Sandías combatieron. Desapare­ció don Guillermo Baca. Su caballo apareció solo, la silla tenía manchas de sangre. Nadie lo encontró. Pasaron días y meses, nadie supo nada. En Parral lloraba la gente.

En una cueva hallaron los puros huesos de don Gui­llermo. El pueblo se paró frente a Palacio y allí lo velaron. Cuando lo fueron a enterrar, este Abelardo les gritó a todos que los Herrera eran los causantes de la muerte del jefe. Abelardo se fue a la sierra.

Nellie Campobello:
Nellie Ernestina Francisca Campobello Luna (México, 1900-1986).

domingo, 20 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: TROPA VIEJA, de Francisco L. Urquizo


(Fragmento inicial del capítulo VIII)

El día 20 de noviembre estalló la bola formal. Ya desde el día 18 decían que había habido en Puebla una trifulca en que unos pronunciados maderistas, encabezados por un Aquiles Serdán, habían resistido a las fuerzas federales y a la policía matando a mucha gente. Sofocaron aquel motín, pero en Ciudad Guerrero, Chihuahua, y en Gómez Palacio, cerca de Torreón, salieron otros rebeldes atacando a los del gobierno al grito de “¡Viva Madero!”.

En el cuartel todo era barullo entre los jefes y los oficiales; caras pálidas y pláticas acaloradas leyendo los periódicos. Los de tropa nomás los veíamos y nos dábamos cuenta de que la cosa se ponía color de hormiga y pensábamos que se acercaba una zurra de golpes en los que seguramente iban a sobrar muchos chacós. El servicio de vigilancia se redobló y todos los superiores se pusieron más pesados de como ya lo eran.

Francisco Luis Urquizo (México, 1891-1969).

sábado, 19 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: LA BOLA, de Emilio Rabasa

"... la bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio material y moral, y necesita ignorantes."

(Fragmento del capítulo XXI: ¡Bola!)

¡Cuántos entonces, como yo, gemían en la orfandad y maldecían la bola! En aquel miserable pueblo, que apenas tenía hombres para surcar la tierra con el arado, y en que la alteza de la ciudadanía era desconocida, más que el triunfo del derecho lauros, tenían sus víctimas llantos y desesperación. Acá se lloraba al padre, amor y sostén de la familia; allá al hijo, esperanza y alimento de padres ancianos; acullá al esposo arrancado del hogar para llevarle a campos de batalla, que no tenían siquiera la grandeza trágica sino la ridiculez caricaturesca de la comedia burda.

¡Y a todo aquello se llamaba en San Martín una revolución! ¡No! No calumniemos a la lengua castellana ni al progreso humano, y tiempo es ya para ello de que los sabios de la Correspondiente envíen al Diccionario de la Real Academia esta fruta cosecha- da al calor de los ricos senos de la tierra americana. Nosotros, inventores del género, le hemos dado el nombre, sin acudir a raíces griegas ni latinas, y le hemos llamado bola. Tenemos privilegio exclusivo; porque si la revolución como ley ineludible es conocida en todo el mundo, la bola sólo puede desarrollar, como la fiebre amarilla, bajo ciertas latitudes. La revolución se desenvuelve sobre la idea, conmueve a las naciones, modifica una institución y necesita ciudadanos; la bola no exige principios ni los tiene jamás, nace y muere en corto espacio material y moral, y necesita ignorantes. En una palabra: la revolución es hija del progreso del mundo, y ley ineludible de la humanidad; la bola es hija de la ignorancia y castigo inevitable de los pueblos atrasados.

Nosotros conocemos muy bien las revoluciones, y no son escasos los que las estigmatizan y calumnian. A ellas debemos, sin embargo, la rápida trasformación de la sociedad y las instituciones. Pero serían verdaderos bautismos de regeneración y adelantamiento, si entre ellas no creciera la mala hierba de la miserable bola.

Emilio Rabasa (México, 1856-1930).

viernes, 18 de noviembre de 2022

Letras de la revolución: LOS DE ABAJO, de Mariano Azuela

"Las familias salían con precipitación rumbo al sur; los trenes iban colmados de gente..."

(Fragmento final del capítulo XII)

- Párenlos. Son arribeños y han de traer algunas novedades -dijo Demetrio.

Y las tuvieron de sensación. Los federales tenían fortificados los cerros de El Grillo y La Bufa de Zacatecas. Decíase que era el último reducto de Huerta, y todo el mundo auguraba la caída de la plaza.. Las familias salían con precipitación rumbo al sur; los trenes iban colmados de gente; faltaban carruajes y carretones, y por los caminos reales, muchos, sobrecogidos de pánico, marchaban a pie y con sus equipajes a cuestas. Pánfilo Natera reunía su gente en Fresnillo, y a los federales "ya les venían muy anchos los pantalones".

- La caída de Zacatecas es el Requiescat in pace de Huerta -aseguró Luis Cervantes con extraordinaria vehemencia-. Necesitamos llegar antes del ataque a juntarnos con el general Natera.

Y reparando en el extrañamiento que sus palabras causaban en los semblantes de Demetrio y sus compañeros, se dio cuenta de que aún era un don nadie allí.

Pero otro día, cuando la gente salió en busca de buenas bestias para emprender de nuevo la marcha, Demetrio llamó a Luis Cervantes y le dijo:

- ¿De veras quiere irse con nosotros, curro?... Usté es de otra madera, y la verdá, no entiendo cómo pueda gustarle esta vida. ¿Qué cree que uno anda aquí por su puro gusto?... Cierto, ¿a qué negarlo?, a uno le cuadra el ruido; pero no sólo es eso... Siéntese, curro, siéntese, para contarle. ¿Sabe por qué me levanté?... Mire, antes de la revolución tenía yo hasta mi tierra volteada para sembrar, y si no hubiera sido por el choque con don Mónico, el cacique de Moyahua, a estas horas andaría yo con mucha priesa, preparando la yunta para las siembras... Pancracio, apéate dos botellas de cerveza, una para mí y otra para el curro... Por la señal de la Santa Cruz... ¿Ya no hace daño, verdad?...

Mariano Azuela (México, 1873-1952).

jueves, 17 de noviembre de 2022

La novela de la revolución mexicana


Existen definiciones académicas de lo que se pudiera considerar la denominada novela de la revolución mexicana, como la de Antonio Castro Leal que, en mi ciriterio, son taxativas. Rescato de ella el hecho de que "se ocupan de las acciones militares y populares", aunque no tanto del lapso en el que transcurren: "del 20 de noviembre de 1910 hasta el 21 de mayo de 1920, con la caída y muerte de Venustiano Carranza." Eso dejaría fuera de la clasificación a obras como La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán o Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia, ya que en ambos casos se trata de militares surgidos de la revolución dedicados a una actividad política posterior, aunque no exenta de rebeliones y ejecuciones. Lo que Martín Luis Guzmán llamaba: "la revolución hecha gobierno". Carlos Monsiváis, en cambio, es bastante más enfático en cuanto a su esencia al señalar la visión pesimista que impregna lo mismo Los de abajo, de Mariano Azuela, que La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes.

No es el objetivo en este breve texto, una enumeración acuciosa de las novelas que se incluyen dentro de este tema, de manera arbitraria se pueden mencionar algunas de las más notables, como sería el caso de los relatos El compadre Mendoza, de Mauricio Magdaleno y Vámonos con Pancho Villa, de Rafael F. Muñoz, que resultaron ambas dos de las películas más significativas en la filmografía de Fernando de Fuentes. También sería posible elaborar una extensa lista de autores que incluiría a Francisco L. Urquizo, José Vasconcelos, José Rubén Romero, Gregorio López y Fuentes, o Nellie Campobello, entre otros. Sin pasar por alto la novela de Clifford Irving, escrita originalmente en inglés, Tom Mix y Pancho Villa.

Pero quisiera referirme, de manera muy breve, a tres novelas: El águila y la serpien- te, de Martín Luis Guzmán; Los relámpagos de agosto, de Jorge Ibargüengoitia; y Gringo viejo, de Carlos Fuentes.

Se encontraba Martín Luis Guzmán en su destierro en Madrid -tras haberse opuesto a la elección de Plutarco Elías Calles como presidente de la república, ya que decía que un "clan de asesinos" se había adueñado del poder-, escribiendo para El Debate, cuando inició en 1928 las entregas de Bajo la sombra de Pancho Villa (episodios de la revolución mexicana), a la manera de los folletines del siglo XIX, que al publicar ya en forma de libro quiso llamar A la hora de Pancho Villa, pero fue Vicente Blasco Ibáñez quien lo convenció de modificar el título por el de El águila y la serpiente, dividida en dos partes: Esperanzas revolucionarias y En la hora del triunfo, que reflejaban sobre todo sus propias vivencias en la lucha armada, al lado de Carranza y de Pancho Villa. La novela apareció al mismo tiempo que Obregón fue reelecto presidente, en 1928, y se dice que Calles la quiso prohibir. Por cierto, de acuerdo con Carlos Fuentes en La silla del águila: "Obregón, el vencedor de Pancho Villa, el brillante estratega político, asesinado en un banquete por un fanático religioso en el momento en que alargaba la mano pidiendo, - Más totopos..." (página 380).

Probablemente no existe otra novela sobre el tema que derroche tanto sentido del humor como lo hace Los relámpagos de agosto. Con una visión plena de ironía cuenta las memorias del ficticio general revolucionario José Guadalupe Arroyo. El origen de su título, por cierto, resulta muy simpático: contaba Ibargüengoitia, originario de Guanajuato, que en esa región del Bajío, los relámpagos siempre aparecen por el mismo punto cardinal, excepto durante el mes de agosto. De ahí que cuando alguien se desorienta dicen que "anda como los relámpagos de agosto, a lo pendejo". Y es que, según el autor, así es como andaban los revolucionarios, desorientados.

Gringo Viejo tiene el mérito de ser la primera novela mexicana en figurar en la lista de los diez libros más destacados del New York Times -para tener una idea, sólo otras dos novelas originalmente escritas en español han figurado en dicha lista en los últimos treinta años: La tía Julia y el escribidor, de Vargas Llosa, y El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez-. Se inspira en la experiencia real del escritor Ambrose Bierce, desaparecido a finales de 1913, después de unirse a las tropas villistas. En una de sus cartas postreras, Bierce decía que: "Ser un gringo en México, ¡ah!, eso es eutanasia".

Nada más adecuado para concluir que unas palabras de Artemio Cruz -junto con Demetrio Macías-, uno de los personajes literarios más representativos de la revolución: "Y la guerra sin acabarse. Claro que éstas eran las últimas operaciones. Cruzó los brazos sobre el pecho y trató de respirar regularmente. Una vez que dominaran al ejército desbaratado de Pancho Villa, habría paz. Paz."

Jules Etienne

miércoles, 16 de noviembre de 2022

Noviembre: GUERRA Y PAZ, de León Tolstói

"... vio desfilar a los cosacos, al primer y segundo escuadrón de húsares, a los batallones de infantería, junto con la artillería..."

(Fragmento del capítulo VI de la primera parte)

El día l6 de noviembre de l805, al despuntar el alba, el escuadrón de Denisov, al cual pertenecía Nicolás Rostov y que formaba parte del destacamento del príncipe Bagration, dejó el campamento para marchar a la línea de fuego, como se decía. Se paró en medio de la carretera, a una versta de distancia aproximadamente de los otros escuadrones, que le precedían. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primer y segundo escuadrón de húsares, a los batallones de infantería, junto con la artillería; vio luego pasar a caballo a los generales Bagration y Dolgorukov, ayudantes de campo. Todo el miedo que había pasado en el frente la otra vez, toda la lucha interior por dominarse, todos los sueños de distinguirse como húsar habían sido vanos. Su escuadrón quedaba en reserva y Nicolás Rostov pasó el día aburrido y adormilado.

A las nueve de la mañana oyó las descargas, los gritos de triunfo, vio heridos -no muchos- que eran retirados, y, por fin, a un centenar de cosacos que conducían a un destacamento entero de caballería francesa hecho prisionero. Evidentemente, la acción había terminado. No tuvo una gran importancia, pero resultó feliz para los rusos. Los soldados y los oficiales que volvían hablaban de una brillante victoria, de la toma de Vischau, de la captura de un escuadrón entero. Después de la ligera helada de la noche, el tiempo se había aclarado y el radiante brillo de aquel día de otoño coincidía con la nueva de la victoria, que confirmaban no solamente el relato de los que habían tomado parte en la acción, sino también la expresión alegre de las caras de todos los demás soldados, de los oficiales, de los generales, de los ayudantes de campo, que pasaban y volvían a pasar ante Rostov. Para Nicolás, la cosa era tanto más dolorosa cuanto que había sentido el miedo que precede a las batallas sin haber recogido luego ninguna de las alegrías del triunfo.

León Tolstói:
Lev Nikoláievich Tolstoi (Rusia, 1828-1910).

martes, 15 de noviembre de 2022

Noviembre: OTOÑO TARDÍO, de Tudor Arghezi

"... y la sangre de las viñas y los castaños flota sobre la superficie cobriza del agua."

En la soledad de noviembre,
y en cuanto alcanza la vista, el parque se hunde
envuelto en el sueño fúnebre
de los espejos humeantes.

Y es que entre los árboles, milenariamente enfermo,
oscuro en sus profundidades, se extiende un lago,
y la sangre de las viñas y los castaños
flota sobre la superficie cobriza del agua.

Por entre los árboles, mi tristeza mira el horizonte
como un cuadro que no entendiera:
¿Detiene el sendero en lo hondo la arboleda o la espera?
El silencio es el eco de las ramas peregrinas.

Hospital de la tristeza, del remordimiento,
donde lloras tu amor incumplido
y recuerdas, con nostalgia y sufrimiento,
su imagen jamás encontrada.

Algunos alerces se han reunido a lo lejos,
mientras el parque reza en un murmullo…
Se cierra el anochecer como un libro
y el alma queda en prenda entre sus hojas.
 
 
Tudor Arghezi (Rumania, 1880-1967).
 
(Traducido al español por Darie Novacèanu).

lunes, 14 de noviembre de 2022

Noviembre: EL CERROJO, de Guy de Maupassant

"... se retorcía, y agitaba pies y manos para cubrirse con una sábana, una cortina..."

(Fragmento)

Pues bien, lo que quiero contarles es mi primera mujer de tono, la primera mujer de tono que he seducido. Perdón, quiero decir que me ha seducido. Pues, al principio, somos nosotros quienes nos dejamos cazar, mientras que más tarde..., ocurre lo mismo. Era una amiga de mi madre, una mujer encantadora por lo demás. Esas mujeres, cuando son castas, lo son comúnmente por necedad, y cuando se enamoran, son furiosas. ¡Y nos acusan de corromperlas! ¡Ya,ya! Con ellas, es siempre el conejo el que comienza, y jamás el cazador. ¡Oh, sí, tienen aspecto de no tocarlo, lo sé, pero lo tocan; hacen de nosotros lo que quieren sin que lo parezca! Y luego ellas nos acusan de haberlas hecho unas perdidas, de haberlas deshonrado y envilecido, ¿qué sé yo? La mujer de quien les hablo, alimentaba sin duda unos deseos furiosos de hacerse envilecer por mí. Tendría unos treinta y cinco años; yo apenas contaba veinte. Pensaba en seducirla tanto como en hacerme trapense. Pero un día fui a visitarla, y me quedé mirando con asombro su vestido, un peinador extremadamente abierto, tan abierto como la puerta de una iglesia cuando tocan a misa; me cogió la mano, me la estrechó como suelen la estrecharlas ellas en esos momentos, y dando un suspiro medio desmayado, uno de esos suspiros que vienen de lo más hondo, me dijo: "¡Oh, no me mires así, hijo mío!" "Me puse más rojo que un tomate y me quedé más tímido que de costumbre, naturalmente. Sentí deseos de marcharme pero seguía reteniendo con fuerza mi mano. La colocó sobre su pecho, un bien desarrollado pecho, y dijo: "Mira. ¿sientes cómo late mi corazón?" Ciertamente, lo sentía latir y comenzaba a asirlo, pero no sabía cómo cogerlo, ni por dónde empezar. Después he cambiado. Como seguía con la mano apoyada en la redonda curvatura de su pecho, mientras con la otra sostenía mi sombrero. y como continuaba mirándola con una sonrisa confusa, necia y tímida, se levantó de repente y, con voz irritada, dijo: "¡Oh! ¿Pero qué hace usted, joven? ¡Es usted un indecente y un mal educado!" Retiré mi mano de inmediato, dejé de sonreír, balbucí unas excusas, me levanté y me fui con las orejas calientes y la cabeza trastornada. Pero ya me había atrapado. Soñaba con ella; me parecía encantadora, adorable, y me imaginaba que la quería, que la había amado siempre. ¡Y resolví ser atrevido, temerario incluso! Cuando la volví a ver, tuvo para mí una sonrisita de medio lado. ¡Cómo me trastornó esa sonrisita! Su apretón de mano fue largo y tenía una insistencia significativa. A partir de ese día le hacía la corte, al parecer. Por lo menos ella me afirmó después que la había seducido, cautivado, deshonrado con un extraño maquiavelismo, una habilidad consumada, una perseverancia de matemático y unas astucias de apache. Pero había algo que me molestaba sobre manera. ¿Dónde, en qué lugar iba a realizar mi triunfo? Yo vivía con mi familia, y a este respecto eran intransigentes. Yo no tenía la audacia de franquear la puerta de un hotel en pleno día con una mujer del brazo; y tampoco sabía a quién pedir consejo. Mas, en cierta ocasión, hablando conmigo en tono burlón, mi amiga me dijo que todo joven debía tener una habitación en la ciudad.

Nosotros vivíamos en París. Aquello fue un rayo de luz: me hice de una habitación, y fui a verla un día de noviembre. Pero esta visita que yo había querido diferir, porque no tenía fuego en la casa, me causó mucho trastorno. Y no tenía fuego porque la chimenea despedía humo; precisamente la víspera le había promovido un altercado a mi propietario, un antiguo comerciante, quien me había prometido ir él mismo con el fumista, antes de dos días, para examinar atentamente los trabajos que había que realizar. En cuanto ella entró en la habitación le manifesté: "No tengo fuego porque no sale bien el humo por la chimenea." Pareció no escucharme, y musitó: "No importa, yo tengo..." Y como me quedé sorprendido, se paró muy confusa; luego añadió: "Ya no sé ni lo que digo..., estoy loca..., pierdo la cabeza... ¡Qué estoy haciendo, señor! ¡Por qué he venido aquí, desdichada! ¡Oh, qué vergüenza!". Y se dejó caer sollozando en mis brazos. Creí en sus remordimientos y le juré que la respetaría. Entonces ella se desplomó en mis rodillas gimiendo: "¡Pero no ves que te amo, que me has conquistado, que estoy loca por ti!" En seguida juzgué que era oportuno comenzar a acariciarla. Pero se estremeció toda, se levantó y huyó hacia un armario pera esconderse, gritando: "¡Oh, no me mires, no, no! Me da vergüenza. Si al menos no me vieses, sí estuviésemos a la sombra, si fuese por la noche, los dos solos. ¿Te das cuentas? ¿Piensas en ello? ¡Qué sueño! ¡Oh, ese día!" Me lancé corriendo hacia la ventana, cerré las contraventanas, corrí las cortinas, colgué un abrigo sobre un hilillo de luz que pasaba entre ellas y, luego, con el corazón palpitando y las manos extendidas para no tropezar con las sillas, la busqué, la encontré. A tientas, abrazándonos y besándonos, llegamos al otro rincón, donde se encontraba la alcoba. No íbamos derechos, sin duda, pues primero dimos con la chimenea, luego con la cómoda y, al fin, con lo que buscábamos. Entonces olvidé todo en un éxtasis frenético. Fue una hora de locura, de arrebato, de alegría sobrehumana; después, nos invadió una deliciosa lasitud, y, abrazados, nos dormimos. Y tuve un sueño. Pero he aquí que, en mi sueño, creí oír que me llamaban, que gritaban socorro, y después recibí un golpe violento. ¡Abrí los ojos...! ¡Oh...! El sol poniente, rojo, magnífico, que entraba por completo a través de la ventana abierta, parecía mirarnos desde el confín del horizonte, iluminaba con un resplandor apoteósico la cama toda revuelta y en la que una mujer acostada gritaba desesperadamente, se debatía, se retorcía, y agitaba pies y manos para cubrirse con una sábana, una cortina, no importaba qué, en tanto que, el dueño, en el centro de la habitación acompañado del conserje y de un fumista negro como un diablo, nos contemplaba con unos ojos estúpidos. Me levanté furioso, dispuesto a saltarle al cuello, y grité: "¿Qué hace usted en mi casa, voto a...". El fumista, de quien se había apoderado una risa irresistible, dejó caer la placa de hierro laminado que llevaba en la mano. El conserje parecía que se había vuelto loco; y el propietario balbució: "Pero, señor, era..., era... que la chimenea..., la chimenea.. ." Le grité: "¡Lárguese, imbécil!" Entonces se quitó el sombrero con aire confuso y cortés, y, mientras iba retrocediendo, murmuró:"¡Perdón, señor, dispénseme usted, si hubiera sabido que le molestaba, no hubiese venido! El conserje me había dicho que usted había salido. Dispénseme." Y se fueron. Desde entonces, como comprenderán. no cierro jamás las ventanas pero echo siempre el cerrojo.

Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893).

domingo, 13 de noviembre de 2022

NOVIEMBRE, de José Hierro


Frente a la playa desierta
oyendo caer la lluvia,
es como si hubiera vuelto  
a llorar sobre mi tumba.  
Baten las alas (las olas).  
Arden sus llamas de espuma.  
Aprisionan en sus dedos  
la plata que las alumbra.  
Todo está fuera del tiempo.  
Pasan las nubes oscuras.  
La arena, como una carne  
sin tiempo, llora desnuda.  
Los ojos ya no ven: sueñan.  
No atinan con lo que buscan.  
Las cosas están enfrente,  
mas tienen el alma muda.  
Se vertió el vino del ánfora  
celeste de la aventura.  
Ay alma, por qué volaste  
con alas que no eran tuyas.

José Hierro (España, 1922-2002).

La ilustración es una fotografía de Centerville Beach de Sally Dolfini.

sábado, 12 de noviembre de 2022

Noviembre: EL AMANTE DE BOLZANO, de Sándor Márai

"¡Tú, rubia y blanda! ¿Conoces estos dedos? (...) pero además sus yemas conocen tan bien la ternura, saben tocar con tanta ternura que gritarías de placer..."

(Fragmento del capítulo Despertar)

¡He estado en la prisión durante dieciséis meses, encerrado en nombre de la moral y de la decencia! ¿Sabéis lo que es eso? Dieciséis meses, cuatrocientos ochenta y ocho días con sus cuatrocientas ochenta y ocho noches encima de un jergón de paja, en medio del hedor de la miseria humana, víctima de los piojos y las pulgas, en compañía de las ratas, durante dieciséis meses, cuatrocientos ochenta y ocho días en la oscuridad, sin poder ver la luz del sol, sin tener ni siquiera una lámpara decente, como los topos, como las ratas, a solas con mi juventud, a solas con las intenciones y los deseos de un hombre, a solas con los recuerdos, con los recuerdos de la vida, los recuerdos de brillantes despertares y de dulces acostares, completamente a solas, expulsado del mundo en nombre de la moral y de la decencia, de las cuales soy enemigo... Por lo menos así me lo hizo saber el Messer Grande cuando me detuvo. Cuatrocientos ochenta y ocho días robados y arrancados de mi vida, cuatrocientas ochenta y ocho noches durante las cuales habría podido contemplar la luna y el mar en el puerto, el rostro de los hombres bajo las farolas, el rostro de las mujeres en el momento en que las luces se apagan y las caras sólo quedan iluminadas por el resplandor de los ojos de los amantes. -Estaba como borracho; hablaba muy alto, como alguien que hubiese estado callado durante demasiado tiempo-. ¿Por qué retroceden? -preguntó gritando y abriendo los brazos-. ¡Si yo estoy aquí! ¡Si ya he llegado! Tú, anciana, ¿por qué te escondes detrás de la puerta? Tú, vanidosa y tonta, la morena, ¿por qué no te acercas? ¡Mira mis manos, mira mis brazos, que han tenido entre ellos a tantas mujeres! ¿No querías verlos? ¡No tendrás miedo de estas manos!... Saben usar la espada y los naipes, pero también acariciar. ¡Tú, rubia y blanda! ¿Conoces estos dedos? Saben encontrar las picas y los tréboles hasta en la oscuridad, pero además sus yemas conocen también la ternura, saben tocar con tanta ternura que gritarías de placer, y hasta como abuela desdentada les contarías a tus nietos los recuerdos de los momentos en que estos dedos te acariciaron la nuca. ¡Damas de Bolzano! ¡Vayan a la ciudad y anunciad que he llegado, que estoy aquí, que ha empezado la función! ¡Ha llegado el caballero de las faldas, el consuelo de las damas, el médico de los corazones desengañados, el que conoce el arcano de los dolores de corazón, y el que sabe preparar las cocciones que hay que darles a los amantes lánguidos a la hora de comer para que por la noche estén otra vez vigorosos y divertidos en la cama! Cuenten que han conseguido irrumpir en mi habitación, que han visto con sus propios ojos que estoy aquí, que no me he atrofiado en la prisión, que mis brazos, mi corazón, mis hombros y todo lo demás, absolutamente todo, está en su sitio. ¡Damas! ¡Hagan correr buenas noticias sobre mí! Hablen a los hombres en los instantes de intimidad, cuando desatan sus cinturones y se despojan de sus faldas, cuenten que ha llegado Giacomo, el que había sido condenado a prisión, al infierno y a la oscuridad en nombre de la moral y la decencia, y que se ha vuelto totalmente decente y se ha corregido por completo, y que ahora suplica perdón, generosidad y protección. Pidan clemencia por mí, bellas damas, a los poderosos y a los decentes, a quienes nunca han cometido ningún error y se atreven a condenar a los culpables. ¡Porque yo soy culpable! Vayan a contar que Giacomo se ha arrepentido de sus pecados. Soy culpable porque lo sé todo sobre las mujeres y sobre los hombres, y porque tengo fama de apreciar la vida por encima de todo. Vayan a contar que he llegado.

Se acercó a la ventana y la abrió de par en par. La luz de noviembre, penetró en la habitación, llenándola con una luminosidad fría y abundante, como una cascada de los Alpes. Permaneció con los brazos abiertos, sujetando las hojas de la ventana, con la cabeza echada hacia atrás bajo la luz, dejando que la claridad le bañara el pálido rostro, recibiendo la caricia del sol con los ojos cerrados, sonriendo.

Sándor Márai (Húngaro nacionalizado estadounidense, 1900-1989).